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El escritor estadounidense Thomas Wolfe (1900-1938). /Foto cortesía de Páginas de Espuma

La vida de Thomas Wolfe fundida con la de Estados Unidos en 58 cuentos únicos

Por primera vez en español el corpus de relatos del autor de 'Del río y la vida', publicado por Páginas de Espuma. WMagazín adelanta el cuento 'Solo los muertos conocen Brooklyn' que condensa el universo literario, la maestría y la sensibilidad del gran escritor

Presentación WMagazín El aura de leyenda que acompaña a Thomas Wolfe (Asheville,1900-Baltimore, 1938) se agranda. La traducción al español de cincuenta y ocho cuentos y novelas cortas, 43 de ellos por primera vez, en un solo volumen, lo convierten en una obra única: Cuentos, editados por Páginas de Espuma. Y quien ha trasladado, descifrado, acercado y transmitido las sensaciones del universo de Wolfe a nuestra lengua es Amelia Pérez de Villar.

Si las cuatro novelas de Wolfe es lo más citado de su obra, sobre todo El ángel que nos mira y Del tiempo y el río, basadas en su vida, estos cuentos son su vida. Si aquellas novelas son como planetas que giran alrededor de la vida, y su vida, estos cuentos son los satélites de esos planetas con toda la fuerza e influencia que ejercen sobre estos. Si las novelas son los cuadros impresionistas, jugando con eso de que su estilo es «impresionista», los cuentos son las pinceladas, el acercamiento a detalles del cuadro. Y estos cuentos son las pinceladas de la creación de Estados Unidos fundidas con su propia existencia en un lenguaje que quiere atraparla en una experimentación continua de estructuras narrativas.

Thomas Wolfe es el escritor de muerte prematura, a punto de cumplir los 38 años, el autor desbordado por las experiencias que quería atrapar para convertirlas en vida literaria por rutas diferentes. Sentimiento y naturalidad a la vez impregnados de preguntas, ansias, dudas, curiosidad, descubrimiento contadas con vocación experimental y rescates de belleza.

WMagazín publica uno de esos cuentos: Solo los muertos conocen Brooklyn. En esta historia de 1935 está gran parte del universo literario-personal-filosófico-estético de Thomas Wolfe. Una historia vivaz que representa el mundo que se construye ante sus ojos, el punto de llegada de muchos estadounidenses venidos de todas partes que para llegar a La Ciudad, Nueva York-Manhattan, solo lo pueden hacer desde la periferia. El futuro a lo lejos y al alcance de la vista, de cruzar el puente. Una historia contada a pie de andén, hecha de humanidad. Wolfe involucra cuatro voces a partir de la de un hombre bebido que pregunta por un lugar al que quiere ir porque, simplemente, le gusta como suena, Bensonhoist:

«Y cuando subimos al tren, le digo:
–Iba usté a Bensonhoist, ¿no? ¿Qué número busca? –le pregunto: pensé que si me daba la dirección exacta podría echarle una mano.
–Ah –dice el tío–. No busco a nadie. No conozco a nadie de allí.
–¿Entonces a qué va? –le digo.
–Ah, pues… A ver la zona –dice el tío–. Me gusta como suena… Bensonhoist, ya sabe. Y se me ha ocurrido ir a echar un vistazo.
–¿Se está quedando conmigo? –le digo–. ¿Me está tomando el pelo, o qué?»

La narrativa de Thomas Wolfe tiene en su ADN el teatro, que fue donde empezó. Escenas, sonidos, voces. La representación de la vida. Luego descubrió que lo suyo era contar de otra manera, pero sin olvidar el pulso y detalle del teatro. La existencia que bulle. Después llegaría Maxwell Perkins el editor que en Scribner ayudaría a convertirlo, como hizo con Ernest Hemingway y Francis Scott Fitzgerald, en una referencia.

Amelia Pérez de Villar dice que para afrontar esta traducción primero se documentó y lo leyó, pero luego, escribe en el prólogo: «decidí regresar al principio y hacer caso a Dickey y a esa frase de su prólogo; dejar de lado lo poco que había aprendido y traducir a Wolfe como si no hubiera leído nada de él, ligera de equipaje e inasequible a toda influencia, sesgo o prejuicio».

El resultado es un volumen que capta el espíritu famoso de Wolfe que embriaga con las palabras cuya obra «constituyen un extraordinario fresco de la cultura estadounidense de la época, vista desde una perspectiva autobiográfica y narrada con un estilo personalísimo que se ha descrito como ‘impresionista’, en una prosa poética barroca y recargada que a menudo se apoya en  la elipsis, y muestra un universo en el que sitúa al espectador, muchas veces sin recurrir a la descripción física, ciñéndose solo al ambiente, a la atmósfera, a lo intangible». (…)

«Aquí está todo: el nacimiento y la infancia en el ambiente cerrado de un pueblo o una ciudad pequeña, los orígenes sacrosantos del país y la familia, la proyección de una vida al otro lado: de la aldea, de la familia, del océano; el viaje a la gran ciudad o a la Vieja Europa. Y el retorno, el regreso. O su imposibilidad absoluta».

