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J. M. Coetzee, nobel surafricano, en la Feria del Libro de Bogotá 2017.

J. M. Coetzee, nobel surafricano. /Fotografía de Lisbeth Salas

Coetzee, el hombre silencioso que cuando habla todos callan

Descubre, en exclusiva de WMagazín, al Nobel surafricano en los momentos previos a su encuentro con los lectores de la FILBo. Primera parte de la Trilogía Coetzee. Fotografías de Lisbeth Salas

J. M. Coetzee lleva el silencio dentro. Es un monje que todo lo que dice lo dice con sus libros. No hace falta más. Apenas habla. Observa, no pierde detalle del mundo que lo rodea. Hay tanto ruido aquí. Su silencio no es intimidatorio, invita a seguirlo.

A las seis y media de la tarde del miércoles 26 de abril,  el ruido de la 30ª Feria Internacional del Libro de Bogotá estaba de fiesta en el auditorio José Asunción Silva. Llevaba veinte minutos en una espiral de voces, risas, carraspeos, pisadas… Era un amasijo de todos los sonidos producidos por los adolescentes, sobre todo, mientras buscaban un puesto en el auditorio. El micrófono se encendió, una voz dijo algo, pero el ruido no se enteró. Cuando unos minutos después Giuseppe Caputo, director de la FILBo, dijo: “Demos la bienvenida a Coetzee” los aplausos subieron el ruido que acompañaron la entrada del Nobel de Literatura surafricano hasta el centro del escenario donde estaba un atril.

Buenas noches, dijo en español.

Fue como si el silencio que él llevara dentro se alojara de golpe en las casi 500 personas que habían hecho cola de horas para coger los mejores sitios. Entonces eran unos de pie leyendo alguno de sus libros. Otros sentados en el suelo hablando sobre él. Unos solos sin nadie con quien hablar. Y otros sin parar de hablar. Hasta que Coetzee dijo en el escenario: “Buenas noches”. Cincuenta minutos duraría ese silencio reverencial, mientras él hablaba del comportamiento de los humanos y su relación con los animales. Del trato inmisericorde que se les da con el fin de alimentar a la especie humana.

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El penúltimo capítulo de esa hora había empezado 45 minutos antes en el hotel donde se alojaba el escritor. Un carro de la FILBo lo traslada hasta el auditorio de la Feria. Lo acompañan Soledad Contantini, directora de Malba-Literatura, de la Fundación Costantini de Buenos Aires, y editora argentina de El hilo de Ariadna, y Giuseppe Caputo, director de la FILBo. El carro llega a la parte posterior del auditorio de una tarde veraniega de Bogotá que empieza a dar el relevo a una noche otoñal. Coetzee saluda a quienes lo esperan con una sonrisa tímida, amistosa.

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La puerta metálica se abre y pasa al backstage del auditorio. Un túnel. Paredes y techo negros iluminados desde el techo por dos bombillas de luz blanca pálida. Coetzee pide ir al escenario vacío para conocer el lugar donde se encontrará con sus lectores. Al fondo, sillas azules. Sobre la tarima de madera caoba un sillón blanco en el centro lo espera. Al extremo derecho, un atril con micrófono para los presentadores. Pide que se lleven el sillón y pongan ahí el atril. Levanta la cabeza y mira desde detrás del atril el patio de butacas vacío. Vuelve al backstage y pide conocer al intérprete. “Juan Pablo”, se presenta con voz grave este hombre de unos 30 años. El escritor quiera saber qué palabras se van a usar en español para algunas de sus frases. Todo conforme. Quedan solo unos minutos para que empiece su charla. Juan Pablo le hace la última pregunta: cómo debe pronunciar su apellido.

«Cutsí», contesta Coetzee.

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El NObel habla con sus acompañantes. Se sienta en uno de los sillones de piel negra. Minutos después, detrás de la gran pared de madera que lo separa del auditorio, un ruido de voces empieza a formarse. Han abierto las puertas al público. Los ruidos irrumpen en atropellada procesión. Por la puerta del backstage llega “¡Michael!”, en palabras de sereno entusiasmo de Coetzee. Se pone de pie y charlan un buen rato.

