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Monumento de los mártires, en Argel.

Alice Zeniter entra en la historia de Argelia, la descolonización y la identidad

WMagazín publica el comienzo de uno de los libros destacados de septiembre: 'El arte de perder' (Salamandra). Con esta novela, la joven escritora francesa se confirmó como una de las voces relevantes de la década en su país

Presentación WMagazín Con 33 años y cuatro novelas premiadas, Alice Zeniter se ha convertido en una de las escritoras francesas más relevantes del siglo XXI. El arte de perder (Salamandra), su cuarta obra, no solo ha recibido críticas elogiosas en su país, sino que ganó la primera edición del Premio Goncourt España en 2017. La novela aborda el proceso y las consecuencias de la descolonización a través de una saga familiar de Argelia. El curso de la historia, guerras, políticas y demás sucesos se reflejan en estas páginas en la manera como todo eso impacta en la población, en unos personajes creados por Zeniter en quienes todo eso moldea de forma silenciosa algo esencial: la identidad. La memoria, el silencio y los recuerdos sobre las raíces.

Es la gran historia como talladora de la construcción de la identidad con personas que ven la necesidad y pulsión de conocer o recuperar sus orígenes. Alice Zeniter se inspiró en su propia familia: es nieta de un harki, argelinos que combatieron con el ejército francés durante la guerra de liberación (1954-1962).

WMagazín abre con El arte de perder, de Zeniter, el apartado de Avances Literarios Exclusivos en la programación especial del mes de agosto, que llegará a las librerías españolas en septiembre. En un diálogo con el pasado y el presente, la novela empieza en los años treinta en Argelia y termina en el París actual. Un fresco de uno de los temas de nuestra época, colonización, lucha, descolonización, mezcla, multiculturalidad, origen, futuro…

«Para Naïma, Argelia, el país del que procede su familia, ha sido durante mucho tiempo solamente un telón de fondo sin mucho interés. Sin embargo, en una sociedad francesa agitada por el debate identitario, todo parece querer devolverla a sus orígenes.
Pero ¿qué relación puede tener ella con una historia familiar que nunca le han contado? Ni su padre, llegado el verano de 1962 a uno de los campos de tránsito construidos a toda prisa en Francia, habla de la Argelia de su infancia. ¿Cómo hacer resurgir del silencio un país?. El arte de perder también es una gran novela sobre la libertad de ser uno mismo, por encima de las herencias y los imperativos íntimos y sociales», explica la editorial Salamandra.

Es ahí donde Alice Zeniter despliega su conocimiento de la historai, del arte de narrar y su sensibilidad. A los 16 años publicó su primera novela, Deux moins un égal zéro, premio literario de la ciudad de Caen. En 2010 publicó su segunda novela, Jusque dans nos bras, premio literario Porte Dorée y premio Fundación Laurence Trân. Enseñó francés en el extranjero, sobre todo en Hungría, donde vivió varios años y fue ayudante en prácticas de dirección de la compañía teatral Kreatakor, del realizador Arpad Schilling. Más tarde colaboró en varias realizaciones de la compañía teatral Pandora, y en 2013 trabajó como dramaturga para la compañía Kobal’t. Ese mismo año, su novela Domingo sombrío (Acantilado) recibió el premio Inter y el premio de los
lectores de L’Express.

Parte del tema de El arte de perder Zeniter ya lo abordó en Domingo sombrío. Allí habla sobre las sombras de Hungría y los países del Este bajo la órbita soviética. Una novela sobre la inmovilidad de las nuevas generaciones cuya reseña en WMagazín puedes leer en este enlace.

Es hora de asomarnos al nuevo mundo que plantea Alice Zeniter en el siguiente avance literario:

La escritora, dramaturga y directora francesa Alice Zeniter (Clamart, Francia, 1986).