El siguiente es el cuento profundo e hipnótico Solo los muertos conocen Brooklyn:

Portada de 'Cuentos', de Thomas Wolfe (Páginas de Espuma). /WMagazín

Solo los muertos conocen Brooklyn (Only the Dead Know Brooklyn)

Por Thomas Wolfe

El invierno de nuestro descontento se ha vuelto ya glorioso por este mes de mayo, y toda la desolación que pesaba sobre nuestras almas yace en el fuego verde y esplendente de la primavera.

Somos los muertos, ¡ah! Tiempo ha que nos ahogamos, y ahora caminamos a tientas por los fondos marinos de un mundo sepultado. Somos los ahogados, nos arrastramos ciegos, caminamos a tientas, sin ojos y chupamos sin preocuparnos por nada. Nos agazapamos en las entrañas de la selva y desde allí saltamos, mientras los cielos inmensos y húmedos se curvan sobre nosotros, desolados, y nuestra carne es gris.

Estamos perdidos, átomos sin ojos de las entrañas de la selva, caminamos a tientas, nos arrastramos y saltamos ciegos, solo con nuestras antenas: no tenemos otra forma.

No hay bicho viviente que conozca Brooklyn de cabo a rabo (solo los muertos conocen Brooklyn de cabo a rabo) porque hace falta toa una vida solo pa’ encontrar el camino, cuando anda uno por esa maldita ciudad (solo los muertos conocen Brooklyn de cabo a rabo, y hasta los muertos se enzarzan en porfías por cómo está hecha esa telaraña de selvática desolación que es Brooklyn de cabo a rabo).

Así que, como iba diciendo: estoy esperando que llegue mi tren cuando veo a ese tío grande como mayo ahí plantao, y me doy cuenta de que es la primera vez que le oteo. Bueno… tiene pinta de desquiciao, ya sabes, y veo que se ha puesto bien, pero bien, bien… aunque todavía se tiene derecho. No habla mal del todo y anda sin tambalearse. Y de pronto va el tío y se topa con otro, más chico que él, que está plantao más alante y le dice:

¿Cómo a la Dieciocho con calle Sesenta y Siete?
Josús... –dice el pequeño–. Pues ahí me ha pillao, jefe. No llevo aquí mucho tiempo. ¿Adónde va? ¿A algún sitio de Flatbush o por ahí?
Nah –replica el grandón–. Voy a Bensonhoist, pero no he estao por allí en mi vida. ¿Cómo se va?
Josús... –dice el pequeño rascándose la cabeza, ya sabes: está claro que el canijo no tiene ni idea de cómo se va–. Me ha pillao, jefe. No lo he oído en mi vida. ¿Sabéis alguno dónde está eso? –pregunta el tío, dirigiéndose a mí.
–Pues claro –digo–. Está en Bensonhoist. Coja usté el expreso de la Cuarta, se baja en la calle Cincuenta y Nueve, cambia al local de Sea Beach y baja en la Dieciocho con calle Sesenta y Tres; luego baja caminando cuatro manzanas y ya está.
¡Gowan! –sale un enterao que no he visto en mi vida–. ¿Pero qué dices? –dice el enterao, mira tú qué listo, mira–. ¡Pero este tipo está loco! Yo le digo cómo ir –le dice al grandón–: Hace usté transbordo en la Treinta y Seis y coge la línea de West End –le explica–. Se baja en Noo Utrecht con la avenida Dieciséis –dice–. Y camina dos manzanas… no algo más, cuatro manzanas. Y ya está.
Vaya, un tío listo, sí, ya sabes.
–¿Ah, sí? –salto yo–. ¿Y tú cómo sabes todo eso? –me cabreo porque sabe mucho, y le digo–: ¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí?
Toa mi vida –dice–. Nací en Williamsburg… así que te puedo decir cosas de este pueblo que tú ni has oído en tu vida.
–¿Ah, sí? –digo.
–Pues sí –dice.
–Bien, pues nada. Entonces me puedes contar cosas de este pueblo que naide sabe –digo–. Igual te las has inventao todas tú solito antes de irte a dormir… Las has montao como si fueran muñequitas de papel, o cosas de esas.
–¿Ah, sí? –dice–. Te crees muy listo, ¿no?
–Pues no sé qué decirte –digo–. Todavía no han usao mi cabeza para la estatua de Lincoln. Pero soy lo bastante listo para distinguir a un chulo cuando lo tengo delante.
–¿Ah, sí? –dice–. Te crees muy listo, ¿verdad? Bueno. Tan listo que alguno te va a meter una en los morros cualquier día, sí. Así de listo eres.
Bueno, porque ya llegaba mi tren, que si no le hubiera metido una allí mismo, pero cuando vi que venía el tren lo único que le dije fue:
–Venga, majo, con Dios. Siento mucho no poder quedarme a cuidar de ti, pero ya nos veremos, espero. En el cementerio.
Y entonces le digo al tiarrón, que se había quedado allí parao to’l tiempo:

