Gabriel García Márquez (1927-2014).

Secretos cotidianos del proceso de escritura de ‘Cien años de soledad’

MACONDO DÍA 4 'La cueva de la mafia' es el nombre que dio García Márquez a la pequeña habitación donde escribió su famosa novela. Uno de sus biógrafos avanza aquí el capítulo dedicado a los años del proceso de gestación y redacción del libro

INTRODUCCIÓN: ‘ No moriré del todo. Gabriel García Márquez‘ (Luna Libros) es el título de la biografía que Conrado Zuluaga escribió este año sobre el escritor y Nobel colombiano. En un libro de 236 páginas, Zuluaga, gran experto en la obra y el mundo garciamarquiano, condensa la vida del autor de Cien años de soledad, El coronel no tiene quien le escriba, El otoño del patriarca, Crónica de una muerte anunciada o El amor en los tiempos del cólera de una manera clara, directa y emotiva. Sus páginas llegan hasta la última gran aparición pública de García Márquez: El homenaje que se le rindió en Cartagena de Indias durante el Congreso de la Lengua Española, en 2007. Luego, a manera de epílogo, recoge la reacción de la prensa mundial tras el fallecimiento del autor el 17 de abril de 2014.

El siguiente es el capítulo dedicado a la gestación y proceso de escritura de su obra cumbre, entre 1965 y 1967:

La cueva de la mafia

En torno a la gestación y redacción de Cien años de soledad, su novela cumbre, aunque el autor tenga otras preferencias, se han tejido toda suerte de versiones. Desde las que generó el mismo García Márquez cuando habló –fueron muchas las ocasiones– asediado por los periodistas con el libro en plena efervescencia, hasta las que produjeron sus amigos y luego los estudiosos de su obra y los biógrafos, para llegar, si se suman los artículos de ocasión, las tesis de grado y las reseñas, a cifras francamente desconcertantes.

Esta circunstancia conduce a una extravagante situación, parecida a la que padeció el anciano granítico de El otoño del patriarca, el viejo enamorado del poder desde tiempos inmemoriales quien, en cierta ocasión, en la que era trasladado en una caravana compuesta por varios automóviles que durante el recorrido cambiaban de lugar y orden en el cortejo, terminó por perder el sentido de la realidad al punto de no saber en cuál de todos los autos iba él. Algo similar le sucede al lector de García Márquez cuando deja a un lado sus libros y quiere saber un poco más sobre el escritor colombiano.

En una dimensión menor le ocurre lo mismo a quien trata de contar cómo se gestó y cuándo y en qué circunstancias tuvo lugar la redacción de Cien años de soledad. La mayoría de esos intentos se concentran en los veinticuatro meses anteriores a la aparición de la novela. Es decir, a los dos años transcurridos entre mediados de 1965 y el 5 de junio de 1967, fecha en que la Editorial Sudamericana de Buenos Aires puso en venta la obra en la capital argentina. La redacción, es cierto, ocurrió entre esas fechas. Algunos sostienen que fueron casi treinta meses; el autor ha declarado siempre que fueron dieciocho a partir de una mañana de octubre, mientras otros afirman –ni tan temprano como enero, ni tan tarde como octubre– que fueron apenas catorce meses. Treinta, dieciocho, catorce, ¿qué más da?

Lo más prudente, entonces, es acogerse a las declaraciones del autor, aunque invente: dieciocho meses encerrado al final del salón de su casa (La Loma 19, San Ángel Inn, México 20, D. F. ), en donde se había construido una especie de estudio, conocido por todos sus amigos como “la cueva de la mafia”. Año y medio a partir del momento en que comprendió que el tono más apropiado –convincente y poético, como anhelaba él– era el mismo que había utilizado su abuela Mina, cuando ponía “su cara de palo”, allá en la más remota infancia del escritor, para mantenerlo “atado” a la silla colocada en un rincón de la casa de Aracataca, mientras lo vigilaban los santos acusetas; el mismo tono que asumía la tía Francisca Simodosea Mejía para explicar que un huevo deforme era de basilisco y debían quemarlo en una hoguera en el patio. Tal vez, el mismo tono y la misma cara de palo que adoptó el abuelo Papalelo, el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía, cuando lo llevó a conocer el mar siendo niño y quien, ante la pregunta “¿qué hay en la otra orilla?”, sin la menor sombra de duda o titubeo le respondió: “Del otro lado no hay orilla”. Es el mismo tono de Kakfa en la frase inicial de La metamorfosis, o el tono de Rulfo en el comienzo de Pedro Páramo.