Coetze sentado en uno los sillones de piel negra

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Hacia las 6.25, el regidor del acto, y que controla los tiempos de todo, exclama con los auriculares puestos: “¡Preparados. Ya vamos a salir!”. Los acompañantes e invitados especiales se despiden de Coetzee, salen de allí y se dirigen a las primeras filas del auditorio. Coetzee queda solo. Se sienta de espalda a donde está el ruido ascendente del escenario. Cruza una pierna, toma la carpeta donde está escrita la conversación que va a dar. Empieza a leerla sin mover los labios. Con el bolígrafo escribe algo.

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En el escenario, Giuseppe Caputonempieza la presentación del acto. La de uno de los escritores contemporáneos más importantes, asegura. Y recuerda algunos de sus libros, entre ellos Desgracia. Recuerda los premios que ha recibido, como el Nobel de Literatura de 2003. Detrás, en la semioscuridad, Coetzee parece ausente de lo que pasa fuera. Sigue centrado en el texto que va a leer.

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El regidor, de pie en el borde las luces del escenario y la oscuridad del backstage pide a Coetzee que se aliste. El Nobel se levanta y se pone detrás del regidor,  silencioso a dos pasos de la luz y el ruido. Espera. Escucha. Sabe lo que están diciendo de él. Entiende un poquito de español.

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“Demos la bienvenida a Coetzee”, dice Caputo. Los aplausos absorben todos los ruidos posibles y rebeldes. Coetzee sale de la semioscuridad y avanza con paso lento y firme hacia el centro del escenario donde minutos antes había pedido colocar el atril.  Habla de pie por respeto a todos los que han ido a escucharlo. Minutos antes, mientras esperaba salir, había sonreído emocionado al escuchar que había no sé cuantos muchachos haciendo cola para ir a escucharlo, mientras algunos leían sus obras.

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La voz suave y pausada del autor de Esperando a los bárbaros dice en un español claro: “Buenas noches”. Es cuando el silencio que lleva dentro migra a todas las almas que han ido a verlo y escucharlo. Su voz corta el ruido como una cuchara sobre una gelatina. Habla un minuto más en español para +, entre otras cosas, dar las gracias por la invitación de estar en la FILBo. Luego empieza a leer sus páginas en las que recuerda el comportamiento de los humanos y su relación con los animales. Del trato inmisericorde que se les da con el fin de alimentar a la especie humana. “Si el matadero fuera de cristal todo sería distinto”. Pero nadie quiere saber nada. Es el silencio preferido por casi todos respecto a eso.

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El mundo como es, solo se revela a nosotros, a diferencia de los insectos los seres humanos tenemos una vida dividida entre la emoción y la razón”.

Pura emoción y razón. Puro ruido y furia, como dijo Shakespeare, a veces.

“Las personas que tienen en su mente el bienestar de los animales se enfrentan a una aventura al procurar que ese bienestar animal tenga un impacto en el mundo y por l o tanto pueda tener una voz que defienda eso”.

El silencio reverencial ante su presencia y sus palabras continuarían unos 50 minutos más.

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Coetzee termina lo que tenía que decir. Calla. Un silencio de titubeo entre el público. Aplausos. El escritor se gira para volver sobre sus pasos de una hora atrás. El ruido se restaura torpemente entre aplausos. El hombre de rostro serio y que apenas habla, pero sonríe tímido cada vez que puede, e inclina medio grado la cabeza, atraviesa la frontera entre la luz del escenario y la semioscuridad de su trastienda por donde entran y salen todos los invitados.

Retrato de Coetze por Lisbeth Salas

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John Maxwell Coetzee rompió su silencio de nuevo para reforzar una de sus ideas y cruzadas escritas en libros como Elizabeth Costello acerca de la triste relación del ser humano con los animales. Es la persona que nos ha hablado en sus escritos tanta cosas con las cuales reflexionar sin dejar de regalarnos el placer de la lectura. Coetzee, el que dijo: “El arte del escritor, un arte que no se puede estudiar en ninguna parte aunque sí se puede aprender, consiste en crear una forma (un fantasma capaz de hablar) y un punto de entrada que permita al lector habitar en el fantasma”.

Winston Manrique Sabogal

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