–Venga usté conmigo.
Y cuando subimos al tren, le digo:
–Iba usté a Bensonhoist, ¿no? ¿Qué número busca? –le pregunto: pensé que si me daba la dirección exacta podría echarle una mano.
–Ah –dice el tío–. No busco a nadie. No conozco a nadie de allí.
–¿Entonces a qué va? –le digo.
–Ah, pues… A ver la zona –dice el tío–. Me gusta como suena… Bensonhoist, ya sabe. Y se me ha ocurrido ir a echar un vistazo.
–¿Se está quedando conmigo? –le digo–. ¿Me está tomando el pelo, o qué?

Me parecía que el tipo se estaba pasando de listo.
–No –dice–. Le digo la verdá. Me gusta ir a dar una vuelta por sitios con el nombre bonito, como ese. Me gusta salir a ver todo tipo de sitios.
–¿Y cómo ha sabido que había un sitio que se llamaba así –le digo– si no ha ido nunca?
–Ah –dice–. Tengo un mapa.
–¿Un mapa? –digo.
–¡Pues claro! –dice–. Tengo un mapa donde salen todos estos sitios… Lo llevo siempre que salgo.

¡Josús! Y con las mismas va el tío y se saca el mapa del bolsillo y, perdóname, así como te lo digo: ¡que lo lleva ahí, no se lo ha inventao!… Un mapa grande como mayo de todo este puñetero sitio, con todos los caminos pintados. Marcados, no sé si me entiendes… Canarsie, todo el este de Nueva York, Flatbush, Bensonhoist, Brooklyn sur, los Heights, Bay Ridge, Greenpernt… Todo el puñetero dibujo. Lo tiene todo pintao ahí, en el mapa.

–¿Y ha estao usté en todos esos sitios? –le digo.
–Pues claro –dice–. He estado en la mayoría. Anoche mismo fui a Red Hook.
–¡Jesús! ¡A Red Hook! –digo–. ¿Y qué pintaba usté allí?
–Ah, no mucho –dice–. Estuve caminando un poco. Fui a un par de sitios y me tomé una copa, pero la mayor parte del tiempo estuve caminando.
–¿Caminando y ya está? –digo.
–Claro –dice él–. Mirando las cosas… Ya sabe.
–Pero ¿adónde fue? –le pregunto.
–Ah, pues… No sé cómo se llama el sitio, pero lo encontré en el mapa –dice–. Una vez iba andando por unos campos enormes donde no había casas, pero veía los barcos todos iluminados. Estaban cargando. Así que a veces también ando por el campo, hasta donde los barcos.
–Claro –digo yo–. Ya sé dónde estuvo usté. Estuvo en Erie Basin.
–Eso –dice–. Ahí tuvo que ser. Tienen unas grúas y unos elevadores grandísimos… Y estaban cargando los barcos. Vi algunos en el dique seco, todos iluminados, así que crucé por el campo y fui hasta allí.
–¿Y luego qué hizo?
–Ah, poca cosa –dice–. Regresé por los campos al rato. Me metí en un par de sitios a tomar una copa.
–¿Y no pasó nada mientras estuvo usté allí? –le pregunto.
–No, no pasó gran cosa –dice–. Un par de tipos se mamaron en un garito y empezaron a pegarse. Los echaron, y luego uno de ellos quiso volver a entrar y el del bar sacó un bate de béisbol de debajo del mostrador y el tío se fue.
¡Josús! –digo yo–. ¡Red Hook!
–Claro –dice–. Allí fue.
–Tiene usté que alejarse de ese sitio –le digo–. No vaya por allí.
–¿Por qué? –dice–. ¿Quépassa?
–Bueno, pues que es mejor no acercarse a ese sitio. Es un sitio al que no hay que ir.
–¿Por qué? –dice–. ¿Por qué es mejor no ir?

¡Josús! ¿Qué hace uno con un tío tan tonto? Ya vi que no servía de nada decirle las cosas, no sabía de qué le hablaba. Así que le dije:
–Nada, nada. Que se podría perder usté por allí.
–¿Perderme? –dice–. No, perderme no me pierdo. Tengo un mapa.