Dieciocho meses, durante los cuales Mercedes asumió todo el peso de la casa, con los cinco mil dólares que García Márquez le entregó, y luego el monto del automóvil que había comprado con el premio de La mala hora. Al final de ese año y medio ningún dinero alcanzó, y Mercedes debió echar mano de otros recursos y consiguió que le fiaran la carne y el alquiler de la casa. Se encontraban al límite cuando el escritor dio por terminada la novela, al extremo de que para enviar el original de casi seiscientas cuartillas a Buenos Aires tuvieron que dividirlo en dos mitades y empeñar las últimas posesiones de la casa. García Márquez recuerda el lacónico comentario de Mercedes una vez despachadas las dos mitades: “Ahora lo único que falta es que esta novela sea mala”.

Los métodos de los escritores son peculiares. Hemingway, por ejemplo, escribía de pie y su único movimiento consistía en cambiar el peso del cuerpo de una pierna a la otra. Cuando le preguntaron por qué, contestó que para cansarse rápido y no escribir porquería. Faulkner, por su parte, sostenía que sólo necesitaba papel, lápiz, whisky y tabaco. A su vez, García Márquez tenía un método práctico y efectivo que le permitía estar siempre conectado con el relato y no perder ni el hilo ni el impulso. Durante la escritura de Cien años de soledad descubrió que una de las grandes dificultades consistía en conectar a la mañana siguiente con el trabajo del día anterior. Entonces resolvió que lo único que le permitiría engranar de inmediato consistía en dejar trabajo pendiente, algo parecido a otra estrategia de Hemingway, quien también sostenía que no era prudente agotar el pozo, que había que suspender cuando todavía quedaba algo en el fondo, de modo que durante el receso el pozo volviera a llenarse. Así fue como el Nobel colombiano descubrió un método eficaz y productivo: después del trabajo matinal de unas seis horas, suspendía su labor pasado el mediodía y se tomaba un descanso. Por la tarde, a mano, siempre a mano, corregía las cuartillas producidas durante la mañana. Al final de la tarde, ya casi entrada la noche, suspendía su labor hasta el otro día. De ese modo, a la mañana siguiente empezaba por incorporar al texto las correcciones y anotaciones realizadas la tarde anterior, para después continuar adelante con relativa fluidez.

Así fue la mecánica de trabajo de la novela que constituiría su consagración. En las noches, cuando algunos de sus amigos llegaban de visita –en particular Mutis que se ahogaba de ansiedad por saber más y más de la novela– el escritor contaba algunos avances o hablaba de los personajes que más lo seducían. En los días siguientes, Mutis les contaba a otros amigos apartes que enriquecía con su entusiasmo, de modo que en algún momento hubo dos novelas, por decirlo de alguna forma. Una, la que escribía García Márquez y, otra, la que contaba Mutis durante el día:

Habíamos ido –recuerda María Luisa Elío en la entrevista ya citada, concedida a Cambio– a una conferencia que ofreció Carlos Fuentes poco antes de irse a Europa: Gabo, Mercedes, Rita Macedo, Carmen, Jomi y yo. Álvaro dijo: “Mi mujer preparó un arroz a la catalana, vengan a la casa a comerlo”. Ahí Gabo comenzó a hablar de una novela que estaba escribiendo. Era una cosa desmedida, gigantesca, alucinada. Yo era muy bruja de joven, atinaba siempre en todo. En ese momento, mientras lo oía hablar, le dije: “Si escribes eso el mundo no va a volver a ser el mismo. Si escribes eso es como si volvieras a escribir la Biblia”. Gabo me preguntó: “¿Te gusta el libro?”. Dije: “Me maravilla”. Y él contestó: “Pues es tuyo”.

