Muere Berger, el pintor que escribió para retratar el abandono del mundo

El prestigioso narrador, ensayista, dramaturgo y crítico de arte ha fallecido a los 90 años

“Quiero decir algo, al menos, sobre el sufrimiento que existe hoy en el mundo…”

Son palabras de John Berger, en 2002, que guardan parte del corazón del creador total que aspiraba a ser: pintor, narrador, poeta, dramaturgo, guionista de cine, ensayista, pensador y crítico y divulgador de arte. Ahora, el visionario autor inglés ha muerto a los 90 años (Londres, 5 de noviembre de 1926-París, 2 de enero de 2017). Pero muchas de sus palabras siguen, como la de aquel artículo sobre el sufrimiento:

“… La ideología del consumo, la más fuerte e invasiva del planeta, se propone convencernos de que el dolor es un accidente, algo contra lo que uno se puede vacunar. Ésta es la base lógica de su crueldad…”

El origen de Berger está en la pintura que desplazó a los 30 años para centrarse en la literatura, aunque nunca se olvidó del arte. Siempre dibujó. Solo que vio en las palabras una vía más directa y clara de expresar su compromiso con sus ideas sobre la sociedad y la política,y de advertir lo que veía venir, lo que pasaría a la humanidad con la urbanización del mundo. Su mirada se adentraba en el mañana.

No fue un autor ruidoso. Trabajó en silencio y discreción. Y fue contundente. Lo que tenía que decir lo expresaba en sus obras, en sus artículos. Respetado crítico de arte, exquisito analista y gran escritor, su obra ilumina el dolor de toda estirpe. Como lo expresó en ese artículo ¿Dónde estamos?, de noviembre de 2002, en el cual Berger da muestra de su gran sensibilidad y mirada certera y trascendente:

 

“Quiero decir algo, al menos, sobre el sufrimiento que existe hoy en el mundo. La ideología del consumo, la más fuerte e invasiva del planeta, se propone convencernos de que el dolor es un accidente, algo contra lo que uno se puede vacunar. Ésta es la base lógica de su crueldad.

Todos sabemos, sin duda, que no hay vida sin dolor, y todos queremos olvidar este hecho, o relativizarlo. Todas las modalidades del mito de la Pérdida de la Edad de Oro, en la que no existía el dolor, no son más que una forma de relativizar el dolor que se sufre en la Tierra. Lo mismo que la invención de ese reino contiguo, el del sufrimiento como castigo, el Infierno. Y que el descubrimiento del sacrificio. Y después, mucho después, el del perdón, el más importante. Se podría decir que la filosofía empezó con una pregunta: ¿por qué hay sufrimiento? Sin embargo, hecha esta salvedad, el sufrimiento que se vive hoy carece, tal vez, de precedentes”.

 

John Berger publicó el año pasado su último libro: Confabulations, donde viaja a su infancia. Junto a él en toda su obra destacan títulos como G., ganadora del Booker Prize (1972), Modos de ver, imprescindible y famoso ensayo de introducción a la crítica de arte (convertido en serie por la BBC); y la trilogía De sus fatigas, formada por Puerca tierra, Una vez Europa y Lila y Flag (Todas en Alfaguara) sobre las transformaciones que viven las personas, la sociedad y el mundo por el cambio de modelo del campo a la ciudad.

 

Parte de lo que fue y es lo expresó en Puerca Tierra (Alfaguara), una de sus obras más conocidas, en uno de cuyos pasajes escribe:

 

“Nunca he pensado que escribir fuera una profesión. Es una actividad independiente, solitaria, en la que la práctica nunca otorga un grado de veteranía. Por suerte, cualquiera puede dedicarse a esta actividad. Sean cuales sean los motivos políticos o personales que me conducen a escribir algo, en cuanto empiezo la escritura se convierte en una lucha por dar significado a la experiencia. Todas las profesiones tienen unos límites que definen la esfera de su competencia, pero también tienen un territorio propio. La escritura, tal como yo la concibo, no tiene un territorio propio. El acto de escribir no es más que el acto de aproximarse a la experiencia sobre la que se escribe; del mismo modo, se espera que el acto de leer el texto escrito sea otro acto de aproximación parecido.

Aproximarse a la experiencia, sin embargo, no es lo mismo que acercarse a una casa. «La vida», como dice el proverbio ruso, «no es un paseo por el campo». La experiencia es indivisible y continua, al menos en el transcurso de una vida y tal vez en el de muchas. Nunca tengo la impresión de que mi experiencia sea sólo mía, y con frecuencia me parece que me ha precedido. En cualquier caso, la experiencia se repliega sobre sí misma, se remite a su pasado y a su futuro mediante los referentes de esperanza y miedo; y, utilizando la metáfora que se encuentra en el origen del lenguaje, está continuamente comparando lo parecido y lo diferente, lo pequeño y lo grande, lo cercano y lo distante. Y así, el acto de aproximarse a un momento dado de la experiencia implica escrutinio (cercanía) y capacidad de conectar (distancia). El movimiento de la escritura se parece al de la lanzadera en los telares: se acerca y se aleja una y otra vez, viene y se va. A diferencia de aquélla, sin embargo, no sigue una pauta fija. A medida que se repite a sí mismo, el movimiento de la escritura aumenta su intimidad con la experiencia. Y al final, si tienes suerte, el significado será el fruto de esa intimidad.

El hecho de escribir acerca de los campesinos me separa y asimismo me aproxima a ellos. No soy sólo escritor, sin embargo. También soy el padre de un niño pequeño, un par de manos cuando se me necesita, el sujeto de anécdotas e historias, un huésped, un anfitrión”.

 

Otro lado de John Berger lo explica Javier Rodríguez Marcos, en EL PAÍS: “Tirando de los hilos que Walter Benjamin dejó lanzados en los años treinta, Berger demostró que el marxismo seguía siendo útil como herramienta de análisis cultural. De paso puso de manifiesto que, en manos de un genio, el arte nacido como propaganda — al servicio de un Papa, un rey o un noble — también puede convertirse en una vía de liberación. De eso, pero aplicado al siglo XX, trataba también su primera novela: Un pintor de nuestro tiempo (1958), que daba voz a un artista húngaro exiliado en Londres”.

Cincuenta y nueve años después de aquel debut literario, John Berger ya no está. Quedan sus enseñanzas. Su nobleza. Está en sus dibujos y en sus palabras:

 

“Todas las mañanas, después de los primeros trabajos, solíamos tomar una taza de café juntos, y él me hablaba del pueblo. Recordaba la fecha y el día de la semana en que ocurrieron todos los desastres. Recordaba el mes de todas las bodas, y de todas tenía algo que contar. Podía remontarse en los lazos de parentesco de los protagonistas hasta los primos segundos de cada cónyuge. De vez en cuando sorprendía una expresión en sus ojos, una mirada de complicidad. ¿En qué? En algo que ambos compartimos pese a las diferencias obvias. Algo que nos une, pero a lo que nunca nos referimos de forma directa. Me devané la cabeza durante algún tiempo pensando en ello. Y un día me di cuenta de lo que era. Era su reconocimiento de nuestra ig…”

Winston Manrique Sabogal

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