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Detalle de ‘Leyendo’, pintura de Gerhard Richter, para la portada de ‘Los años’, de Annie Ernaux.

Annie Ernaux relata su vida imbricada en el agitado medio siglo de Francia

La escritora francesa, que recibirá este septiembre el Premio Formentor de las Letras, trasciende en 'Los años' sus recuerdos a partir de fotos, documentos, objetos y palabras. WMagazín avanza un pasaje de esta autobiografía honda y renovadora

Presentación WMagazín La obra de la francesa Annie Ernaux es un “implacable ejercicio de veracidad que penetra los más íntimos recovecos de la conciencia”, afirmó el jurado que le concedió el Premio Formentor de las Letras 2019 que recibirá este 20 de septiembre. Con ese motivo se han recuperado varios libros de la autora francesa y hecho nuevas traducciones. Uno de esos libros es Los años, editado por Cabaret Voltaire, uno de los mejores para conocer su territorio literario que aquí va más allá de lo autobiográfico para fundirse con la historia de Francia durante seis décadas. Un relato sincero, honesto y transparente esparcido de poesía, de reflexiones sobre la vida, el ser, el compromiso, el dolor y, claro, el tiempo, el tiempo florecido de ilusión y pasión con su estela de melancolía.

WMagazín publica en primicia el comienzo de Los años que llegará a las librerías el 11 de septiembre. Con esta obra Annie Ernaux (Lillebonne, 1940) ganó los premios Marguerite Duras y de la Lengua Francesa en 2008. Aquí transita por el Tiempo, es decir la memoria, lo ido que es revisado, para ser retenido. Reconstruye su vida en una estructura fragmentada, al ritmo y con las intermitencias de la manera como la vida llega al cerebro y se aloja en la memoria y es pensada y sentida para luego ser devuelta a la vida a través de los recuerdos y las evocaciones sin máscaras ni artificios.

Antes de que se pusiera de moda la literatura del Yo, Annie Ernaux ya lo hacía con un estilo propio, acerado, crudo y emotivo al mismo tiempo. No es un yo exhibicionista o narcisista, es uno que se pregunta desde dentro, que no termina de comprender, que se detiene en los detalles, que es el detalle sin tapujos, que se narra a sí mismo. Eso hace de sus libros narraciones íntimas y privadas con sentido sociológico y vocación psicológica. Escarba con la palabra, siente con la palabra; la palabra escrita como búsqueda de conocimiento, solución, salvación o consuelo, quizás.

Se aprecia en títulos como El lugar (premio Renaudot, 1984), La mujer helada (Cabaret Voltaire), Pura pasión (Tusquets), No he salido de mi noche (Cabaret Voltaire), El acontecimiento (Tusquets), La ocupación (Herce), La vergüenza, (Tusquets), Los años y La otra hija (KRK).

Con ellos Annie Ernaux ha explorado y contado los laberintos de las emociones y sus zozobras sin pudor como pocos autores. La vida tal cual como literatura. Eso crea otra belleza, inquietante, reconocible por ser experimentada por todos en algún momento y, por ende, creada por todos de manera secreta por que, a veces, no se admite. La fragilidad y vulnerabilidad del ser humano antes sus pasiones, deseos y aspiraciones, sus sentimientos en suma.

Puedes leer el comienzo de Los años a continuación:

La escritora francesa Annie Ernaux. /Foto cortesía Cabaret Voltaire

'Los años'

Por Annie Ernaux

 

Todas las imágenes desaparecerán.

la mujer en cuclillas que orinaba a plena luz del día detrás de un barracón que hacía las veces de bar, junto a las ruinas, en Yvetot, después de la guerra, se subía las bragas de pie, con la falda remangada, y se volvía al bar

la cara cubierta de lágrimas de Alida Valli bailando con Georges Wilson en la película Una larga ausencia

el hombre con el que nos cruzábamos en una acera de Padua, en el verano de 1990, con las manos pegadas a los hombros, evocando inmediatamente el recuerdo de la talidomida prescrita a las mujeres embarazadas contra las náuseas treinta años antes y a la vez el chiste que se contaba justo después: una futura madre está tejiendo una canastilla mientras toma talidomida, una vuelta, una pastilla. Una amiga espantada le dice, no sabes que tu bebé puede nacer sin brazos, y ella contesta, sí, ya lo sé, pero no sé tejer mangas

