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Ilustración de Ana Juan para ‘Otra vuelta de tuerca’, de Henry James, en Galaxia Gutenberg.

Morir de miedo con cuentos de Balzac, Victor Hugo, Flaubert, Verne, Maupassant…

En los días de Santos y Difuntos publicamos las claves literarias de un género embrujador y su evolución en los autores franceses del siglo XIX. El libro 'Morir de miedo' es una antología de relatos de grandes autores del XIX, historias para entender la fascinación por el miedo y no dormir

Presentación WMagazín En algún rincón de cada persona hay una sombra de miedo alerta a asustar. Terrores infantiles, creencias juveniles, fantasmas de adultos que la mente y la superstición alimentan sin querer. Una extraña fascinación que los escritores del siglo XIX utilizaron con maestría en cuentos de toda índole que despertaron miedos impensable y crearon criaturas insospechadas: fantasmas, vampiros, espíritus, diablos, amantes que resucitan, objetos con vida propia… Muchos de estos terrores y espantos son recogidos en la antología Morir de miedorelatos firmados por relevantes escritores franceses, en una edición de Mauro Armiño y editada por Siruela.

WMagazín los recuerda en días de Todos los Santos y Difuntos, 1 y 2 de noviembre, aunque su celebración empieza la noche del 31 de octubre con el ya planetario Halloween. Para ello hemos seleccionado algunos pasajes del excelente prólogo que Mauro Armiño hace en esta antología. Ofrece una clase magistral sobre el significado de términos esenciales en el género: fantástico, extraño y maravilloso. Con ellos establede la evolución de los mismos en la literatura para crear historias de miedo y despertar fantasmas en cada lector.

Un género, señala la editorial, «que empieza asumiendo la herencia de la novela gótica y siguen luego la evolución histórica, para rechazar, por medio de la imaginación, el conformismo hipócrita de la sociedad propuesta por la Revolución Industrial. De Jacques Cazotte, que a finales del XVIII ya intuía presencias sobrenaturales, a Jean Lorrain y los autores de la Belle Époque, la nómina de escritores que abordaron lo fantástico incluye a los más grandes nombres del periodo —Nodier, Balzac, Gautier, Borel, Mérimée, Flaubert, Nerval, Verne o Schwob—, que testimonian cómo la fantasía creó un espacio de primera magnitud, dando así lugar a un nuevo género literario que aún en nuestros días sigue desarrollándose vigorosamente».

Muertos de miedo incluye relatos de Jacques Cazotte, Charles Nodier, Honoré de Balzac, Théophile Gautier, Philarète Chasles, Pétrus Borel, Prosper Mérimée, Gustave Flaubert, George Sand, Victor Hugo, Gérard de Nerval, Léon Daudet, Villiers de l’Isle-Adam, Guy de Maupassant, Jules Verne, Édouard Dujardin, Jules Lermina, Marcel Schwob, Henri de Régnier, Jean Lorrain y Jean Richepin.

Sin más, te dejamos con este texto que sirve de umbral para entender el tratamiento y la evolución de los miedos por grandes autores franceses:

'Morir de miedo'

Lo maravilloso, lo extraño, lo fantástico

Por Mauro Armiño

Definir lo fantástico se ha convertido en tarea imposible desde que el término se impuso hace algo más de siglo y medio aplicado a la literatura. Las numerosas definiciones que de ello se han dado no han hecho otra cosa que difuminar un objeto ya de por sí vago y heterogéneo, de lindes poco delimitadas, debido a la amplitud de su campo, por un lado; por otro, a su popularidad, que impulsa a buena parte de la crítica a considerarlo una obra de entretenimiento demasiado simple, un género menor, sin personajes de los que puedan desprenderse complejos análisis psicológicos o situaciones que ayuden a revelar un estado social concreto: desde los vampiros, que aparecen en Europa en la obra de Dom Calmet, pese a que niegue su existencia, hasta los zombis de la bit-lit (literatura del «mordisco»), toda una serie de obras y protagonistas de este género literario parece desterrada de la alta literatura, cuando no se encasilla como materia propia de un pasado con dos siglos o más de auge y caída, como si lo fantástico estuviera superado y no tuviera nada que ver con el hombre de hoy ni nada que ofrecerle; ante las explicaciones que la ciencia daba de la realidad, lo fantástico y lo misterioso habían entrado, a finales del siglo XIX, en vía muerta según Maupassant, que ya anunciaba en dos artículos: Adiós, misterios (1881) y Lo fantástico (1883), su desaparición ante los avances científicos, que no habían de tardar en explicar lo inexplicable (eso se esperaba): «Lentamente, desde hace veinte años, lo sobrenatural ha salido de nuestras almas. Se ha evaporado como se evapora un perfume cuando la botella se destapa. Si llevamos el orificio a la nariz y aspiramos mucho, mucho tiempo, apenas se encuentra un ligero aroma. Eso se acabó». Lo mismo afirma tres años más tarde Villiers de l’Isle Adam: «Lo fantástico es cosa pasada», en su novela La Eva futura (1886), considerada precisamente como una de las primeras narraciones de la ciencia ficción.

