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Eduardo Mendoza hace reír y pensar como ahijado de Alonso Quijano

El escritor español repasa su vida y su literatura a partir de las cuatro lecturas que ha hecho de El Quijote

Los héroes románticos pueden terminar convertidos en héroes humorísticos. ¡Bendita la hora! El cielo amenazaba lluvia para recibir a uno de ellos en la Universidad de Alcalá de Henares (España), pero a medida que se acercaba la hora el sol se abría paso. Hacia las 11 y 15 del 20 de abril, nuestro héroe, Eduardo Mendoza, empezó a asumir ese papel que nunca quiso de héroe épico, “por pelma”. Y vestido con todas las de la ley, chaqué incluido, su larga figura de elegante desparpajo entró en el primer patio de la universidad para comparecer con su sonrisa ante medio centenar de periodistas y fotógrafos. Era la primera parada de este sensato y noble caballero que ve este mundo atolondrado y cree que los demás están locos como lo demuestra la realidad. Iba camino del Paraninfo para recibir el Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2016, que ese es su nombre completo y verdadero, más conocido como “El Cervantes”.

Púlpito del Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares.

Así, el otrora hijo del Romanticismo desempeñaba ahora un papel que nunca buscó ni  imaginó. Pensó que al resguardarse en el género humorístico se pondría “a salvo de muchas responsabilidades” y parafernalias. Cruel destino. Estaba allí justo por eso mismo. Su vida en un feliz al revés.

Mendoza estaba allí después de un largo periplo iniciado en el invierno en Barcelona, la ciudad donde nació en 1943 y motivo y escenario de muchas de sus novelas por las que fue premiado; siguió por Londres, su ciudad de juventud y tránsito hacia la madurez; luego saltó a Australia a ver al pequeño de sus hijos que tuvo que buscar en otras tierras su futuro; volvió a Barcelona y de inmediato se plantó en Madrid para llegar hasta aquí, a Alcalá de Henares.

Eduardo Mendoza frente a los periodistas, a su llegada a la Universidad de Alcalá de Henares.

Bajo el cielo ya despejado, preguntas de los periodistas: Que qué pensaba, qué que sentía, que donde estaba, que de quién se acordaba hoy… Que a quien había traído… ¡Lotería! La pregunta de las primeras risas:

“He venido con la familia para que me critiquen, y he traído amigos para que me hagan la ola”.

Quince minutos después avanzaba con su paso tranquilo bajo los árboles del Patio Trilingüe, de 1570. Iba como si la cosa no fuera con él. Algo dijo que sus acompañantes, a lado y lado, rieron.

Un Hola allá, y otro más acá. Bajó unos escalones para entrar en su tercera parada: el solitario y empedrado Patio de los Filósofos, de 1513. Al otro lado, en la puerta del Paraninfo, lo esperaba una cámara de Televisión Española. Más preguntas. Él, que justo había estado desaparecido en los últimos meses y se había librado de los periodistas, aquí lo estaba pagando. El título del discurso que estaba a punto de dar tenía respuestas.

Eduardo Mendoza camino del Paraninfo donde recibirá el Premio Cervantes 2016.

Llegó la hora. Las 12. El murmullo acabó. Los reyes de España presidieron la ceremonia. Frente a ellos, a unos seis pasos, Eduardo Mendoza en una silla a los pies de las escaleras de madera que subiría para dar su discurso.

El ministro de Educación Cultura y Deporte, Íñigo Méndez de Vigo, glosó la vida y la calidad literaria del galardonado con su voz de narrador de radionovelas. Aunque, a veces, se coma las últimas sílabas o letras. Fue el momento de recordar cómo Mendoza y su novela La verdad sobre el caso Savolta, de 1975, inauguró la época contemporánea de la narrativa española. A ella siguieron otras como El misterio de la cripta embrujada (con ella abrió la serie con un detective anónimo), La ciudad de los prodigios, Sin noticias de Gurb, La aventura del tocador de señoras (tercera entrega del ya querido detective), El asombroso viaje de Pomponio Flato, o, más recientemente, El secreto de la modelo extraviada (quinta entrega del detective). Con Méndez de Vigo empezaron las bromas en el Paraninfo, las jugadas del destino, al recomendar la lectura de Mauricio o las elecciones primarias.

