Imagen del cartel de la exposición ‘Antonio Machado. Laberinto de Espejos’, del Centro Andaluz de las Letras (CAL) , en El centro cultural Pablo Ruiz Picasso de Torremolinos (Málaga).

Antonio Machado, 80 años sin el gran poeta de cielos azules y soles de infancia

Este 22 de febrero se cumplen 80 años de la muerte del gran poeta español en Collioure. Hacemos un recorrido especial por el periplo de su vida y su obra desde su natal Sevilla hasta su muerte en el exilio, de Antonio pazguato, rojo Machado

Se cumplen ochenta años de la muerte de Antonio Machado (Sevilla, 26 de julio de 1875-Collioure, 22 de febrero de 1939): ochenta años de moscas sobre su calva infantil. Y ahora que no son sus versos sino estelas en el mar del dominio público, vosotras, moscas vulgares, rapiñeáis todas sus obras, rebotando en los cristales de los derechos de autor. Vosotras, las familiares, inevitables golosas. Yo sé que os habéis posado sobre el perfil de Facebook, sobre el canto de un tuit, sobre el espacio ígneo y torticero de la red. Ay, vosotras, amigas viejas, que deformáis todas las cosa.

Una tarde parda y fría de invierno. Monotonía de lluvia tras los cristales. Es Machado. Y todo el coro infantil va cantando sus poemas. En la egebé de los noventa, la poesía era eso: un poeta mal vestido, enjuto y seco.

Con su sombrero de ala ancha y su tabaco infinito, Antonio vivió en provincias como un profesor de francés sin vocación y aburrido de los campos de Castilla, pero entrañable. Los alumnos le apodaron don Antonio Manchado, porque su traje era una rasta inverosímil de ceniza y nicotina.

Por lo que respecta al amor, fue, para él, como un retrato de plumilla. Con arrebato de película romántica, él recomendó la épica en un soneto: «Huye del triste amor, amor pacato, / sin peligro, sin venda ni aventura». Pero él, nada: «Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido, / ya conocéis mi torpe aliño indumentario». Es decir, Antonio pazguato.

El echao pa’lante fue su hermano, Manuel, a quien le gustaba más un cancán y un cabaret que a Rubén Darío una cirrosis. En París, Manuel flipó al ver «mariposeando inquietas y graciosas, las modelos, las bailarinas, las cantatrices, la hermosura realzada con la coquetería de la Venus moderna».

Andando por ese mismo camino de París, Antonio, como escritor, se entregó inexorablemente a las voluptuosidades de la bohemia, alternando con borrachos azules, con flores del mal y con saturnos decadentes, en el barrio parisino de Montmartre. Trató, incluso, con Oscar Wilde, que terminó de tunero de baladas en la cárcel de Reading.

Sin embargo, era todo de boquilla: a Antonio aquella Gomorra francesa le pareció entonces, y desde entonces hasta su muerte, una pornografía repugnante. De ahí su equilibrio entre modernismo y generación del 98, porque él era admirador de la frigidez sexual y terruñera de Miguel de Unamuno.

Llegó, así, de París a Soria, su primer destino de profesor, y se prendó de Leonor, una niña de 15 años, cuando él tenía 34. La cosa tenía, obviamente, un rollo edípico/freudiano. Antonio era el hijo preferido de su madre: el que siempre se escondía tímido bajo sus faldas, en un patio de Sevilla, que estaba en el hermoso palacio de las Dueñas. Por eso, lo de Leonor era como casarse con su madre, pero en jovencita, para protegerla nomás y mimarla casi sin tocarla.

A pesar de su pacatez, quiso a Leonor intensamente, de modo que, cuando se le murió, al poco tiempo, de tuberculosis, Antonio se trasladó a Baeza, en Jaén, traspasado de pena… y aburrimiento de nuevo. Hubo de esperar a ser un hombre talludito e instalarse en Madrid para enamorarse de otra mujer. Pero ¡vaya tela! Pilar de Valderrama era ella misma poeta, como una musa platónica lejos de la carne, y, para más inri, católica ferviente y casada, con lo que la relación nunca pasó de cogerse de la mano, por los jardines de Moncloa, e intercambiarse versos, o canciones a Guiomar, sin que nada se consumara.

Eso sí, literariamente, fue un pelotazo. Machado se había convertido en estrella del pop, porque tenía mucho teatro, con La Lola se va a los puertos, y mucha poesía, que fue de lo mejor en España de todo el siglo XX, con mucho arte y mucha copla: «Desde Sevilla a Sanlúcar, / desde Sanlúcar al mar, / en una barca de plata, / con los remos de coral, / donde vayas, marinero, / contigo me has de llevar».

Bibliografía reciente

Los últimos caminos de Antonio Machado. Ian Gibson (Espasa). Collioure... Los días azules de Antonio Machado. Serge Barba (FAM/Trabucaire). La herencia de Antonio Machado (1939-1970). Jesús Rubio Jiménez (Prensas de la Universidad de Zaragoza). Estos días azules y este sol de la infancia. Poemas para Antonio Machado. Varios autores (Visor).