'El arte de perder'

Por Alice Zeniter

Prólogo

Desde hace unos años, Naïma experimenta un nuevo tipo de padecimientos: los que ahora acompañan sistemáticamente a las resacas. No es sólo que tenga dolor de cabeza, la boca pastosa o el estómago hecho polvo; cuando abre los ojos después de una noche de farra (ha tenido que espaciarlas: ya no aguantaba aquel sufrimiento una vez por semana, ni siquiera cada dos semanas), lo primero que le viene a la cabeza es: «No lo conseguiré».

Durante algún tiempo se preguntó a qué fracaso inevitable se refería esa frase. Tal vez aludiera a su incapacidad para soportar la vergüenza que siempre le producía su comportamiento de la noche anterior («Levantas la voz, te inventas cosas, buscas sistemáticamente la atención, eres vulgar»), o a los remordimientos por haber bebido tanto y no saber parar («Tú fuiste quien gritó: ‘¡Venga ya, no nos vamos a ir a la cama tan pronto…!”). También podía estar relacionada con el malestar físico que la inutilizaba… pero al final lo entendió.

Los días de resaca le ponen delante de los ojos la enorme dificultad que supone estar vivo, una dificultad que la voluntad habitualmente logra disimular.

«No lo conseguiré».

En general: no conseguiré levantarme por la mañana, ni comer tres veces al día, ni amar, ni dejar de amar, ni cepillarme el pelo, ni pensar, ni moverme, ni respirar, ni reír.

A veces no es capaz de disimularlo y, cuando entra en la galería, se le escapa la confesión.

—¿Cómo estás?

—No lo conseguiré.

Kamel y Élise se ríen o se encogen de hombros. No comprenden. Naïma los ve ir y venir por la sala de exposiciones sin que sus movimientos se hayan ralentizado apenas por los excesos de la noche anterior, inmunes a la revelación que a ella la anonada: la vida diaria es una prueba de alta competición y la acaban de descalificar.

 

Y, como no lo va a conseguir, es mejor que los días de resaca sean días vacíos. Vacíos de todo. De las cosas buenas, que sólo podrían estropearse, y de las malas, que, al no encontrar ninguna resistencia en su interior, lo destruirían todo.

Los días de resaca sólo tolera la pasta, en cantidades asumibles, con un poco de mantequilla y sal: un sabor suave, casi nulo… y las series de televisión. En los últimos años, los críticos se han cansado de decir que hemos asistido a una mutación extraordinaria, que las series de televisión han alcanzado la categoría de obra de arte, que son fantásticas.

Tal vez. Pero a Naïma no la harán cambiar de opinión: la auténtica razón de ser de las series de televisión son los domingos de resaca, esos que hay que conseguir llenar sin salir de casa.

El día siguiente siempre es un milagro: se recupera el valor de vivir, la sensación de que se puede conseguir algo. Es como volver a nacer. Si Naïma sigue bebiendo, muy probablemente es porque existe el día siguiente.

Está el día siguiente a una curda: el abismo.

Y luego el día siguiente al día siguiente: la felicidad.

La alternancia de ambos da forma a la vida de Naïma: un incesante batallar contra la fragilidad.

 

Esa mañana, como de costumbre, Naïma espera la llegada de la mañana siguiente como la cabra del señor Seguin espera la salida del sol.

«De vez en cuando, la cabra del señor Seguin miraba hacia las estrellas, que danzaban en el sereno firmamento, y se decía: ‘¡Ay, si consiguiera llegar al amanecer…!».

Luego, cuando sus ojos apagados se hunden en la negrura del café, que refleja la lámpara del techo, un segundo pensamiento se desliza junto al habitual, parasitario y violento «No lo conseguiré»; una rasgadura, por así decirlo, perpendicular a la primera.

Al principio es un pensamiento tan fugaz que Naïma no consigue identificarlo, pero poco a poco empieza a distinguir algunas palabras:  «…sabéis lo que hacen vuestras hijas en las grandes ciudades…».

¿De dónde sale ese retazo de frase que le da vueltas en la cabeza?