Eduardo Mendoza, tras recibir de manos del Rey el Premio Cervantes 2016. / Fotografía de Casa Real

Cerca de las doce y media llegó el turno de Eduardo Mendoza. Se levantó, giró a su izquierda y subió los 14 escalones del púlpito del Paraninfo. Allá arriba, acompañado de una pequeña lámpara de escritorio de luz blanca, empezó a leer el discurso. ¡No! A hablar lo que tituló: “Sólo es válida la palabra pronunciada”. Y él daba muestra de ello desde la primera frase:

“No creo equivocarme si digo que la posición que ocupo, aquí, en este mismo momento, es envidiable para todo el mundo, excepto para mí”.

Todos le creyeron. Saben quién es Eduardo Mendoza. Siempre ese joven alto y de gratos modales, de sencillez y modestia natural, de risa fácil que cierra los ojos cuando sonríe. El que con sus libros ha hecho más placentera y divertida la lectura de sus millares de lectores en español y unos cuantos idiomas más al haberse refugiado en el humor para alejarse de la parafernalia. Pero la vida se le ha reído en la cara. Y allá que lo puso, allá arriba, para que los de la mesa presidencial, con reyes incluidos, giraran sus cabezas a la izquierda, y el resto de invitados a la derecha, y lo vieran, pero, sobre todo, lo escucharan. No defraudaría. Les pagaría con algunas frases para que rieran. Y pensaran. Pensáramos.

Mendoza es uno de los pocos escritores hispanohablantes que aborda el humor y que todos miran con respecto y admiración. Sus libros no son un género menor como se tiende a etiquetar esta literatura, de manera injusta. El Cervantes 2016 reivindicó el género humorístico. Extraño que se tenga que hacer teniendo en cuenta que Cervantes lo que hizo con El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha fue eso. Humor. Y esa es la obra que inaugura la novela moderna. La vida desde otra esquina. De la risa que pinta mejor la realidad y la colorea con fina y profunda ironía o crítica.

Si cuatro paradas hizo Mendoza este jueves 20 de abril para llegar hasta ese púlpito, cuatro veces ha leído El Quijote en sus 74 años. Más gracias de la vida. Lecturas asociadas a momentos cruciales según contó al imbricar, vida, Quijote y reflexiones existenciales y creativas. La primera vez fue en la escuela. Entonces, como anuncia el título del discurso, la palabra cobra fuerza y valor cuando se pronuncia, y las suyas iniciaron ahí un periplo hacia el pasado mientras da una amena clase magistral de vida y literatura:

“Las cosas cambian de nombre en función de la distancia. El suelo que ahora piso se llama paisaje cuando está lejos. Y cuando ya no está se llama Geografía. Del mismo modo, la pomposa abstracción que hoy llamamos Humanidades, antes se llamaba, humildemente, Curso de Lengua y Literatura. Y para mis compañeros de curso y para mí, aún más humildemente, la clase del Hermano Anselmo”.

Con estas primeras sonrisas empezaron a llegar las verdades más profundas y críticas de una realidad cambiante. La amenaza de un día gris se había ido, pero su aire entre nostálgico y algo melancólico entró por la puerta del Paraninfo y subió hasta donde estaba Mendoza. Ya no se iría hasta que llegaran los aplausos, pero dejaría en todos un no sé qué reflexivo y conmovedor.

Desde la escuela, y contra su voluntad, Mendoza se rindió al encanto del Quijote:

“Su lectura fue un bálsamo y una revelación. De Cervantes aprendí que se podía cualquier cosa: relatar una acción, plantear una situación, describir un paisaje, transcribir un diálogo, intercalar un discurso o hacer un comentario, sin forzar la prosa, con claridad, sencillez, musicalidad y elegancia”.

Eduardo Mendoza durante la lectura de su discurso. / Fotografía de Casa Real

Pasaron unos diez años cuando volvió a leer la historia del Caballero de la Triste Figura. Ya era un licenciado. Sin saber de dónde, Mendoza asaltó con su autorretrato donde se le ve a la perfección:

“Llevaba el pelo revuelto y lucía un fiero bigote. Era ignorante, inexperto y pretencioso. Pero no había perdido el entusiasmo. Seguía escribiendo con perseverancia, todavía con pasos aún inciertos, en busca de una voz propia”.