¡Un mapa, dice! ¡Que fue a Red Hook! ¡Josús!

Así que el tío me empieza a preguntar todo tipo de cosas, de las más locas: que cómo es de grande Brooklyn, que si yo no me pierdo cuando voy por ahí, que cuánto tarda uno en conocer la zona…
–¡Oiga! –le digo–. ¿Eso se le ha ocurrido a usté solito, ahora mismo? Uno nunca conoce Brooklyn del todo. Ni en un centenar de años. Yo llevo viviendo aquí toda mi vida y no conozco todo lo que hay que conocer, así que,
¿cómo quiere usté conocerlo entero, si ni siquiera vive aquí?
–Sí –dice–, pero yo tengo un mapa que me ayuda a encontrar el camino.
–Ni con mapa ni sin mapa va usté a conocer Brooklyn. Qué mapa ni qué niño muerto…
–¿Sabe usté nadar? –me suelta de pronto, como el que no quiere la cosa. ¡Josús! Yo ya había pensado que el tío estaba un poco p’allá. Había bebido bastante, desde luego, pero la locura se le veía en los ojos. Y no me gustaba. Y me lo repite:
–¿Sabe usté nadar?
–Claro –digo–. ¿Y usté?
–No –dice–. Una o dos brazadas na más. No aprendí bien.
Buah, es fácil –digo–. No hace falta más que un poco de confianza. Si le digo cómo aprendí yo… Mi hermano mayor me tiró del embarcadero un día, tendría yo ocho años. Con ropa y todo. «Ya verás cómo nadas, ya. Ya lo creo que nadas», dijo mi hermano. «O nadas o te ahogas». Y créame que nadé, ya lo creo que nadé. Cuando tiés que
hacer algo, lo haces. Y una vez que has aprendido, ya no te tiés que preocupar de más. Y no se olvida. Es algo que no se olvida en los días de tu vida.
–¿Y nada usté bien? –me dice.
–Como un pez –le digo–. Soy como un pez en el agua. Aprendí a nadar en el embarcadero, con los demás chavales.
–¿Y qué haría usté si viera a un hombre que se está ahogando? –dice el tío.
–¿Que qué haría? Pues hombre, echarme al agua y sacarle –digo–. A ver qué iba a hacer…
–¿Alguna vez ha visto ahogarse a un hombre? –dice.
–Claro –digo–. A dos tíos. Y las dos veces fue en Coney Island. Se fueron muy lejos y ninguno sabía nadar. Se ahogaron antes de que pudieran sacarlos.
–¿Qué pasa con la gente cuando se ahogan aquí? –dice.
–¿Cuándo se ahogan dónde? –digo.
–Aquí, en Brooklyn.
–No sé qué quicir usté –le digo–. No he oído nunca que se haya ahogao nadie aquí en Brooklyn. Como no sea en una piscina… En Brooklyn no se puede ahogar uno. Tiene que ser en otro sitio. En el océano, que hay agua.
–Ahogados –dice el tío mirando el mapa–. Ahogados…

¡Josús! Entonces me di cuenta de que estaba loco de atar. Tenía en los ojos esa mirada de loco, que… no sabía qué podría hacerme. Estábamos llegando a una estación, y no era mi parada. Pero me bajé a esperar al siguiente tren.
–Bueno, jefe. Hasta otra –le digo–. Y ahora tómeselo con calma, ¿eh?
–Ahogados –dice el tío mirando el mapa–. Ahogados.

¡Josús! He pensado en ese tipo lo menos mil veces desde entonces. No sé por qué me dio por ir con él a Bensonhoist solo porque al tío le gustó el nombre. Un tío que iba solo por Red Hook, andando, por la noche, mirando ese mapa… ¿Que cuánta gente había visto ahogarse en Brooklyn? ¿Qué cuánto tardaría en ver un tío con un mapa todo lo que había que ver en Brooklyn?

¡Josús! ¡Qué guillao estaba! ¿Qué habrá sido de él? No tengo ni idea. Le habrán dao un golpe en la cabeza, o seguirá dando vueltas en el metro en plena noche con su mapa. Pobre diablo. ‘Amos que cuando me acuerdo…

Tengo que reírme. A lo mejor ya se ha dao cuenta de que no vivirá lo suficiente para conocer todo Brooklyn. A cualquiera le llevaría toda la vida conocer Brooklyn de cabo a rabo. Y ni aun así. Ni por esas conoce uno Brooklyn del todo.

Solo los muertos conocen Brooklyn del todo.

Portada de WMagazín con avances literarios de la primavera de 2020.

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