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Detalle de la portada de ‘El cuerpo. Cegador, 2’, de Mircea Cartarescu (Impedimenta). /WMagazín

Mircea Cărtărescu vuelve con su esperado mundo hipnótico en ‘El cuerpo’, segunda parte de ‘Cegador’

WMagazín avanza la nueva entrega de la trilogía del autor rumano, uno de los libros de la temporada. Un gran ejercicio literario onírico y real que sigue su viaje hacia su vida y la Vida donde tiempo y espacio se funden

Presentación WMagazín «Y el hiperpensamiento, que es todo, no es sino el hiperamor, que es nada». En esa frase está parte del corazón de Cegador, la trilogía narrativa de Mircea Cărtărescu de la cual se publica la segunda entrega en español: El cuerpo (Impedimenta), con traducción de Marian Ochoa de Eribe. Un viaje sorprende que empezó con El ala izquierda por la vida, la mente y la imaginación del autor, su familia hasta las raíces de más allá de más allá, hasta alcanzar el origen de todo y culminar con la caída del Muro de Berlín en 1989. Personas, familia, sentimientos, sueños, hechos y un lugar: Bucarest. La trilogía es catalogada como la obra maestra de Cărtărescu (Bucarest, 1956) publicada en Rumanía en los años 1996, 2002 y 2007.

WMagazín avance el comienzo de El cuerpo. Cegador 2 que llega a las librerías españolas como uno de los libros más esperados de la temporada. Mircea Cărtărescu despliega aquí su vena poética metamorfoseada en una voz narrativa hipnótica en un ejercicio literario lleno de sensaciones que no solo cuenta su vida sino la Vida misma desde lo real, lo pensado, lo soñado y lo fabulado tanto en las zonas luminosas como laberínticas. Una escritura onírica donde tiempo y espacio y sueño se funden en los sentimientos con algo divino y todo parece suceder a la vez.

El cuerpo sigue el recorrido por un rosario de historias que forman un coro alrededor de la vida a través de una escritura que desborda la imaginación en unas expresiones y frases de belleza inusitadas. Juegos de palabras que crean juegos literarios. Es la mente, el enigma de la belleza de su relojería. Una invitación a mirar la vida propia y la del resto de la humanidad desde otra perspectiva, la del ser humano en solitario, en su pensamiento, dentro del mundo y en un viaje por el universo.

El escritor rumano Mircea Cărtărescu. /Cortesía editorial Impedimenta-WMagazín

Ya lo dijo Cărtărescu en una entrevista a WMagazín: «La misión de los artistas es recordar aquello que no recuerda nadie» (Puedes ver la entrevista en este enlace). En los últimos años Cărtărescu ha ganado varios premios literarios entre ellos el Formentor de las Letras (puedes leer su discurso de aceptación publicado por WMagazín en este enlace) y dado el discurso inaugural de la Feria del Libro de Madrid 2018 cuando Rumanía fue el País Invitado de Honor con una conferencia magistral: La utopía de la lectura (puedes leerla en este enlace de WMagazín). Cărtărescu estará presente en la Feria Internacional del Libro de Bogotá FILBo, del 21 de abril al 5 de mayo.

Te dejamos con el comienzo de El cuerpo. Cegador 2, la vida en clave de Cărtărescu para recordar el tiempo, el espacio, el amor, la nada y el todo a la vez:

'El cuerpo. Cegador, 2'

Por Mircea Cărtărescu

Ya no vivo nada de verdad, aunque viva con una intensidad que las simples sensaciones no podrían expresar. En vano abro los ojos porque ya no veo. En vano permanezco inmóvil ante mi ventana ovalada, intentando captar sonidos. Es como si no tuviera tan solo unos pocos sentidos, sino millones, todos diferentes, adaptado cada uno a estímulos distintos: uno para la forma de la taza en la que tomo el café, otro para la forma del sueño de anoche. Otro para el terrible susurro en mis oídos que escuché claramente hace varios años, en mi habitación de Ştefan cel Mare, con un pijama andrajoso y los pies apoyados en el radiador. No percibo ya las variaciones de la luz, la altura del sonido, la química del clavel y de las lavazas, sino escenas completas, engullidas de golpe por un sentido virtual que se abre de repente en el centro de mi mente solo para esa escena brillante y pasajera como una ola, que reacciona con ella, que la aplana, la invade como una ameba y forman juntas otra realidad, antiquísima e inmediata, iluminada por la nostalgia y oscurecida por la extrañeza. Es como si todo lo que me sucede, para que pueda sucederme, tiene que haberme sucedido ya, como si todo existiera ya en mí, pero no abultado e íntegro, sino al acecho, en membranas arrugadas, rudimentarias, firmemente apretadas las unas sobre las otras en la estructura del cerebro —pero también en las glándulas y en los órganos y en mi crepúsculo y en mis casas en ruinas—, esperando allí la confirmación y el alimento de la llama modulada de la existencia, incompleta y embrionaria a su vez. Solo siento lo que sentí alguna vez, no puedo soñar sino los sueños ya soñados. Abro los ojos, pero no a los colores y los contornos, pues la luz no se descompone ya en corpúsculos que atraviesan mi cristalino y los estratos transparentes de mi retina para producir la rodopsina en células en forma de conos; llegan de golpe unas imágenes completas, esculpidas en rodopsina y acompañadas como de un aura de flecos de sonido y de filamentos de sabores y de fragancias, de hielo y de fiebre, de dolor y de compasión, del giro de la cabeza hacia la derecha confirmado y contrarrestado por el sentido coclear. Vienen barrios enteros con su tiempo, su espacio y sus emociones y, sobre todo, con su grado de realidad —porque pueden ser verdaderos o soñados, o imaginados, o transmitidos a través de las inefables varillas que unen nuestras vidas a las de nuestros antepasados—, vienen labios y sexos, y tranvías deslizándose por las vías en invierno, sobre la nieve sucia, viene mi madre a traerme comida de vez en cuando, a veces viene Herman. No podría percibir nada de esto si no se reconstruyera, de otra manera, en mi mente (mi mundo), si no se abrieran ahí los capullos oculares, si no me dijera en cada instante de mi vida: «Ya he vivido esto antes, ya he estado allí», así como no puedes ver la luz si no ha estado antes la luz en la zona occipital de tu vida, formando en ella el sentido para la luz. Por eso mi vida ya está vivida y mi libro está ya escrito, porque el pasado lo es todo, y el futuro, nada.