Se va a trabajar. A lo largo del día, otras frases se acumulan alrededor del fragmento inicial.

«Llevan pantalones».

«Beben».

«Se comportan como putas».

«¿Qué creéis que hacen cuando dicen que están estudiando?».

Y, cuando Naïma trata desesperadamente de comprender qué tiene que ver ella con esa escena (¿estaba presente cuando esa conversación tuvo lugar?, ¿la ha oído en la televisión?), lo único que logra reflotar en su memoria agarrotada es el rostro enfurecido de su padre, Hamid, con el ceño fruncido y los labios apretados para no gritar.

«Vuestras hijas, que llevan pantalones».

«Se comportan como putas».

«Han olvidado de dónde vienen».

La cara de Hamid, tras la máscara de la ira, se superpone a las fotografías de un artista sueco que penden de las paredes de la galería, alrededor de Naïma: cada vez que vuelve la cabeza, ve el rostro flotando a media altura de la pared blanca, sobre los cristales antirreflectantes que protegen las obras.

—Lo dijo Mohamed en la boda de Fatiha —le aclara su hermana por teléfono esa misma noche—, ¿no te acuerdas?

—¿Y hablaba de nosotras?

—De ti no: eras demasiado pequeña, aún debías de ir al colegio.

Hablaba de mí y de las primas. Lo más gracioso…

Myriem se echa a reír y el sonido de su risa se mezcla con el extraño chisporroteo de la llamada a larga distancia.

—¿Sí?

—Lo más gracioso es que quería darnos una gran lección de moral musulmana cuando él estaba como una cuba. ¿De verdad no
recuerdas nada?

Tras hurgar en su memoria con paciencia y tesón, Naïma consigue desenterrar algunas imágenes sueltas: el vestido blanco y rosa de Fatiha, de un tejido sintético brillante; el guirigay durante el vino de honor en el jardín de la sala de fiestas; el retrato del presidente Mitterrand en el ayuntamiento («Está demasiado viejo para ser presidente», recuerda que pensó); la letra de la canción de Michel Delpech sobre Loir y Cher; el rostro ruborizado de su madre (Clarisse se pone colorada hasta las orejas, cosa que siempre les ha hecho gracia a sus hijos); el de su padre, dolorosamente crispado, y, por fin, las palabras de Mohamed, al que vuelve a ver tambaleándose entre los invitados en plena tarde, con un atuendo beige que lo envejece:

«¿Qué creéis que hacen vuestras hijas en las grandes ciudades? Dicen que van allí a estudiar, pero miradlas: llevan pantalones, fuman, beben, se comportan como putas. Han olvidado de dónde vienen».

 

Lleva años sin ver a su tío en una comida familiar, pero nunca había relacionado su ausencia con la escena que acaba de volver a su memoria: simplemente pensaba que Mohamed había iniciado por fin su vida de adulto. Figura eternamente adolescente, con sus gorras, sus chaquetas de chándal fosforito y su apático desempleo, había tardado mucho en irse de casa: la muerte de Ali, su padre, le había dado un excelente motivo para no marcharse. Su madre y sus hermanas lo llamaban por la primera sílaba de su nombre, alargándola hasta el infinito cuando le gritaban de una punta a otra del piso o desde la ventana de la cocina, si estaba holgazaneando en un banco del parque infantil:

—¡Mooooooooo!

Naïma recuerda que, cuando era pequeña, a veces su tío iba a pasar el fin de semana a su casa.

—Padece mal de amores —les explicaba Clarisse a sus hijas con la compasión casi médica de aquellos que viven una historia de amor tan larga y tranquila que parece haber borrado incluso el recuerdo de las penas del corazón.