Más que la escritura de una novela, fue un combate sin cuartel que el escritor había empezado veinte años atrás y del cual libraba, en el encierro de la “cueva”, su último asalto. Veinte años en los que se debatió con la búsqueda del tono apropiado y de la perspectiva necesaria, en los que trajinó por diversos estilos e innumerables lecturas en busca de su estilo propio, en los que se debatió contra la adjetivación tumultuosa y el imperturbable lugar común que lo seguían a todas partes. Veinte años para aprender a escribir una novela en un país carente de tradición literaria, veinte años para no tomar –ni por ignorancia ni por voracidad– el rábano por las hojas. Veinte años para descubrir que el tono apropiado, el convincente y poético para narrar su historia de fábula, era el mismo que utilizaba su abuela para ejercer algún control sobre él, el mismo del abuelo para descubrirle el mundo. Veinte años sin tregua –la mitad de los que necesitó el coronel Aureliano Buendía, pero, eso sí, con las mismas penalidades– para descubrir las bondades de la simplicidad:

[…] rasguñó durante muchas horas, tratando de romperla, la dura cáscara de su soledad. Sus únicos instantes felices, desde la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo, habían transcurrido en el taller de platería, en donde se le iba el tiempo armando pescaditos de oro. Había tenido que promover 32 guerras y había tenido que violar todos sus pactos con la muerte y revolcarse como un cerdo en el muladar de la gloria, para descubrir con casi cuarenta años de retraso los privilegios de la simplicidad. (p. 149).

La novela apareció, en las librerías y los quioscos de periódicos y revistas de Buenos Aires, el 5 de junio de 1967, editada por Editorial Sudamericana. Tal vez, como en ninguna otra ocasión, concurrieron una serie de hechos y circunstancias que la hicieron posible. Avanzaba ya la segunda mitad de 1965, García Márquez se encontraba en las vísperas de su revelación en cuanto al tono. Según él mismo, iba camino de Acapulco con la familia para unas vacaciones, cuando lo comprendió todo. Entonces dio media vuelta y se encerró dieciocho meses. Pero antes de que esto ocurriera llegó a México Luis Harss, quien preparaba desde tiempo atrás un libro sobre los nueve principales escritores latinoamericanos. Una especie de canon literario de la región. En su entrevista con Fuentes, uno de los nueve, este le habló de García Márquez y le prestó los libros que tenía, porque Harss reconoció no saber nada de él. Finalizada la lectura, se entrevistó con el escritor colombiano. Unos meses más tarde, ya en Buenos Aires y a poco de finalizar el año, se repitió la misma escena: Harss habló con Francisco Porrúa, director editorial de Sudamericana, y le contó que su libro sería sobre diez y no sobre nueve escritores. El décimo era García Márquez. Porrúa no había leído nada de él y Harss le prestó los libros que se había llevado de México.

Para Francisco Porrúa, dueño de un finísimo olfato, la lectura de los libros de García Márquez constituyó todo un descubrimiento. La primera reacción no se dejó esperar: envió una carta al escritor colombiano en donde manifestaba su interés y disposición para reeditar esos libros. García Márquez le contestó diciéndole que era imposible porque estaban comprometidos con otros editores que, además, eran sus amigos. Pero como alternativa el escritor le ofreció una novela “a punto de terminar”. Porrúa pidió conocer algo de ese nuevo texto y García Márquez le envió cuatro capítulos. También esta vez la reacción fue inmediata: Porrúa le envió un contrato y quinientos dólares de adelanto. ¡Por fin alguien percibía el potencial que encerraban esos libros y los cuatro capítulos! García Márquez, que llevaba quince años buscando una oportunidad como esa, tuvo claro que no valía la pena discutir, forcejear o regatear. Él quería que lo publicaran, y qué mejor que una editorial como Sudamericana, envuelta desde mucho tiempo atrás en un aura de prestigio casi legendario. El autor firmó el contrato con la editorial argentina el 10 de septiembre de 1966. La novela iba muy adelantada, pero todavía faltaban unos cuantos meses de diarios combates, en la “cueva”, con jornadas de diez o más horas.