No podría sostener de ninguna manera la aplastante arquitectura de mi vida si no fuera yo mismo, enteramente, uno de sus órganos sensoriales. Y, así como el ojo no puede recibir ni comprender otra cosa que la luz pura, pues está esculpido por la luz en el hueso poroso de mi cráneo, y así como no hay nada en el mundo que pueda recibir y comprender la luz, también el paquete compacto de capas y membranas de mi cuerpo, con su anatomía y la melancolía de sus envoltorios, con su estructura tridimensional, tan difícil de comprender como la de un aldehído, es el solo, el enorme, el único órgano sensorial excitado exclusivamente por mi vida, por esta energía que no es ni luz, ni sonido, ni olor, ni sabor, ni sensaciones táctiles, ni cenestésicas, ni tampoco un desgarro de tejidos. Por lo demás, nada, nunca, podría percibir mi vida, esta viajaría en lo inexpresable como los billones de otros estímulos con los que nadie tiene nada que hacer, como la luz en los universos sin globos oculares o como el frío en mundos sin epidermis. Soy un enorme órgano sensorial solitario que se abre, como los lirios de mar, para filtrar a través de la carne blanca de mis nervios los turbiones de esta vida única, de este mar único que me alimenta y me contiene. Un solo analizador, una sola célula sensual, lúcida, que recibe sin cesar el viento solar de mi vida, con sus flecos caprichosos de aurora polar, con sus ocasos tortuosos y sus ocasos cegadores, que penetran entre las membranas transparentes, iluminan mis riñones y mis glándulas salivares, dibujan mi esqueleto con flúor y arsénico y tiñen con mercurio mis intestinos. Me modifican, producen alteraciones químicas, recuerdos y reflejos, imágenes y sonidos, liberan hormonas y sueños y ascensores y noches y rostros monstruosos, nunca antes vistos, y todo ese flujo orgánico y psíquico y trágico y ético y musical es enviado, a través de la fontanela, por los caminos ascendentes de la Divinidad, a través de sinapsis místicas y axones angelicales hacia el quiasmo óptico de la mente que nos abarca y, desde ahí, al tálamo del karma y a las proyecciones hacia las áreas sensoriales en las que se agrupan los santos y los jueces, con unos círculos dorados en torno a sus cráneos transparentes, y despiden lenguas de fuego y cianuro, miden, sopesan, dividen. Transformada en códigos y símbolos, en ballets alegóricos, mi vida se extiende, deforme, por el cráneo de la Divinidad, la tutela como un arcoíris, como un homúnculo eléctrico con dedos gigantescos, con millones de articulaciones, con labios de saxofonista, pero con el cuerpo minúsculo de una lombricilla que cuelga de un hilo de seda. Pues la Divinidad es un cerebro enorme, una medusa solemne con millones de sentidos que se desliza por la noche abisal, débilmente iluminada por unas baterías de luz azul. Su bóveda late levemente y su transparencia es solo amor dorado. Una gigantesca medusa que piensa. Un pensamiento que piensa, pero no en los términos del pensamiento, sino de la nada abisal que lo rodea, como si toda esa catedral pulsátil, más grande y más ornamentada y más compleja que la fuerza del pensamiento para pensarla, más dorada que el poder del amor de amarse a sí mismo, más poderosa, en fin, que el propio poder, más imperiosa que la propia voluntad, no fuera sino un minúsculo defecto de la nada que lo rodea, una imperfección de la muerte sin lacra que llena todo el vacío, una cavidad imposible de localizar en la roca de la noche infinita. Un accidente a su vez de la hipernada, del ultravacío, de la muerte elevada a la potencia de la muerte y del alef a la potencia del alef. Así hasta que la Divinidad no es finalmente sino un fantástico órgano sensorial abierto en el cristalino de la nada, que es a su vez el órgano sensorial de una nada más oculta. Pliegues sobre pliegues, como una rosa, como una vulva.

