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¿Agonizan los viajeros y los relatos de viajes? Es la hora de reinventar el arte de viajar para contar mejor la vida

¿Qué es exactamente viajar y cómo surge la necesidad de movernos? ¿En qué se diferencia un viajero de un turista? ¿Cómo se han contada los viajes a lo largo del tiempo? WMagazín publica un pasaje del libro 'La invención del viaje', de la escritora colombiana

Presentación WMagazín En una de las temporadas del año donde mucha gente toma vacaciones hablamos del viaje, de la vida como un viaje, del arte de viajar y de la magia de contar el viaje. De narrar la vida y el mundo. Desde el origen del ser humano, el viaje forma parte de su naturaleza al tiempo que modela su existencia, su imaginario, su conocimiento. «Quienes cuentan el mundo son los viajeros. Ellos han escrito el mapa de las cosmovisiones de todas las épocas. El viaje es una vida elegida en la que el único modelo a seguir es el del ser humano libre», dice Juliana González-Rivera autora del libro La invención del viaje. La historia de los relatos que cuentan el mundo (Alianza Editorial).

Pero el viaje ha evolucionado, ya no es el mismo. Queda ya poco misterio. La información y la comunicación han desangelado el espíritu de viajar.

WMagazín publica un pasaje de La invención del viaje que empieza por recordar el origen de viajar y termina con los cambios en el siglo XXI. Una manera de invitar a la reconciliación y redescubrimiento de esta actividad connatural a las personas.

¿Qué es exactamente viajar y cómo surge la necesidad de movernos? ¿En qué se diferencia un viajero de un turista? ¿Cómo se han contada los viajes a lo largo del tiempo? Estas son algunas de las preguntas  que recorren este ensayo tan interesante y oportuno de Juliana González-Rivera que pide lo siguiente:

«El relato de viajes no ha muerto. Pero si agoniza hay que reinventarlo, resucitarlo, seguir buscando la última frontera como el personaje del cuento de Dino Buzzati, porque cada época necesita sus viajeros y la nuestra no es la excepción. Es urgente que reaprendamos a viajar, a ver. Para, otra vez en la ruta, con el saber que sólo ella provee, podamos escribir la historia de nuestro tiempo y reinventar el mundo de una forma más fidedigna que la de los espejos».

El siguiente es el pasaje que publicamos de La invención del viaje para que entre todos empecemos a rescatar el arte de viajar:

La invención del viaje. La hisotira de los relatos que cuentan el mundo

Por Juliana González-Rivera

No existe la escritura inmóvil. Es imposible. Se mueve la idea, da vueltas en la cabeza del escritor, su marca se imprime en el papel o la pantalla, la acción se desplaza, camina en el tiempo. No hay acción en la quietud. Ni siquiera morir es un verbo estático, a pesar de que la muerte es ese momento en el que el tiempo y el espacio son insustanciales para el protagonista. El tiempo es la imagen móvil de la eternidad, dijo Borges. O Nooteboom: “todo se mueve, menos el silencio y la oscuridad”.

Si la escritura es movimiento, es necesariamente viaje. Clarice Lispector dijo: “Quiero escribir un movimiento puro”. Víctor Hugo, en Hojas de otoño (1830), hablaba de la poesía como “un viaje hacia las tierras desconocidas del verbo”, y César Aira definió el viaje como un ready made narrativo: viajar es un relato antes de ser un relato, un cuento que empieza en la partida y termina con la idea del regreso. El viaje es acción –movimiento– y para que haya acción tiene que haber un cambio. El viaje es el registro de esa variación.

Todo relato es un viaje, un suceso en el espacio: los relatos hacen el viaje antes, al tiempo y después que los pies lo ejecutan, dijo Michel de Certeau. De ahí que la analogía resulte siempre tan natural: la escritura es un viaje, viajar es escribir y leer es viajar. Alberto Manguel lo explica:

Viajar es un acto narrativo. Pasar de un lugar a otro cruzando espacios que no conocemos es, en cierto modo, hacer literatura: al fin y al cabo, una de nuestras más antiguas metáforas declara que el mundo es un libro. El viajero construye historias a partir de lo que ve y escucha y siente, y atribuye a sus partidas y llegadas las características de una primera y de una última página. Las personas con las que se encuentra se convierten en personajes de su historia; a veces es el viajero el protagonista, a veces son los otros. Paso a paso, el viajero descubre y también inventa su narración.