Ahora bien, durante el franquismo, la gloria se la llevó el hermano. Parece ser que un día lo dijo Borges. Pudo ser en cualquier momento, pudo ser en los 60. Quién sabe. Son las cosas de la vida, son los ¿bulos? de Internet. El caso es que le preguntaron su opinión acerca de Antonio Machado, y el ínclito argentino, fingiendo extrañeza, respondió: «¡Ah!, pero ¿Manuel tenía un hermano?». La anécdota, si cierta, es muy borgiana, qué duda cabe, porque Borges, con toda su ceguera de lacerada vetustez, convierte a Manuel en el gran poeta de los Machado, como una lotería de Babilonia.

De esto, por supuesto, se pavonea la Fundación Francisco Franco en su página web, con la misma pericia del NODO, pero en banda ancha y sin volver la vista atrás. Y es que Manuel Machado era un poeta como Dios manda, «al sable del Caudillo», «Caudillo de la nueva Reconquista». En cambio, Antonio era un rojazo. Era la anti-España y la pederastia de la raza era. Y su poesía, el homosexualismo en nuestras letras, de pura sinestesia simbolista.

Estuvo el aliciente, claro, de su boda con Leonor. Unos estudiantes universitarios se metieron a pedradas en la ceremonia, por corruptor de menores, en plan carnavalada de derechas en la Plaza de Colón, con la misma mala puntería de quien hoy pretendiera echar sus poemas a la hoguera de la izquierda, por acusaciones de heteropatriarcado.

Más allá de calumnias partidistas, Antonio fue, «en el buen sentido de la palabra, bueno». Y su «verso brota de manantial sereno». Eso sí: «Hay en mis venas gotas de sangre jacobina». O sea, afrancesado y de la revolución gala, como un obelisco de Obélix contra las legiones romanas, porque de tal palo, tal astilla. Ya lo dijo don Ramón Menéndez y Pelayo en su magna historia de los macarras españoles: que uno de sus bisabuelos, allá por la época del Trienio Liberal (1820-1823), había sido «claramente masónico».

Su abuelo, luego, fue un catedrático biólogo, animalista y antitaurino, loco por la matraca de la ecología, de la riqueza ornitológica de Doñana y de los erizos de Cádiz, porque ya se sabe que el Atlántico es la playa sevillita. Y, en el último eslabón de la cadena familiar, el padre fue poco menos que un gitano: un demófilo del folclore y del flamenco, con oratoria de ateo.

Con tamaño historial, Antonio estudió donde tenía que estudiar: en la Institución Libre de Enseñanza, que era un antro de modernos y parafernalia educativa. Allí los profesores se habían inventado lo de aprobar sin hacer exámenes, y visitar el campo y hacer deporte. Y, además, se trajeron de Inglaterra la mariconada esa del fútbol, venga a rozarse los calzoncillos en el vestuario, ¡cómo va a triunfar eso en España!, si aquí somos más del toro, del torero y del huevamen que los juntó, hasta que la muerte los separe, ¡hombre ya!

Después, golpe a golpe, verso a verso, Antonio se hizo, al andar, republicano. Con el estallido de la Guerra Civil, lloró el crimen de Lorca, que fue en Granada, ¡en su Granada! Por eso, Antonio se encomendó a Enrique Líster y a su Quinto Regimiento: «Si mi pluma valiera tu pistola / de capitán, contento moriría». Y su pluma, de hecho, fue una arenga de justicia, sin descanso en los periódicos de España, «por los páramos del alto Duero, / por las llanuras del pan llevar, / desde la fértil Extremadura / a estos jardines de limonar, / desde los grises cielos astures / a las marismas de luz y sal».

Al final, su final fue una conmoción. Se desterró poco a poco, huyendo de las bombas, con su madre a cuestas y sus sobrinas, cansado y agotado, y la cara acartonada de flaqueza, «otra vez, ¡otra vez!, ¡oh, triste España!», de Madrid a Valencia, de Barcelona a Francia. Y aquí se acogió a la generosidad fronteriza de un hotelito de Colliure.

Entonces, le escribió un profesor de Cambridge, ofreciéndole el exilio digno de enseñar literatura en su admirada Albión de Bretaña. Por desgracia, la carta llegó el mismo día de su entierro, como una bandera de papel para cubrir su cuerpo de cigarrillo consumido. La madre, octogenaria, murió tres días más tarde, cumpliendo su promesa de vivir «tanto como mi hijo Antonio». A lo lejos, negreaban ominosos los cimientos nuevos de la nueva España.

@glaincorona

  • Guillermo Laín Corona es profesor de Literatura Española en la UNED (Universidad Nacional de Educación a Distancia).
  • En este enlace puedes leer el homenaje de WMagazín con poemas que evocan el último verso de Machado relacionados con su infancia.

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