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Las banderas de España y Cataluña.

Anotaciones sobre el nacionalismo, según George Orwell

La declaración de independencia unilateral de Cataluña (España), por parte de su parlamento, revive el texto del escritor británico escrito en 1945 después de la Segunda Guerra Mundial. WMagazín te invita a la lectura de algunos pasajes del texto orwelliano

Introducción WMagazín: Los hechos ocurridos este 27 de octubre de 2017 en Cataluña sobre la declaración de independencia unilateral de España, aprobada por el Parlamento de Cataluña, hace que cobre vigencia uno de los textos más destacados sobre nacionalismos escrito por el escritor británico George Orwell  (1903-1950).  WMagazín reproduce el comienzo de dicho artículo y algunos pasajes del texto completo.

Antes, el comienzo de la noticia dada por el diario español El País: «El Parlament ha aprobado, por 70 votos secretos a favor, diez en contra y dos abstenciones, la propuesta de Junts pel Sí y la CUP que propone declarar la independencia y abrir un proceso constituyente que «acabe con la redacción y aprobación de la constitución de la república». El texto insta, además, al Govern a desplegar la ley de transitoriedad. La oposición se ha ausentado en el momento de la votación».

Ahora los invitamos a la lectura de George Orwell:

Notas sobre el nacionalismo

En algún lugar de su obra, Byron emplea la palabra francesa longueur y aprovecha para señalar que, aunque en Inglaterra no tengamos esa palabra, poseemos en abundancia lo que esta enuncia. Del mismo modo, hoy en día existe un hábito mental tan extendido que afecta a nuestras ideas sobre casi cualquier tema, pero que aún no tiene nombre. Como su equivalente más cercano, he escogido la palabra nacionalismo; sin embargo, como se verá, no la empleo en su sentido corriente, quizá porque la emoción de la que hablo no siempre está vinculada a lo que llamamos «nación», es decir, a una raza o a una zona geográfica. Puede estar ligada a una Iglesia o a una clase social, o funcionar de un modo puramente negativo, contra algo o alguien, sin necesidad de que haya ningún objeto positivo al cual se adhiera.

Cuando digo «nacionalismo» me refiero antes que nada al hábito de pensar que los seres humanos pueden clasificarse como si fueran insectos y que masas enteras integradas por millones o decenas de millones de personas pueden confiadamente etiquetarse como «buenas» o «malas». Pero, en segundo lugar —y esto es mucho más importante—, me refiero al hábito de identificarse con una única nación o entidad, situando a esta por encima del bien y del mal y negando que exista cualquier otro deber que no sea favorecer sus intereses. El nacionalismo no debe confundirse con el patriotismo, aunque ambas palabras se usan normalmente con tanta vaguedad que cualquier definición es susceptible de ser sometida a discusión. Sin embargo, es preciso distinguir entre ellas, puesto que aluden a dos cosas distintas, incluso opuestas. Por «patriotismo» entiendo la devoción a un lugar determinado y a una determinada forma de vida que uno considera los mejores del mundo, pero que no tiene deseos de imponer a otra gente. El patriotismo es defensivo por naturaleza, tanto militar como culturalmente. El nacionalismo, en cambio, es inseparable del deseo de poder; el propósito constante de todo nacionalista es obtener más poder y más prestigio, no para sí mismo, sino para la nación o entidad que haya escogido para diluir en ella su propia individualidad.

El nacio­na­lismo es hambre de poder alimen­tada por el autoen­gaño. Todo nacio­na­lista es capaz de la más flagrante desho­nes­ti­dad, pero también —desde que esta consiente de servir algo más grande que a él mismo— está firme­mente seguro de estar en lo correcto.

Mientras se aplique en exclusiva a los movimientos nacionalistas más notables y reconocibles de Alemania, Japón y otros países, lo anterior resulta bastante obvio. Frente a un fenómeno como el nazismo, que podemos observar desde fuera, casi todos diríamos más o menos las mismas cosas. Pero aquí debo repetir lo que ya he dicho antes: que solo empleo la palabra nacionalismo a falta de otra mejor. El nacionalismo, en el sentido amplio que le doy a la palabra, incluye movimientos y tendencias como el comunismo, el catolicismo político, el sionismo, el antisemitismo, el trotskismo y el pacifismo. No necesariamente implica lealtad a un gobierno o a un país —y mucho menos a la propia nación—, y ni siquiera es estrictamente necesario que las entidades a las que alude existan en realidad. Por nombrar unos cuantos ejemplos obvios, el judaísmo, el islam, la cristiandad, el proletariado y la raza blanca son todos ellos objeto de apasionados sentimientos nacionalistas, pero su existencia puede ser seriamente cuestionada y ninguno posee una definición aceptada universalmente.