El viaje está en el centro y el origen del acto mismo de escribir, en Uruk hace cerca de siete mil años, con los sumerios. El hombre manipula el tiempo y el espacio cuando escribe, porque así hace posible la comunicación entre quienes están en otro lugar o viven en épocas distintas. Escribimos para los que están lejos. También para los que vendrán después de nosotros. Como escribió Saint-Exupéry: “no es la distancia la que sirve para medir la lejanía”.

El viaje es espacio y tiempo. De ahí que se trate asimismo de una medida: es la representación por excelencia del reloj, hacia delante o hacia atrás –decimos que viajamos en el tiempo– y metáfora inevitable del camino de la vida. El viaje lo cruza todo y por ende su relato. Y esa condición multidisciplinar complica su estudio: por «escritura de viaje» podemos entender cualquier texto donde haya un desplazamiento, o en el que éste sea el marco o eje principal. Pueden ser los diarios o apuntes de un viajero –como los de Montaigne en Italia, Suiza y Alemania–, autobiografías, relaciones –las de los cronistas de Indias o de los misioneros jesuitas entre los siglos XVI y XVIII–, viajes narrados por el protagonista o contados de oídas en tercera persona. Hay cartas –las de Colón, Lord Byron, George Sand o Mary Wortley Montagu–, guías, itinerarios y travesías ilustradas con dibujos, mapas o fotografías; reportajes objetivos y versiones aproximadas; blogs, ensayos, folletos turísticos; vlogs de youtubers trotamundos y cuentas de influencers en redes sociales que ganan millones de seguidores con imágenes de destinos y su paso por ellos.

El relato de viaje se cruza con el poema narrativo, la novela de vagabundeo, el ensayo impresionista, científico y experimental, las colecciones de aforismos. También con la literatura del mar –de piratas, naufragios, islas desiertas–, con la crónica, el reportaje y el perfil, la biografía y autobiografía, el carnet, la bitácora, la reflexión artística y la écfrasis, la historia, la novela de aventuras y de aprendizaje.

Se trata de un marco de enorme plasticidad: los escenarios son infinitos, igual que los encuentros, imprevistos, conflictos y soluciones. Además, su esquema de partida, tránsito y regreso, basado en el arquetipo del héroe, hace que casi cualquier texto termine emparentado con el viaje y por eso está presente en toda la gran literatura universal. Incluso cuando parece que no –como en Madame Bovary, las novelas de Agatha Cristie, Edith Wharton, Stendhal, los ensayos de Susan Sontag, Juan Villoro o la poesía modernista–, esas obras tienen tras de sí autores viajeros, protagonistas de grandes viajes o cuya vida no se explica sin ellos: ¿Es comprensible Cendrars sin sus viajes? ¿Primo Levi sin los campos? ¿Salinas sin el exilio? ¿Stendhal sin Italia? ¿Isabella Bird sin sus expediciones como primera mujer de la Royal Geographical Society? ¿Marguerite Yourcenar sin la vida errante con la que imitó a su padre, y sin Grecia, su patria espiritual? Incluso Flaubert es incomprensible sin su viaje a Oriente, que fue para él un laboratorio de escritura. Vida y obra se confunden. Si Roland Barthes afirmó que la historia de un novelista es la historia de un tema y sus variaciones, este es el caso por definición de los viajeros.

[…]

Se da también el viaje aventurero, pero eso genera obras de una calidad literaria menor. Los destinos los marcan las agencias low cost. La democratización del viaje ha hecho que se lea menos.

Parece que cada vez importa menos la dimensión humana del viaje. La abolición paulatina de la diversidad, la superabundancia de imágenes y la información superficial crea un mundo cada vez más homogéneo. Al mismo tiempo, el interés por el libro de viaje ya no es ni por asomo el de los siglos anteriores.

