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Jorge Herralde, editor y fundador de Anagrama. /Fotografía de Consuelo Bautista /cortesía de Anagrama

Jorge Herralde: «Anagrama nace, un poco, de la lectura de Sartre en tanto que rechazo a un sector de la burguesía» (1)

El fundador de una de las editoriales más importantes de la lengua española, que festeja medio siglo y celebrará sus 85 años de vida en 2020, evoca sus orígenes como lector apasionado y su vocación de editor. Es la historia de las lecturas e influencias que formaron a un gran editor que ha modelado el gusto literario de millones de personas y trazado parte de la geografía literaria en español

Entre rezos obligados y soflamas sobre el infierno una novela titulada Santuario comenzó a enmendar el destino de un Jorge Herralde quinceañero que iba para ingeniero industrial. Fue una noche en las jornadas de ejercicios espirituales del colegio cuando su amigo Luis Goytisolo le pasó el libro de William Faulkner. Nada presagiaba que aquel joven en la posguerra española en Barcelona, hijo de un empresario de la metalurgia, se convertiría en una persona esencial en el mundo editorial en español con la creación del sello Anagrama en 1969. Aquel título de la novela tenía algo de presagio y desató su pasión por la literatura desde su primera frase:

“Desde detrás de la hilera de arbustos que rodeaba el manantial, Popeye contempló al hombre que bebía…”.

Cinco años después, ya con 20, El proceso de Franz Kafka dio la puntada definitiva al destino de Jorge Herrralde:

“Alguien tenía que haber calumniado a Josef K, pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo…”.

Aquellos destellos de joven lector descubridor de joyas literarias parecen de ayer en las palabras y expresiones entusiastas de Jorge Herralde.

Mis lecturas de antes de editor eran, curiosamente, mucho más variopintas. Leía exclusivamente por placer y curiosidad. Leí a todos los del boom latinoamericano. Fui un fanático de Borges durante años. Leí mucha literatura española, Martín Santos me entusiasmó, menos El Jarama; en cambio Luis Goytisolo, García Hortelano… Tantísima gente… Y en cuanto uno se hace editor, inevitablemente, al menos yo que publico bastantes novedades al año, lee pensando en qué autores puede incorporar al sello, especialmente si publica bastantes novelas, como me pasa a mí desde finales de los setenta y principios de los ochenta y que prácticamente ya no tengo ni tiempo, no diré ganas; pero no tengo suficiente tiempo para leer novelas que no sean susceptibles de ser anagramatizadas (y ríe como si hubiera hecho una travesura). Leo algún libro de Marsé, de Mendoza y otros los ojeo…”.

Sus recuerdos recuperados estos primeros días del año 2020 sirven de interludio entre los largos festejos de 2019 por el medio siglo de haber fundado Anagrama, sus 85 años de vida que celebrará el próximo 20 de marzo y los setenta de haber descubierto la gran literatura que habría de traerlo hasta este feliz momento. Y este año Anagrama terminará de organizar su memoria recopilada de sus archivos, cartas, documentos, contratos y demás papeles a lo largo de sus cincuenta años.

La voz pausada de Jorge Herralde esparcida de ironía y humor reconstruye sus hallazgos como lector y primeras veleidades editoriales las antevísperas de la celebración de los cincuenta años de Anagrama. El agobio por el rosario de entrevistas, reportajes, diálogos, conferencias y homenajes aún no ha llegado. Es la tarde del 31 de enero de 2017 en una clínica de Barcelona cerca de su casa en el barrio de Sarrià. Se recupera de la rotura de un hueso en la cadera que casi nadie sabe que existe: el acetábulo. Allí estuvo cinco meses con una contrariedad domesticada gracias a haber convertido su habitación en un oasis o pequeño cuartel general donde fundió su casa y la editorial.

Apenas lleva un mes en el hospital. Esta tarde es un editor que viste un pijama azul celeste a rayas blancas. Está casi sentado en la cama con el espaldar levantado y rodeado de un par de manuscritos y algunos documentos y carpetas. En la mesa unos libros y el teléfono móvil. Son las cinco de la tarde, la oficina ha cerrado por hoy.