Además, vale la pena insistir en que el sentimiento nacionalista puede ser puramente negativo. Hay trotskistas, por ejemplo, que simplemente se han convertido en enemigos de la URSS, sin desarrollar la correspondiente lealtad a cualquier otra entidad. Cuando uno percibe las implicaciones de algo así, la naturaleza de aquello a lo que llamo «nacionalismo» se vuelve mucho más clara: un nacionalista es alguien que piensa únicamente, o principalmente, en términos de prestigio competitivo. Puede ser un nacionalista positivo o negativo —esto es, puede usar su energía mental en ensalzar o denigrar—, pero, en todo caso, su pensamiento gira siempre en torno a victorias y derrotas, triunfos y humillaciones. Ve la historia, en especial la historia contemporánea, como el interminable ascenso y declive de grandes unidades de poder, y cualquier cosa que ocurra le parece una demostración de que su propio bando está en ascenso y de que algún odiado rival ha comenzado a declinar. Con todo, es importante no confundir el nacionalismo con el mero culto al éxito. El nacionalista no sigue el elemental principio de aliarse con el más fuerte. Por el contrario, una vez elegido el bando, se autoconvence de que este es el más fuerte, y es capaz de aferrarse a esa creencia incluso cuando los hechos lo contradicen abrumadoramente. El nacionalismo es sed de poder mitigada con autoengaño. Todo nacionalista es capaz de incurrir en la deshonestidad más flagrante, pero, al ser consciente de que está al servicio de algo más grande que él mismo, también tiene la certeza inquebrantable de estar en lo cierto.

(…)

Sería una sobre­sim­pli­fi­ca­ción decir que todas las formas de nacio­na­lismo son iguales, aún en sus esque­mas mentales, pero hay cier­tas reglas que apli­can bien a todos los casos. Las siguientes son las prin­ci­pales carac­terís­ti­cas del pensa­miento nacio­na­lista:

En térmi­nos gene­rales, ningún nacio­na­lista piensa, habla o escribe sobre otra cosa que la super­io­ri­dad de su propia unidad. Es difí­cil, sino impo­sible, para cualquier nacio­na­lista escon­der su leal­tad. Si la unidad de su leal­tad es un país, decla­rará la super­io­ri­dad de éste no sólo en térmi­nos mili­tares y de virtud polí­tica, sino también en el arte, la lite­ra­tura, el deporte, la estruc­tura lingüís­tica, la belleza física de sus habi­tantes, y quizás incluso hasta en el clima, paisajes y cocina. Mostrará una gran sensi­bi­li­dad sobre aspec­tos tales como la correcta manera de enar­bo­lar la bandera, tamaños rela­ti­vos de titu­lares y el orden en que los distin­tos países son nombra­dos. La nomen­cla­tura juega un papel impor­tante en el pensa­miento nacio­na­lista.

Inestabilidad

La inten­si­dad con que son senti­das no impide que las leal­tades nacio­na­lis­tas sean trans­fe­ribles. De parti­cu­lar interés es la retrans­fe­ren­cia. Un país u otra unidad que ha sido idola­trada por años puede repen­ti­na­mente deve­nir odiada, y otro objeto de afecto puede tomar su lugar casi sin un inter­valo. En Europa conti­nen­tal los movi­mien­tos fascis­tas reclu­ta­ban a sus segui­dores en su mayoría de entre los comu­nis­tas. Lo que perma­nece constante en el nacio­na­lista es su estado mental: el objeto de sus senti­mien­tos puede cambiar, y hasta ser imagi­na­rio.

En socie­dades como la nues­tra, es inusual para cualquier persona que se describa como inte­lec­tual el sentir un apego muy profundo a su propio país. La opinión pública —esto es, la sección del público de la cual él es inte­lec­tual­mente consciente— no se lo permi­tirá.

Pero para un inte­lec­tual, la trans­fe­ren­cia tiene una función impor­tante. Hace posible para él ser mucho más nacio­na­lista —más vulgar, más ridí­culo, más mali­gno, más desho­nesto— de lo que jamás podría ser en nombre de su país nativo, o de cualquier unidad de la que tuviese real cono­ci­miento. Cuando uno ve la basura preten­ciosa que se escribe sobre Stalin, el Ejér­cito Rojo, etcétera, por gente bastante inte­li­gente y sensible, uno se percata que ello sólo es posible porque algún tipo de dislo­ca­ción ha tenido lugar. En socie­dades como la nues­tra, es inusual para cualquier persona que se describa como inte­lec­tual el sentir un apego muy profundo a su propio país. La opinión pública –esto es, la sección del público de la cual él es inte­lec­tual­mente consciente- no se lo permi­tirá. La mayoría de la gente que lo rodea es escép­tica e indi­fe­rente, y él puede adop­tar la misma acti­tud ya sea por imita­ción o por pura cobardía: en tal caso habrá aban­do­nado aquella forma de nacio­na­lismo que se encuen­tra a su más cercano alcance. Pero él todavía siente la nece­si­dad de una Patria, y es natu­ral que la busque en algún otro lado. Una vez que la ha encon­trado, puede indul­gir en exac­ta­mente aquel­las emociones de las cuales él cree que se ha eman­ci­pado. Dios, el Rey, el Impe­rio, la Bandera –todos los ídolos aban­do­na­dos pueden reapa­re­cer bajo dife­rentes nombres, y dado que no los reco­noce como lo que son los puede adorar con una buena conscien­cia. El nacio­na­lismo trans­fe­rido, como el uso de los chivos expia­to­rios, es una forma de lograr la salva­ción sin tener que alte­rar la propia conducta.