Tras el boom y, paradójicamente, cuando la gente viaja más que nunca, el género experimenta un declive tanto en el volumen de publicaciones como en la calidad media de lo que se edita –salvando destacables excepciones–. El viaje se ha masificado, los jóvenes viajan mucho pero se van sin libros y sin haberse documentado en ellos. Se da también el viaje aventurero, pero eso genera obras de una calidad literaria menor. Los destinos los marcan las agencias low cost. La democratización del viaje ha hecho que se lea menos.

El viaje, el viajero y su relato están en crisis. El texto de viaje ha vivido una auténtica explosión en el último siglo –nunca se ha hablado tanto de viajes como hoy en día–, pero el interés por el género ha disminuido. Parece que el mundo está completo, que ya no quedan rincones por explorar. Y las tecnologías digitales han hecho creer ya no es necesario que se nos informe de la lejanía. Existen los viajes virtuales. Google Street permite recorrer las calles de cualquier ciudad y ya no quedan escritores de viajes a los que se les paguen grandes sumas por un relato, como sucedió en el siglo XVIII con la transcripción de los diarios del capitán Cook. Mariano Belenguer asegura que se trata de una crisis en el trinomio viaje-aventura-héroe: desaparecen los espacios desconocidos, el turismo masifica el viaje y el viajero va perdiendo su condición de ser extraordinario, su estatus de héroe.

Pero lo cierto es que vivimos en una época de crisis general del mito. Ya en los años setenta, Lévi-Strauss explicó que el hombre había sacrificado herramientas esenciales de su inteligencia al renunciar a su pensamiento mitológico, una abdicación que podría remontarse a los tiempos del racionalismo cuando se instrumentalizó el viaje y los científicos sobrepusieron el dato, la medición y la ciencia a la aproximación poética a la realidad. Pero es posible que la ruptura se remonte a los griegos, a la tensión entre mythos –la ficción– y logos –narración veraz– que comenzó con los presocráticos y fue una batalla que ganaron autores como Tucídides, abogados de la objetividad y el dato puro.

Walter Benjamin, en El narrador, afirma que “el arte de la narración está llegando a su fin” a causa de una crisis de la experiencia, porque en la modernidad ésta ha sido sustituida por la información. Según explica, ésta requiere ser verificada, debe ser novedosa y resultar efímera, mientras que la narración no necesita de la novedad, ni vive de la moda cotidiana pues no se agota y mantiene su fuerza a pesar del paso del tiempo. El filósofo sitúa los orígenes de esta crisis en los tiempos de la consolidación de la clase burguesa y de la prensa como instrumentos del capitalismo –es decir, el último siglo–:

La escasez en que ha caído el arte de narrar se explica por el papel decisivo jugado por la difusión de la información. Es imprescindible que la información suene plausible. Por ello es irreconciliable con la narración. Cada mañana nos instruyen sobre las novedades del orbe. A pesar de ello somos pobres en historias memorables. Esto se debe a que ya no nos alcanza acontecimiento alguno que no esté cargado de explicaciones. Con otras palabras: casi nada de lo que acontece beneficia a la narración, y casi todo a la información. Y es que la mitad del arte de narrar radica, precisamente, en referir una historia libre de explicaciones.

Para Benjamin, el narrador es un viajero que tiene una relación artesanal con su materia prima –la vida humana–, y su tarea es narrar a partir de la experiencia, la propia y la ajena, de forma sólida, útil y única:

La narración, tal como brota lentamente […] es, de por sí, la forma artesanal de la comunicación. No se propone transmitir, como lo haría la información, el parte, el «puro» asunto en sí. Más bien lo sumerge en la vida del comunicante, para poder luego recuperarlo. Por lo tanto, la huella del narrador queda adherida a la narración, como las del alfarero en la superficie de su vasija de barro.

Se trata de las historias memorables que permanecen en la memoria del lector, que se reviven al volver a ser contadas. Alguien narra y alguien escucha, y ese receptor es capaz de identificarse con esa historia. Esto supone comprensión, compasión y “apertura hacia lo extranjero”. La narración así, a diferencia de la información, puede ser huella, experiencia y también herida, la otra, por el contrario, se olvida.

