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Lluvia, mar, ríos, lagos y piscinas literarias para refrescar la ola de calor

De Homero a Defoe, Mansfield, Pavese, Cheever o Banville, el agua en sus diferentes formas protagoniza novelas y cuentos inolvidables. WMagazín publica pasajes significativos de cada una de estas obras

Ante la ola de calor en España, y parte de Europa, WMagazín propone una serie de novelas y cuentos donde el agua en sus diferentes manifestaciones son clave en la historia narrada. Ya no solo como posible escenario, mares, lagos, ríos, lluvias, piscinas o hielos, sino también por su simbología.

Así es que una inmersión en textos protagonizados por el agua seguro que viene muy bien para refrescar estos días. Las siguientes son nuestras propuestas con algunos pasajes de los libros recomendados:

Odisea, de Homero

Así, pues, todo eso ha quedado cumplido; tu escucha
lo que voy a decir y consérvete un dios su recuerdo.
Lo primero que encuentres en ruta será a las Sirenas,
que a los hombres hechizan venidos allá. Quien incauto
se les llega y escucha su voz, nunca más de regreso
el país de sus padres verá ni a la esposa querida
ni a los tiernos hijuelos que en torno le alegren el alma.
Con su aguda canción las Sirenas lo atraen y le dejan
para siempre en sus prados; la playa está llena de huesos
y de cuerpos marchitos con piel agostada. Tú cruza
sin pararte y obtura con masa de cera melosa
el oído a los tuyos: no escuhe ninguno aquel canto;
sólo tú podrás escuchar si así quieres, mas antes
han de atarte de manos y pies en la nave ligera.

  • Odisea. Homero. Traducción de José Manuel Pabón. Editorial Gredos.

El nadador, de John Cheever

Era uno de esos domingos de mitad de verano en que todo el mundo repite: «Anoche bebí demasiado». Lo susurraban los feligreses al salir de la iglesia, se oía de labios del mismo párroco mientras se despojaba de la sotana en la sacristía, así como en los campos de golf y en las pistas de tenis, y también en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufría los efectos de una terrible resaca.
—Bebí demasiado —decía Donald Westerhazy.
—Todos bebimos demasiado —decía Lucinda Merrill.
—Debió de ser el vino —explicaba Helen Westerhazy—. Bebí ¡demasiado clarete.
El escenario de este último diálogo era el borde de la piscina de los Westerhazy, cuya agua, procedente de un pozo artesiano con un alto porcentaje de hierro, tenía una suave tonalidad verde. El tiempo era espléndido. Hacia el oeste se amontonaban las nubes, tan parecidas a una ciudad vista desde lejos —desde el puente de un barco que se aproximara— que podían haber tenido un nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba. Neddy Merrill, sentado en el borde de la piscina, tenía una mano dentro del agua, y sostenía con la otra una copa: ginebra.

  • El  nadador. John Cheever. Editorial RBA.

El mar, de John Banville

Myles, Chloe y yo pasamos, al parecer, casi todo el día en el mar. Nadamos bajo el sol y la lluvia; nadamos por la mañana, cuando el mar está inmóvil como una sopa, nadamos por la noche, cuando el agua nos recorre los brazos como ondulaciones de satén negro: una tarde nos quedamos en el agua durante una tormenta, y un rayo en horquilla cayo en la superficie del agua tan cerca de nosotros que oímos el crepitar y olimos el aire quemado. Yo no era un gran nadador.

  • El mar. John Banville. Traducción de Damian Alou. Editorial Anagrama.

La playa, de Cesare Pavese

Charlamos largamente aquella noche, y después fuimos a ver el mar bajo las estrellas. La noche era tan clara que se vislumbraba la blancura del rompiente bajo la barandilla del Paseo. Yo dije que realmente costaba creer que todo fuera agua y que el mar me daba la sensación de estar viviendo bajo una campana de cristal. Describí mi olivo como una vegetación lunar, aun cuando no había luna. Clelia, volviéndose entre Doro y yo, exclamó: ¡Qué bonito! Vamos a verlo.

  • La playa. Cesare Pavese. Traducción de Juan Antonio Masoliver. Editorial Seix Barral.

En la bahía, Katherine Mansfield

¡Ah, aaah!, susurraba el adormecido océano. Y desde los matojos llegaba el rumor de pequeños arroyuelos que discurrían veloces, ligeros, culebreando entre los pulidos guijarros, borboteando en las charcas de los helechos y volviendo a manar; y se oían las grandes gotas salpicando entre las hojas anchas, y algo más -¿qué era?-, un débil temblor y una sacudida, el golpe de una ramita y luego un silencio tan profundo que parecía que alguien estuviese escuchando.

  • Cuentos completos. Katherine Mansfield. Traducción de Clara Janés, Esther de Andreis, Francesc Parcerisas y Alejandro Palomas. Editorial Alba.

Robinson Crusoe, de Daniel Defoe

Poco después de mediodía el mar se puso como un espejo y la marea bajó tanto que pude acercarme a un cuarto de milla del barco; ya entonces sentía renovarse mi desesperación al comprender que si nos hubiéramos quedado a bordo todos estaríamos a salvo y en tierra, sin verme yo reducido a una absoluta soledad, huérfano de socorro y alivio. Derramé nuevamente lágrimas, pero como de nada me servían resolví si era posible llegar al barco. Hacía mucho claro, por lo cual me quité parte de la ropa antes de tirarme al agua, y nadando hasta el buque empecé a buscar un modo  de trepar a cubierta.

  • Robinson Crusoe. Daniel Defoe. Traducción de Julio Cortázar. Editorial Debolsillo.
Obras clásicas en la portada de WMagazín.

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Santiago Vargas

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