Reconoció una deuda con Cervantes. Se identifica con él y da más pistas de por qué él es como es:

“Antepone sus deseos a la realidad, y es, en definitiva, el paradigma del idealismo desencaminado, si esta expresión no es una redundancia. Por eso me gustaba. Porque si Cervantes es hijo de Erasmo, yo era hijo del Romanticismo, y no me atraían los héroes épicos sino los héroes trágicos. Un héroe épico se vuelve un pelma cuando ya ha hecho lo suyo. En cambio un héroe trágico nunca deja de ser un héroe, porque es  un héroe que se equivoca. Y en eso a don Quijote, como a mí, no nos ganaba nadie”.

Pasaron años hasta que volvió a toparse con don Quijote. Ya era padre de familia y había publicado algunos libros. Fue cuando descubrió y admiró, de verdad, el humor que preside la obra.

“Lo que descubrí en la lectura de madurez fue que había otro tipo de humor en la obra de Cervantes. Un humor que no está en las situaciones ni en los diálogos, como en la mirada del autor sobre el mundo. Un humor que camina en paralelo al relato y que reclama la complicidad entre el autor y el lector”.

Como este Mendoza-Cervantes que empieza a señalar su visión de la realidad donde se cuela ese aire gris que quedó tras la promesa rota de la lluvia:

“Alguna vez me he preguntado si don Quijote estaba loco o si fingía estarlo para transgredir las normas de una sociedad pequeña, zafia y encerrada en sí misma. Aunque esta es una incógnita que nunca despejaremos, mi conclusión es que don Quijote está realmente loco, pero sabe que lo está, y también sabe que los demás están cuerdos y, en consecuencia, le dejan hacer cualquier disparate que le pase por la cabeza. Es justo lo contrario de lo que me ocurre a mí. Yo creo ser un modelo de sensatez y creo que los demás están como una regadera, y por este motivo vivo perplejo, atemorizado y descontento de cómo va el mundo”.

 

Algún suspiro entre los invitados. Pero hete aquí que Mendoza admite una ventaja sobre don Quijote, aunque triste por lo que tiene de sin salida de la realidad:

“Yo soy de verdad y él un personaje de ficción”.

Ya en tierras literarias, Mendoza desenvaina otra lección magistral de literatura, del arte de crear:

“Una novela es lo que es: ni la verdad, ni la mentira. (…) Esta es, a mi juicio, la función de la ficción. No dar noticia de unos hechos, sino dar vida a lo que, de otro modo, acabará convertido en mero dato, en prototipo y en estadística”.

Y a en las fronteras de la realidad y la ficción, el Cervantes 2016 se alista a enfrentar la realidad y la mentira que lo emboscan todo:

“La incertidumbre y la confusión a las que yo me refiero son de otro tipo. Un cambio radical que afecta al conocimiento a la cultura, a las relaciones humanas, en definitiva, a nuestra forma de estar en el mundo. Pero al decir esto no pretendo ser alarmista. Este cambio está ahí, pero no tiene por qué ser nocivo, ni brusco, ni traumático”.

Lanza sus palabras como espadas que van más allá. Convierte el sitio que pisa ahí mismo en paisaje y con él todo lo que hay a su alrededor y hasta donde la vista alcance para que entiendan quienes quieran entender, y los que no, lo saben:

“Me gustaría discrepar de don Quijote cuando afirma que no hay pájaros en los nidos de antaño. Sí que los hay, pero son otros pájaros”.

¡Zas!

Avistado ya el final, contó una anécdota en Nueva York. De cuando trabajaba en la ONU como intérprete. Entonces el episodio lo descolocó medio instante, para ajustar las piezas. Lo vivió con un amigo en un bar. Los atendió una camarera, «probablemente portorriqueña», a quien hablaron en castellano de España:

“Tomó nota y luego nos preguntó si éramos franceses. Le respondimos que no. ¿Qué le había hecho pensar en eso? Oh, dijo ella, como hablan tan mal el español. En su momento, esta anécdota nimia me produjo una gran alegría que nunca se ha disipado. Comprendí que habitaba un mundo diverso, rico, divertido y con un amplísimo horizonte. Y que todas las lenguas del mundo son amables y generosas para quien las quiere bien y las trabaja”.

Paraninfo de la Universidad Alcalá de Henares.

Con risas en el Paraninfo, el galardonado llegó al penúltimo trecho del camino hablando de su vida y su literatura. Lo enfrentó a la mejor manera cervantina y mendoziana que lo confirmó como un gran ahijado de Alonso Quijano. Con premio Cervantes y lo que ustedes quieran, pero él seguirá siendo ese héroe trágico que cabellos revueltos que siempre ha sido: “Eduardo Mendoza, de profesión, sus labores”.

Winston Manrique Sabogal

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