A Naïma y a sus hermanas, Mo, con su indumentaria chillona y sus zapatillas de baloncesto, siempre les parecía un poco ridículo cuando lo veían caminando por el inmenso jardín de sus padres o sentado bajo la pérgola junto a su hermano mayor, pero ahora que lo piensa (Naïma es incapaz de distinguir lo que va inventándose sobre la marcha para suplir los recuerdos erosionados de lo que se inventó en su día como venganza por haber sido excluida de las conversaciones de los adultos) le parece que Mohamed era infeliz por motivos muy distintos a sus desengaños amorosos. Cree haberlo oído hablar de su juventud desperdiciada, marcada por las latas de cerveza en descansillos de escalera y los trapicheos con el costo. Cree haberlo oído decir (a no ser que hubiera sido Hamid, o Clarisse, quien se permitiera ese juicio retrospectivo) que nunca debió dejar el instituto. Lo recuerda diciéndole a su hermano Hamid que, en los años ochenta, el barrio ya no era el mismo, y que no se le podía reprochar que no haya creído en las oportunidades. Cree haberlo visto llorando bajo las oscuras flores de la clemátide mientras Hamid y Clarisse murmuraban frases apaciguadoras… Pero no está segura de nada. Llevaba años sin pensar en Mohamed (a veces le da por hacer la lista silenciosa de sus tíos y tías sólo para comprobar que no se deja ninguno, y cuando se lo deja, se aflige). Por lo que recuerda, Mohamed siempre estaba triste. ¿En qué momento decidió que su pena tenía el tamaño de un país añorado y de una religión perdida?

Las palabras de su tío vestido de fosforito dan vueltas en su cabeza como la insoportable musiquilla del tiovivo que está instalado justo debajo de su ventana.

¿Y ella qué? ¿Ha «olvidado de dónde viene»?

Con esas palabras, Mohamed se refería a Argelia: les reprochaba a las hermanas y a las primas de Naïma que se hubieran olvidado de un país que no conocían. Ni él tampoco, por lo demás, porque nació en la barriada de Pont-Féron. ¿De qué se iban a olvidar?

Si yo escribiera la historia de Naïma, desde luego no la iniciaría en Argelia. Nació en Normandía. De eso es de lo que habría que hablar: de las cuatro hijas de Hamid y Clarisse que juegan en el jardín, de las calles de Alenzón, de las vacaciones en el Cotentin.

Sin embargo, si hay que creer a Naïma, Argelia siempre estuvo ahí, en alguna parte. Era una suma de elementos: su nombre, su piel oscura, su pelo negro, los domingos en casa de Yema… Ésa es la Argelia que nunca pudo olvidar porque la llevaba dentro y se le veía en la cara. Si alguien le dijera que eso que describe no es en absoluto Argelia, que son las señas de identidad de una inmigración magrebí a Francia, a cuya segunda generación pertenece (como si nunca se dejara de inmigrar, como si ella misma estuviera en movimiento), mientras que Argelia es un país real que existe físicamente al otro lado del Mediterráneo, puede que Naïma se detuviera un momento y luego reconociera que sí, que es cierto: la «otra» Argelia, el país, no empezó a existir para ella hasta mucho más tarde, en el año en que cumplió los veintinueve.

 

Para eso será necesario el viaje. Será necesario ver aparecer Argel desde la cubierta del ferry para que el país resurja del silencio que lo había ocultado mejor que la niebla más espesa.

Hacer que un país resurja del silencio es una tarea lenta, más aún si ese país es Argelia. Sus 2.381.741 kilómetros cuadrados de superficie lo convierten en el décimo país más grande del mundo, el primero del continente africano y del mundo árabe. El ochenta por ciento de esa superficie está ocupado por el Sáhara, eso lo sabe Naïma por la Wikipedia, no por los relatos familiares ni por haber recorrido su territorio. Cuando necesitas buscar información en la Wikipedia sobre el país del que se supone que eres originaria, puede que tengas un problema. Puede que Mohamed tenga razón. Así que esto no empieza en Argelia.

O en realidad sí, pero no empieza con Naïma.

  • El arte de perder. Alice Zeniter. Traducción del francés de José Antonio Soriano Marco (Salamandra).

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