Yo, entre tanto, filtro mi vida. La engullo, la bebo, la veo, la huelo, la muerdo, la vivo, la odio, la poseo. Gusano con cuatro compartimentos simétricos, transformo mi vida en impulsos codificados y sigo transmitiéndola, de manera jerárquica, hacia arriba. El cráneo y el tórax muestran el paraíso, se colorean como el papel de tornasol cuando se empapan de beatitud. Pienso, respiro, empujo mi sangre gaseosa a través de las arterias. Es el triángulo de mi felicidad, la pirámide de mi humanidad y mi coro de ángeles cantando sobre la vasta alfombra de los nervios y músculos del diafragma. Cuando soy feliz, pienso, respiro y mi corazón late. Soy las funciones del pájaro, soy las alas desplegadas sobre el cráneo de diamante. Soy tres ojos claros y azules abiertos en las alas de la mariposa. Si fuera solo eso —cerebro, corazón y pulmones—, sería un dios, pues los dioses no tienen vísceras pringosas. Sería como una nave espacial que avanzara a través de un chorro de aire y sangre, propulsando su piloto cerebral entre las estrellas. Y él, el homúnculo, con un traje nacarado de mielina, manejaría su propio cuerpo como un sofisticado tablero de mandos, con las articulaciones de millones de dedos correteando sobre los billones de pelillos y poros de su cuerpo pensante. Y toda la nave estaría llena de líquido cefalorraquídeo, que brillaría como un oro líquido, y en el cráneo de ese piloto monstruosamente bello otro homúnculo haría tamborilear sobre su propio cuerpo decenas de miles de dedos como hilos de araña, y en su cráneo otro homúnculo flotaría en el líquido dorado. Y el cuerpo del más grande sería siempre el cosmos del más pequeño, y el mundo y la noche y Dios serían tan solo cosmos empaquetados unos en otros, separados por las paredes cada vez más delgadas de los huesos del cráneo, cráneos en cráneos en cráneos en cráneos…

Pero no soy tan solo un ángel, soy también un demonio terrible y grotesco que acecha bajo el diafragma como una tarántula peluda. Aquí tengo los intestinos y los riñones, y debajo, en la bolsa rojiza y arrugada, los extraños huevos que piensan el tiempo. Y el tubo a través del cual, empequeñecido y reducido a un vibrión soñador, viajo hacia el vientre de otro universo. Aquí me hundo en la abyección, desciendo en un chorro de orina y esperma. Aquí respiro el fuego sulfuroso del infierno. Y luego, así como mi cráneo, impulsado por el corazón y los pulmones, por el aire y el agua salada, alberga el cerebro y navega por los imbricados universos, el fuego del escroto y la tierra de los intestinos empujan el esperma a través del tiempo que hiende el espacio, de manera transversal, para formar con él una cruz de cuarzo imponderable. Y ahí está el infierno: cuerpos desnudos de hombres y mujeres acoplándose entre gemidos y convulsiones, saliendo unos de otros hasta el infinito, desgarrando los úteros y las vaginas, llenando sus cuerpos eréctiles de lubricantes y sangre, envejeciendo, reblandeciéndose, pudriéndose, pero liberando sin cesar óvulos y esperma, cápsulas asesinas que iluminan como fotones las bocas sensuales de otras mujeres, los muslos peludos de otros hombres, padres e hijos y padres e hijos que dejan atrás la podredumbre de los órganos disipados, de los huesos que se funden poco a poco en ataúdes de ese mismo cuarzo cegador. Vientres que contienen vientres en los que hay vientres, como si todas las madres y las hijas estuvieran encerradas unas en otras, en una serie infinita de embarazadas, una alternancia eterna de paredes uterinas y de fetos embarazados con otros fetos, úteros en úteros, úteros en úteros…

Pero resulta que esa medusa celestial no es solo cerebro ni solo pensamiento, es sexo y amor a la vez, y no por la fusión de principios y carnes, sino por su identidad esencial, porque en el extremo, en los extremos de los aposentos de llovizna, el hipercerebro, que es el espacio, no es sino el hipersexo, que es el tiempo. Y el hiperespacio, que es el pensamiento, no es sino el hipertiempo, que es el amor. Y el hiperpensamiento, que es todo, no es sino el hiperamor, que es nada. Y el todo-nada, incomprensible, inevitable, inalterable, es precisamente mi vida, que percibo con el órgano sensorial de mi cuerpo en cuyas aguas nado y palpito, que invento a medida que ella misma me inventa, hasta que se vuelve densa y yo me enrarezco y formamos juntos un complejo vida-cuerpo en el que no se sabe ya quién crea y sabotea a quién. Porque la matriz de mis órganos imprime a mi vida una forma codificada, la única que puede entender tu materia gris. A través de ella te envío el olor de mi cabello y el sabor de mis labios. El color de mis ojos y la dureza de mis uñas. Lo tienes todo en ese enorme código único, en este códice, en este libro ilegible, este libro.

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Mircea Cărtărescu
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