El destierro de lo fantástico de la alta literatura parece olvidar que lo sobrenatural y lo extraño han producido obras maestras, desde El Horla de Maupassant (1886-1887) hasta The Turn of the Screw (Otra vuelta de tuerca,1898) de Henry James, o La metamorfosis, por más que una parte de la crítica le niegue esa cualidad a la breve novela de Kafka, porque dicha calificación limitaría de hecho su dimensión narrativa. Curiosamente, además, a pesar de tal desdén, y frente a las barreras que parecen condenar a la alta literatura a no salir de su ámbito estricto, lo fantástico ha ensanchado sus dominios e invadido de manera profusa, hasta el exceso incluso, otras artes, en especial las de la imagen, como las plásticas —pintura, cómics, videojuegos—, la música o el cine. También parece olvidarse que, además de sus productos literarios, esas otras artes, y en especial la más popular, el cine, han tomado con fuerza el relevo y han gozado de más predicamento durante el pasado siglo que cualquier otra temática; por no hablar de su capacidad para constituir por sí mismo nuevos géneros (subgéneros, si se quiere) como la ciencia ficción.

Sentidos y significación divergentes

El Diccionario de la Lengua Española continúa definiendo fantástico como algo «quimérico, fingido, que no tiene realidad y consiste solo en la imaginación»; en esa primera acepción parece traducir de manera aproximada la definición que ofrece el diccionario francés Littré de 1863: fenómeno complejo «que tiene que ver con la imaginación y más bien con el exceso de esa facultad. Lo fantastique se opone a la lógica». Es este diccionario el que inaugura la acepción que, según Steinmetz, aquí nos interesa; es decir, la aplicada a definir fantastique como elemento literario y como sustantivo que nombra cierta categoría literaria: «1. Que solo existe por la imaginación; 2. que no tiene más que la apariencia de un ser corporal». El adjetivo fantastique había aparecido antes en Francia, referido a Hoffmann, en el texto de un periodista (agosto de 1828), y vuelve a ser utilizado al año siguiente a la hora de trasladar, de forma más o menos acertada, el título del escritor alemán: Fantasiestückein Callots Manier (Fantasías a la manera de Callot) (1814-1815); en traducción literal debería ser «trozos de fantasía a la manera de Callot», pero François-Adolphe Loève-Veimars (1801-1854), autor de una traducción no demasiado fiel ni completa titulada Cuentos fantásticos (veinte volúmenes, 1829-1833), añade a su prólogo un artículo del escocés Walter Scott (1771-1832), defensor de lo maravilloso en su vertiente historicista, la plantilla sobre la que están escritas sus famosas novelas: «Sobre Hoffmann y las composiciones fantásticas», donde fantásticas traslada el término supernatural escrito por el novelista escocés para arremeter contra la desbocada imaginación de Hoffmann: «La predilección de los alemanes por las cosas misteriosas les ha hecho inventar un género de composición que, probablemente, no habría podido ver la luz en otro país o en otra lengua. Se le puede llamar género fantástico [supernatural], en cuyo seno una imaginación liberada de toda regla se entrega a la libertad más incontrolada y más desenfrenada». Para Scott, lo fantástico equivale a grotesco, extravagante, algo que se debe rechazar por ajeno al ser humano.
(…)
El primer problema que lo fantástico plantea es la utilización del término, cuyo sentido primero se ha desgastado y perdido; si en su aparición en la Edad Media, fantasía indica la imaginación y sus derivados, que van de lo extravagante a lo fabuloso, en la actualidad, tras haberse diluido en frases cotidianas, se aplica a cualquier cosa, objeto, persona, acción, intriga, etc., por la capacidad del lenguaje de producir significaciones globales, aunque no sean precisas; Freud ya advertía en 1919 sobre la conveniencia de separar la utilización de fantástico en el lenguaje cotidiano y en su aplicación a la ficción. «Hace un tiempo fantástico», «llevo una vida fantástica», «esa luz es fantástica» y un largo etcétera son frases comunes en las que el adjetivo encubre el significado superlativo de bueno, más allá de otros como excelente, magnífico; en la más aproximada de las expresiones quiere decir algo que supera lo corriente, que transciende lo habitual, convirtiéndose entonces en sinónimo, o poco menos, de inusitado, inusual, extraordinario, extraño, y, en ciertos casos, de extravagante o grotesco; el uso para todo del adjetivo borra su significación aplicada al campo específico al que se refiere el término. Ocurre a menudo: por ejemplo, voces como trágico o surrealista se aplican a situaciones variopintas en las que poco tiene que ver el concepto que nace de las obras de Esquilo o de André Breton.