Una prueba más de cómo Jorge Herralde y Anagrama delinearon y modelaron buena parte de la geografía literaria y del gusto de los lectores y dieron a conocer buena parte de la literatura en español contemporánea en medio mundo, al tiempo que llevaron a sus lectores hispanohablantes a territorios hermosos y desconocidos en otras lenguas.

Desde aquel invierno de 2017 hasta este comienzo de 2020 han pasado muchas cosas, entre ellas que Herralde terminó la venta de Anagrama al grupo italiano Feltrinelli, se convirtió en presidente honorario y conserva un simbólico 1 por ciento, además de figura tutelar de la persona que él designó como su sucesora con gran acierto: Silvia Sesé que renueva y potencia las apuestas y el prestigio de la editorial.

El editor echa la vista atrás, como si la fiesta hubiera empezado ayer; su fiesta de ampliar y enriquecer, poco a poco, la edición en español con una editorial de autor, heterodoxa, de izquierdas y políticamente comprometida y valiente en una España aún bajo la dictadura de Francisco Franco. Empezó con el ensayo de izquierdas y luego sumó la sensibilidad de la búsqueda de las narrativas más innovadoras. La sola pronunciación de Anagrama o Herralde alcanzó la dimensión de leyenda, mito o sueño para los escritores al mismo nivel de muy pocos sellos europeos creados por editores de una estirpe en extinción. Incluso los lectores han llegado a comprar sus libros por el solo hecho de ser «un Anagrama».

Aquella tarde invernal, Jorge Herralde empieza por evocar los días de su primer romance imprevisto con la literatura. Se convirtió en un lector omnívoro que ahora ordena su pasado, precisamente, en el mismo paseo de Bonanova donde estaba aquel colegio que entre amenazas de ir al infierno le regaló, sin querer, el milagro de su paraíso:

“De estudiante leía muchísimo y de una forma muy variopinta y autodidacta. Era así porque los profesores que teníamos en el colegio de La Salle Bonanova eran bastante patéticos, así que entre los amigos nos recomendábamos libros. Como anécdota yo fui compañero de colegio y amigo de Luis Goytisolo. Recuerdo que en unos ejercicios espirituales del colegio, una especie de cosa siniestra, nos encerraban como una semana en Manresa para atiborrarnos de lo horrible que sería el infierno para nosotros si no acatábamos las órdenes de Dios. Estábamos en celdas contiguas. Una noche Luis me pasó Santuario, de Faulkner, en una edición de los años treinta. Yo tendría unos 15 años. Fue una lectura exciting. Además de desintoxicadora. Fue de los primeros libros de este hambre de lectura…

En aquella época a través de unos amigos también llego a Hermann Hesse con El lobo estepario.

Jorge Herralde (derecha) y Luis Goytisolo en el colegio de La Salle de Barcelona en 1948. /Fotografía cortesía de Anagrama

Aunque las lecturas cambian con los años, hay ciertas fidelidades. Por ejemplo, con la literatura de humor que descubrí gracias al gran editor José Janés. Esta veta del humor con autores como Wodehouse, más concretamente del humor inglés, ha seguido su curso en la editorial. Otro gran flechazo en los años de juventud fue Kafka y la gran generación perdida americana… A Kafka lo leí cuando tendría unos 19 o 20 años. Lo recuerdo porque cuando fui a la mili lo hice con los Diarios de Kafka. Su descubrimiento fue una sacudida tremenda, sobre todo la lectura de El proceso

Antes de ellos no había algo claro. Había muchas cosas que me gustaban como Salgari, Julio Verne… Una cosa que me hiciera una gracia especial fue algún libro de Chesterton. Luego me interesó mucho un autor inglés que atravesó un larguísimo purgatorio: Aldous Huxley con Contrapunto, Ciego en Gaza y una novela corta titulada Dos o tres gracias.