Desconexión con la realidad

Todos los nacio­na­lis­tas tienen la capa­ci­dad de obviar las analogías entre hechos simi­lares. Las acciones son teni­das como buenas o malas, no en aten­ción a sus propios méri­tos, sino de acuerdo a quién las realiza, y prác­ti­ca­mente no hay clase alguna de barba­rie —tor­tura, la toma de rehenes, trabajo forzado, depor­ta­ciones en masa, penas de cárcel (o ejecu­ciones) sin juicio previo, falsi­fi­ca­ción, asesi­nato, el bombar­deo de pobla­ciones civiles— cuya cali­fi­ca­ción moral no cambie cuando es come­tida por “nues­tro” bando.

Todo nacio­na­lista se obse­siona con alte­rar el pasado. Se pasa parte de su tiempo en un mundo de fantasía en el que las cosas ocur­ren como deberían –en que, por ejem­plo, la Armada Española fue todo un éxito o la Revo­lu­ción Rusa fue aplas­tada en 1918– y trans­fe­rirá frag­men­tos de este mundo de fantasía a los libros de histo­ria cada vez que pueda.

El nacio­na­lista no sólo no desa­prueba las atro­ci­dades come­ti­das por su propio bando, sino que además tiene una notable capa­ci­dad para ni siquiera ente­rarse de ellas. Durante seis años los admi­ra­dores de Hitler en Ingla­terra se las arre­gla­ron para no ente­rarse de la exis­ten­cia de Dachau y Buchen­wald. Y aquel­los que más ardien­te­mente denun­cia­ban los campos de concen­tra­ción alemanes esta­ban muchas veces en desco­no­ci­miento de que también había campos de concen­tra­ción en Rusia. Even­tos notables como la hambruna de Ucra­nia de 1933, que invo­lu­cra­ron las muertes de millones de perso­nas, han esca­pado la aten­ción de la mayoría de los rusó­fi­los ingleses. En el pensa­miento nacio­na­lista hay hechos que pueden ser a la vez cier­tos y falsos, cono­ci­dos y desco­no­ci­dos. Un hecho cono­cido puede ser tan inso­por­table que habi­tual­mente es descar­tado y no se le permite entrar en proce­sos lógi­cos.

Todo nacio­na­lista se obse­siona con alte­rar el pasado. Se pasa parte de su tiempo en un mundo de fantasía en el que las cosas ocur­ren como deberían –en que, por ejem­plo, la Armada Española fue todo un éxito o la Revo­lu­ción Rusa fue aplas­tada en 1918– y trans­fe­rirá frag­men­tos de este mundo de fantasía a los libros de histo­ria cada vez que pueda. Hechos impor­tantes son supri­mi­dos, fechas alte­ra­das, citas remo­vi­das de sus contex­tos y mani­pu­la­das para cambiar su signi­fi­cado. Even­tos cuya ocur­ren­cia se piense que no debió darse son omiti­dos y en última instan­cia nega­dos. En 1927 Chiang Kai Shek quemó cien­tos de comu­nis­tas vivos, y sin embargo 10 años después se había conver­tido en uno de los heroes de la Izquierda. El reali­nea­miento de la polí­tica inter­na­cio­nal lo había traído al campo anti­fas­cista, así que de alguna manera se llegó a pensar que la quema de comu­nis­tas vivos “no contaba”, o quizás no había ocur­rido. El obje­tivo prima­rio de la propa­ganda es, por supuesto, influen­ciar la opinión contem­porá­nea, pero aquel­los que rees­cri­ben la histo­ria proba­ble­mente creen en una parte de sí mismos que están real­mente rear­mando los hechos hacia el pasado. Cuando uno consi­dera las elabo­ra­das falsi­fi­ca­ciones que han sido come­ti­das para demos­trar que Trotsky no tuvo un papel impor­tante en la Guerra Civil Rusa, es difí­cil sentir que las perso­nas respon­sables esta­ban simple­mente mintiendo. Más probable es que ellos sintie­ran que su propia versión era lo que había ocur­rido a los ojos de Dios, y que había justi­fi­ca­ción plena en reor­de­nar los regis­tros de acuerdo con ello.

Algu­nos nacio­na­lis­tas están no muy lejos de la esqui­zo­fre­nia, viviendo muy felices entre sueños de poder y conquista que no guar­dan conexión alguna con el mundo real.

George Orwell
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