La exclusión de lo maravilloso

Lo maravilloso fue el primer terreno en el que empezaron a dirimirse los límites del género y a precisarse su papel concreto. Para Nodier lo maravilloso pertenecía a lo fantástico. El «Érase una vez», o el «Había una vez» con que arrancan esos cuentos abren un mundo ajeno a lo real que el lector admite desde el principio, dejando en suspenso su capacidad de incredulidad, la suspension of disbelief, según el poeta inglés S. T. Coleridge; de ahí que el lector se deje llevar encantado por la lógica irreal sin el menor sobresalto; ese mundo de féerie, con hadas, elfos, dragones y unicornios, procede de la Edad Media, por no remontarnos en el tiempo hasta sus fuentes célticas del norte precristiano de Europa. Lo mismo puede decirse de lo «maravilloso negro», la novela gótica, con sus vampiros, diablos e inframundos infernales (Vathek), donde la suma de terrores y violencia termina convirtiéndose en catarsis durante la lectura. Freud fue el primero en deslindar ese mundo maravilloso donde hasta lo increíble puede ocurrir al margen de lo cotidiano. En su artículo Das Unheimliche (Lo ominoso, 1919) afirma que, al haber abandonado el cuento tradicional el terreno de la realidad, el lector no sufre ese efecto «ominoso» que sí produce y exige lo fantástico, generador de angustia y de amenazas indefinibles. «Lo maravilloso es lo sobrenatural aceptado, y lo extraño, lo so-brenatural explicado. Lo fantástico es la vacilación sentida por un ser que solo conoce las leyes naturales frente a un acontecimiento en apariencia sobrenatural», según Todorov, que ya apunta una nueva subdivisión: la de lo extraño. Desde la primera página de una narración maravillosa, el lector acepta como pura invención la quimera referida, que, al estar ya codificada, no le provoca la menor alteración pese a que se le proponga la ruptura del orden lógico y racional: los «cuentos» de hadas (de El sueño de una noche de verano de Shakespeare a La bella y la bestia de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont (1757), los viajes extraordinarios (Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift, Los Estados e imperios de la luna y del sol de Cyrano de Bergerac, por ejemplo), las alegorías (las Fábulas, desde Esopo y Fedro a La Fontaine), las utopías (desde La isla de los esclavos de Marivaux y Las aventuras de Telémaco de Fénelon hasta el Cándido de Voltaire, que recrea la de El Dorado) no cuestionan en absoluto al lector; este sabe siempre dónde está y cómo ha de moverse en ese espacio irreal; tampoco le perturban —aunque de hecho no se adscriban a lo maravilloso— las narraciones góticas o frenéticas (desde el Vathek de William Beck ford hasta Los cantos de Maldoror del conde de Lautréamont), que proponen historias «chocantes» (para no decir excéntricas o estrambóticas) llevadas a su último límite, ni las novelas de ciencia ficción, que aplican el realismo después de plantear una hipótesis científicamente imposible o no alcanzada (las principales novelas de Jules Verne, antes de llegar al siglo XX); para Todorov, este tipo de textos abre un subgénero, el de «lo maravilloso científico». Ni tampoco pueden vincularse al género relatos tan fantásticos, tan «fantasiosos» por su mezcla de irrealidad y realidad, como la obra maestra de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, o Alicia en el País de las Maravillas (1865) y su continuación Al otro lado del espejo (1872) de Lewis Carroll. (…)

Lo extraño

En una de las citas anteriores veíamos a Todorov introducir la distinción de lo extraño en ese binomio de lo maravilloso y lo fantástico: lo extraño supone el relato de unos hechos que, a ojos del lector, rompen con las leyes naturales, pero que en su camino hacia el desenlace van recibiendo una explicación lógica. Seguimos estando en el orbe de lo fantástico, pero en una de sus lejanas fronteras. El ejemplo demostrativo de este «fantástico provisional», como lo denomina Jean Fabre, sería el Doble asesinato en la calle Morgue, de Poe, cuyo enigma —el asesinato de dos mujeres— recurre al artificio de la habitación o el piso cerrados a cal y canto; el caballero Auguste Dupin lo resuelve mediante una pirueta que atiende a las exigencias de la racionalidad —el asesino ha sido un mono escapado de un circo que ha penetrado por la chimenea—. Esta explicación racional de hechos presentados bajo la óptica de una maraña de detalles extraordinarios y coincidencias imposibles constituiría ese «fantástico provisional», que recurre a una gran variedad de estratagemas: por ejemplo, la de la alucinación que refiere hechos al margen de toda lógica, o la del sueño, bastante socorrida a lo largo del siglo XIX, de la que Los agujeros de la máscara, de Jean Lorrain, es uno de los ejemplos más acabados, con una declaración final que devuelve todo a la realidad y deja la ambigüedad del relato como alegoría.
  •  Morir de miedo. Varios autores. Edición de Mauro Armiño (Siruela).

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