Claude Piéplu, a la cabeza de un regimiento de legionarios, con la bandera en una mano y con la otra tirando de una cabra, en una película de Los Charlots

esa dama majestuosa, enferma de Alzheimer, vestida con una camisola de flores como el resto de los pensionistas de la residencia de ancianos, pero ella, con un chal azul por los hombros, caminando sin cesar a zancadas por los pasillos, con altivez, como la duquesa de Guermantes en el Bois de Boulogne y que evocaba a Céleste Albaret tal y como apareció una noche en un programa de Bernard Pivot

en un escenario de teatro al aire libre, la mujer encerrada en una caja que unos hombres habían atravesado de parte a parte con lanzas de plata, rescatada viva porque se trataba de un truco de prestidigitación denominado El martirio de una mujer

las momias en harapos de encaje colgando de las paredes del convento dei Cappuccini de Parlermo la cara de Simone Signoret en el cartel de Thérèse Raquin

el zapato girando en una plataforma rotatoria de una tienda de la cadena André en la Rue Gros-Horloge en Rouen, y alrededor la misma frase desfilando continuamente: «Con Babybota el bebé trota y crece bien»

el desconocido de la estación Termini en Roma, que había bajado a medias el estor de su compartimento de primera e invisible hasta la cintura, de perfil, manipulaba su sexo en dirección a unas jóvenes viajeras del tren del andén de enfrente, acodadas en la barra de la ventanilla

aquel tipo en un anuncio en el cine de Paic Vajilla, que rompía alegremente los platos sucios en lugar de lavarlos. Una voz en off decía severamente «¡Esa no es la solución!» y el tipo miraba con aire desesperado a los espectadores, «¿y cuál es la solución?»

la playa de Arenys de Mar junto a las vías del ferrocarril, el cliente del hotel que se parecía al animador radiofónico belga Zappy Max

el recién nacido agitado en el aire como un conejo desollado en la sala de partos de la clínica Pasteur de Caudéran, vuelto a ver media hora más tarde, todo vestido, durmiendo de costado en la cunita, con una mano fuera y la sábana estirada hasta los hombros

la silueta vivaracha del actor Philippe Lemaire, casado con Juliette Gréco

en un anuncio en la tele, el padre, oculto tras su periódico, intentando en vano lanzar al aire un bombón Picorette y atraparlo con la boca como su hija pequeña

una casa con un cenador cubierto de parras, que era un hotel en los años sesenta, en el 90 A de la Fondamenta delle Zattere, en Venecia

los cientos de rostros petrificados, fotografiados por la Administración antes de su partida hacia los campos de concentración, en las paredes de una sala del museo del Palais de Tokyo, en París, a mediados de los años 1980

el retrete instalado justo sobre el río, en el patio trasero de la casa de Lillebonne, los excrementos mezclados con el papel arrastrados lentamente por el agua que chapoteaba alrededor

todas las imágenes crepusculares de los primeros años, con los charcos luminosos de un domingo de verano, las de los sueños en los que resucitan los padres muertos, en los que caminamos por rutas indefinibles

la de Escarlata O’Hara arrastrando por las escaleras al soldado yanqui al que acaba de matar o corriendo por las calles de Atlanta en busca de un médico para Melania que va a dar a luz

de Molly Bloom acostada junto a su marido y acordándose de la primera vez que un muchacho la besó y ella dijo sí sí sí

de Elisabeth Drummond asesinada junto a sus padres en una carretera de Lurs, en 1952

las imágenes reales o imaginarias, las que perduran hasta durante el sueño
las imágenes de un momento bañadas por una luz que les es propia

Se desvanecerán todas de golpe como ha sucedido con los millones de imágenes que estaban tras las frentes de los abuelos muertos hace medio siglo, de los padres, muertos también ellos. Imágenes donde aparecíamos como niñas en medio de otros seres ya desaparecidos antes de que naciéramos, igual que en nuestra memoria están presentes nuestros hijos pequeños junto a nuestros padres y nuestras compañeras de colegio. Y un día estaremos en el recuerdo de nuestros hijos entre nietos y personas que aún no han nacido. Como el deseo sexual, la memoria no se detiene nunca. Empareja a muertos y vivos, a seres reales e imaginarios, el sueño y la historia.