Entonces no leía inglés, como la mayoría de los españoles, una costumbre simbolizada por los presidentes, pero como casi todos los barceloneses sí leía francés. Luego enganché con Luis de Caralt que era un editor falangista, pero que tenía una proyección de literatura internacional donde se podía leer a Hemingway. Por cierto, Janés editó a Dos Passos del que se editó su Trilogía USA y Manhattan Transfer y las reunió en un único volumen caro con tapa de piel porque con el precio caro la censura franquista era más permisiva al pensar que los obreros no tendrían dinero para comprar y leer el libro.

Hay libros que recuerdo haber leído por conversaciones con amigos. A parte de Faulkner y Kafka luego estuvieron Sartre y Camus. Cuando yo era un joven veinteañero para mí fueron fundamentales, sobre todo en aquella época Sartre. Tanto que en mis fantasías preeditoriales quise editarlo a él y a Camus en esas ediciones caras, pero Gallimard no accedió.

Sartre, con un título más bien insípido como ¿Qué es la literatura? que, en realidad, era un libro muy político, me abrió un poco la mente a la militancia política, a ver el orden burgués establecido y a sistematizar, por así decir, el gran rechazo. Anagrama nace, un poco, de la lectura de Sartre en tanto que rechazo a un sector de la burguesía.

Montar la editorial fue una cosa un poco recurrente, a pesar de que mi familia no tenía que ver nada con la edición. Mi padre era un empresario metalúrgico. Yo había estudiado para ingeniero, pero sin ganas. Pronto tuve el primer momento preeditorial, la primera fantasía preeditorial, que fue precisamente con Janés.

Desde mediados de los años cincuenta yo iba mucho a casa de un gran amigo mío, Carlos Durán, que luego fue director de cine de la llamada Escuela de Barcelona y con Vicente Aranda montaron una productora. Este amigo mío en su casa tenía libros porque su padre era el encuadernador de Janés, que había creado varias editoriales, y de José Manuel Lara, de Planeta. Tengo un recuerdo vívido de ver al padre de mi amigo en el salón ante la chimenea de su casa con Janés o con Lara, pero nunca juntos, siempre por separado. Para llegar al cuarto donde me veía con mi amigo tenía que atravesar ese salón donde saludaba a Janés o saludaba a Lara, y seguía.

Allí tenían toda la producción de Janés. Me impresionó ver lo que era una editorial, la selección de títulos, la división por colecciones, el cuidado de las ilustraciones, todo el trabajo artesanal detrás… Cuando Janés murió trágicamente en 1959, en un accidente de coche, Carlos y yo fantaseamos con la idea de comprar Janés. ¡Era un editor buenísimo! Pero también con deudas y una vida azarosa económicamente. Él mismo decía: “Yo estoy especializado en letras, pero no solo literarias sino en letras de cambio”.

Después tuve un proyecto serio con Jorge Argente, que es el primer marido de Esther Tusquets. Pensamos en una editorial, incluso llegamos a contratar un título. Me acuerdo que se llamaba Piel negra, mascaras negras, de Frantz Fanon, un famoso escritor antiimperialista furibundo y al que Sartre le había prologado otro libro titulado Los condenados de la tierra.

De haber continuado esa aventura había dos libros suicidas. Uno de ellos era El hombre sin cualidades, del francés, aunque luego se tradujo como El hombre sin atributos, de Musil. Libros de una editorial que no llegó a empezar nada. Esto es año 59. El otro era Autobiografía de Alice B. Toklas de
Gertrude Stein.

Íbamos muy embalados, así es que se lo dije a mis padres. Era el último año de mi carrera de Ingeniería. Mi vocación era ser editor. Fue un sobresalto, pero debo decir que lo aceptaron con deportividad. Entonces, Jorge Argente y Esther Tusquets enamorados se casaron, pero a los seis meses rompieron y se acabó el proyecto… Es lo que tiene el amor, es peligroso.

Estuve varios años dando vueltas con diversos proyectos y fantasías difíciles que no cuajaron, mientras trabajaba en la empresa de mi padre, Compañía Anónima de Refinerías e Industrias (CARIN). Hasta que en septiembre del 67 dije: ‘¡Se acabó! Monto una editorial».

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Winston Manrique Sabogal

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