Además de la versión oral de Álvaro Mutis, en un momento determinado hubo varias copias mecanografiadas de Cien años de soledad. En el momento en que García Márquez consideraba que un capítulo estaba terminado, que había adquirido su forma definitiva, se lo entregaba a una secretaria que lo volvía a pasar a limpio, casi como un asunto maniático. Había un original y varias copias. Aparte del ejemplar mecanografiado que llegó a manos de Porrúa, del que nadie supo dar razón después, tampoco se sabe nada de las copias restantes que circularon entre sus amigos de México y Colombia. Eligio García Márquez, Gigio, trató en vano de dar con el paradero de estas. La crónica de esa búsqueda, así como de todas las indagaciones que adelantó –con una discreción y una devoción dignas de imitar– del proceso de gestación de la novela, están consignadas en un juicioso libro que encierra muchas enseñanzas: Tras las claves de Melquíades. La paradoja estriba en que en pleno siglo XXI no se dispone de un original de una de las novelas más célebres y más leídas de la centuria. El documento que más se aproxima a ese original son las galeras, la “primera prueba de galeras”, que el escritor recibió de la editorial y corrigió de su puño y letra. El mismo fajo de hojas de prueba –ciento ochenta en total–, de treinta centímetros de largo cada una, que un tiempo más tarde él regalaría a Luis Alcoriza y su mujer: “Para Luis y Janet, una dedicatoria repetida, pero que es la única verdadera, ‘del amigo que más los quiere en este mundo’, Gabo, 1967”.

Las pruebas de galeras, entonces, fueron un obsequio de García Márquez a Luis Alcoriza y Janet Riesenfeld, mientras que la novela fue dedicada a Jomí García Ascot, un maravilloso poeta casi desconocido en Colombia, y a su esposa, María Luisa Elío, española que emigró a México con sus padres y hermanas durante la Guerra Civil Española. Guionista y actriz de la película En el balcón vacío, confidente del autor durante la redacción de Cien años de soledad –hasta convertirla, así lo reconoce ella misma, en un ser humano privilegiado– y autora de un deslumbrante y conmovedor libro de relatos, Tiempo de llorar. Una especie de crónica de un imposible pero ansiado retorno a la ciudad de su niñez, a los espacios de su infancia, como lo señala Álvaro Mutis en el prólogo a la edición española: “su lectura tiende a convertirse en una ronda inagotable de pena, sueño y dolor del exilio, del exilio interior que todos llevamos dentro y pocos saben reconocer…”.

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8 comentarios

  1. Dicen que lo dijo GGM aunque no tengo la fuente ni forma ni interés en buscarla, que alguna vez le nombraron a GGM a Conrado Zuluaga (Osorio, por más señas) y que él GGM acotó, «alguien que sabe más de mí, que yo mismo». Cita histórica.

  2. Dicen que alguna vez le nombraron a GGM a Conrado Zuluaga y que el Nobel acotó «alguien que sabe más de mi que yo mismo. Cita histórica, pienso.

  3. No lo sé, pero sí sé que es un gran investigador y conocedor de la obra garciamarquiana. Y sabe contar muy bien las cosas como lo demuestra en el artículo que publica en WMagazín.

  4. Es muy buen libro. Un gran acercamiento a la vida y obra de García Márquez. Me alegro que te guste. Un saludo y gracias por ayudarme a difundir WMagazin.com

  5. Me alegro que te guste el pasaje de la biografía de Conrado Zuluaga sobre García Márquez. Un saludo y gracias por ayudarme a difundir WMagazin.com

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