En el caso del viaje, el problema reside en que los textos al servicio del turismo, llenos de datos prácticos, han ido sustituyendo al relato que procura la comprensión de la alteridad. La información rápida de internet, el turismo masivo y la ausencia de grandes relatos de viajes favorecen el peligroso viaje inmóvil:

El problema es que actualmente nos acercamos a una posibilidad efectiva, tecnológica, de ubicuidad […] Y estaremos pues inmóviles y puede ser que no podamos viajar más […] No es una casualidad que la metáfora del viaje a menudo se relacione hoy con la actividad cibernética. La gente, se dice, navega por internet. Las tecnologías de la comunicación pretenden que los sujetos existan independientemente del acto que los relaciona entre sí, de modo que intercambien informaciones sin transformarse. En este sentido, la comunicación es lo contrario del viaje, porque este implica la construcción de uno mismo a través del encuentro con el otro y aquella, en cambio, presupone lo que el viaje intenta crear: sujetos individuales bien constituidos. El hommo communicans no se pregunta quién es, enuncia lo que sabe e intenta aprender lo que no sabe; el viajero ideal intenta existir, formarse y nunca sabrá quién o qué es en realidad. La práctica turística actual, en este sentido, no tiene mucho que ver con el viaje, sino con la comunicación.

La escritura de viaje es vehículo de entendimiento: los ensayos viajados contemporáneos, las grandes obras de la literatura universal –historias memorables emparentadas con el viaje–, las crónicas de las hazañas de los viajeros cuyas huellas se han adherido a la memoria de la humanidad. “Viajar hace a los hombres discretos”, dijo Cervantes; es “un ejercicio de mutua tolerancia que nos enseña la mutua estimación”, como dijo Lawrence Sterne.

Lo que importa no es el paisaje, sino lo que sugiere. De ahí que sea necesario el cronista que entiende su relato como arte, capaz de interpretar, de formular nuevas propuestas de comprensión.

Por eso el texto de viaje que sigue siendo pertinente es el que todavía cuenta historias imperecederas, no el relato «espejo», reflejo fiel y objetivo de lo que ve. Ese ya no es necesario. El viaje descriptivo tenía razón de ser cuando el mundo estaba aún por descubrir y la única posibilidad de contemplar el espectáculo de la lejanía era a través de los ojos del viajero. Pero desde el Romanticismo no tiene relevancia. La literatura de viajes está ya muy llena de hombres que en lugar de ver, han reconocido; que en lugar de viajar, han vuelto, aunque nunca hubieran estado allí. Ese «reconocimiento» ya no se necesita en la época de las redes sociales y las imágenes: ¿Para qué describir hoy las pirámides o el Tah Majal, los sombreros de los vietnamitas, el leopardo de las nieves y el Himalaya cuando todo ello está al alcance en Internet, en las revistas y en la televisión?

Lo que importa no es el paisaje, sino lo que sugiere. De ahí que sea necesario el cronista que entiende su relato como arte, capaz de interpretar, de formular nuevas propuestas de comprensión. “Si el principio del arte fuera la imitación […] el artista más sublime sería el espejo que con más fidelidad retratase los objetos”.

El texto de viaje como arte no imita la vida sino que crea realidad, no reproduce sino que propone. Y la escritura debe estar al servicio de la comprensión, no de la reproducción. Porque ¿qué es la realidad? Una palabra maleable que no terminamos de saber qué significa y que a veces designa, como dijo José Asunción Silva, lo trivial, lo cotidiano, lo insignificante. La realidad no significa nada sin comillas, explicó Nabokov.

Y por eso hay que desconfiar de los espejos, porque nunca son del todo fiables y son más bien espejismos, no reflejan sino que deforman. Son más pertinentes las interpretaciones. Reproducir es lo que ya hace la televisión y los otros medios espejo.

La periodista y escritora colombiana Juliana González-Rivera, autora de ‘La invención del viaje’. /Fotografía de B. Moya/ Anaya

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