 

Se anularán súbitamente los miles de palabras que han servido para nombrar las cosas, las caras de las personas, los actos y los sentimientos, que han ordenado el mundo, que han hecho latir el corazón y humedecer el sexo.

los eslóganes, los grafitis en las paredes de las calles y de los váteres, los poemas y los chistes verdes, los títulos

anamnesis, epígono, noema, teorético, los términos copiados en una libreta con su definición para no mirar cada vez en el diccionario

los giros que otros utilizaban con naturalidad y que nos sentíamos incapaces de llegar a usarlos un día, resulta innegable que, no queda sino admitir que

las frases tremendas que habríamos debido olvidar, más tenaces que otras por el esfuerzo mismo hecho para borrarlas, pareces una puta mustia

las frases de los hombres en la cama por la noche. Hazme lo que quieras, soy tu cosa

existir es beberse sin sed, de Jean-Paul Sartre

¿dónde estaba usted el 11 de septiembre de 2001?

in illo tempore el domingo en misa

un carroza, ¡menudo zipizape!, ¡chachi!, ¡eres un garrulo! Expresiones en desuso, escuchadas de nuevo por casualidad, bruscamente valiosas como objetos perdidos y reencontrados, y nos preguntamos cómo han podido conservarse

las palabras relacionadas para siempre con una persona como una divisa, en un lugar preciso de la nacional 14, porque un ocupante del coche las ha dicho justo cuando pasábamos por ahí y no podemos volver a pasar por el mismo sitio sin que esas palabras nos salten a la cara como los surtidores enterrados del Palacio de Verano de Pedro el Grande que brotan cuando los pisamos

los ejemplos gramaticales, las citas, los insultos, las canciones, las frases copiadas en nuestras libretas durante la adolescencia

el padre Trublet recopilaba, recopilaba, recopilaba

la gloria para una mujer es el duelo resplandeciente de la felicidad, de Germaine de Staël

nuestra memoria está fuera de nosotros, en un soplo lluvioso del tiempo, de Proust

el colmo de una monja es ponerse enferma y no tener cura

no es lo mismo irse la mona a dormir que irse a dormir la mona

era un don, un cerdito con un corazón / comprado en el mercado por cien perras / cien perras de las de antes de la guerra

mi historia es la historia de un amor

¿se puede trastear con un trasto? ¿Se puede meter un pitorro en un chisme?

(soy el mejor, a esto no me gana nadie: me llamo Paco pero puedes llamarme pa’comé; ¿araña? No, gato; ¿vino de la casa, señor? ¡Y a usted qué le importa de dónde vengo!; ¿está Consuelo? No. ¿Pues entonces dónde pisa?; ¿está Conchita? No, está con Tarzán; ¿a qué hora llega el avión de Caracas? Viene demorado. Bonito color, pero ¿a qué hora llega? Chistes y juegos de palabras escuchados mil veces, ni sorprendentes ni graciosos desde hacía tiempo, irritantes de puro obvios, que solo servían para consolidar la complicidad familiar y que habían desaparecido ya al romperse la pareja pero que de vez en cuando volvían a la boca, sin venir a cuento, incongruentes, porque era lo único que quedaba tras años de separación)

las palabras o expresiones que no podemos entender cómo existieron en otro tiempo, mazacote (carta de Flaubert a Louise Colet), planchar la oreja (George Sand a Flaubert)

el latín, el inglés, el ruso aprendido en seis meses por amor a un soviético y del que solo quedaba da svidania, ya tebia liubliu karasho

cariño, ¿tú y yo qué somos? Dos pronombres

esas metáforas tan usadas que te extraña que haya gente que se atreva a decirlas, la guinda del pastel

oh Madre sepultada fuera del primer jardín, de Charles Peguy

andar más perdido que Carracuca que más tarde cambió a más perdido que un pato o que un pulpo en un garaje, expresiones que van pasando de moda

las palabras de hombre que no nos gustaban, correrse, meneársela

las aprendidas durante la carrera, que daban la impresión de vencer la complejidad del mundo. Una vez pasado el examen, desaparecían aún más rápido de lo que habían aparecido

las frases repetidas, horripilantes, de los abuelos, de los padres, más vivas que sus propios rostros después de muertos, ya me ocupo yo, no le des más vueltas

las marcas de productos antiguos, de breve duración, cuyo recuerdo fascinaba más que el de una marca conocida, el champú Dulsol, el chocolate Cardon, el café Nadi, como un recuerdo íntimo, imposible de compartir

Y pasaron las grullas, de Mikhail Kalatozov

Marianne de mi juventud, de Julien Duvivier

Madame Soleil sigue entre nosotros

«al mundo le falta fe en una verdad trascendente», de Renouvier

Todo se borrará en un segundo. El diccionario acumulado de la cuna hasta el lecho de muerte se eliminará. Llegará el silencio y no habrá palabras para decirlo. De la boca abierta no saldrá nada. Ni yo ni mí. La lengua seguirá poniendo el mundo en palabras. En las conversaciones en torno a una mesa familiar seremos tan solo un nombre,
cada vez más sin rostro, hasta desaparecer en la masa anónima de una generación remota.

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