Sesenta años sin Lampedusa, príncipe de la belleza de ‘El Gatopardo’

El 23 de julio de 1957 murió el escritor italiano y creador de una única novela publicada un año después de su muerte y convertida en clásico desde el principio. Estas son las conexiones de su vida y su maestría literaria

Hace sesenta años murió un hombre que tenía sesenta años sin saber que alcanzaría la eternidad literaria. La muerte lo sorprendió dormido la madrugada del 23 de julio de 1957. Estaba en Roma enfermo de cáncer de pulmón. Era, es, Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Era, es, el príncipe de Lampedusa y duque de Palma di Montechiaro autor de una única novela y obra imprescindible: El Gatopardo.

«Al cabo de una hora se despertó descansado y descendió al jardín. Poníase ya el sol y sus rayos, amortecido su poder, iluminaban con luz cortés las araucarias, los pinos, los robustos carrascos que eran la gloria del lugar. Desde el fondo del sendero principal que descendía lento entre altos setos de laurel encornisando anónimos bustos de diosas desnarigadas, oíase la dulce lluvia de los surtidores que caía en la fuente de Anfitrite. Hacía allí se dirigió juvenil y deseoso de volver a verlos. (…) De la fuente de las aguas tibias, de las piedras revestidas de musgos emanaba la promesa de un placer que nunca podría convertirse en dolor. En un islote en el centro de la redonda taza, modelado por un cincel inexperto pero sensual, un Neptudo expedito y sonriente atrapaba a una Anfitrite  anhelante: el ombligo de ella, humedecido por las salpicaduras, brillaba al sol, dentro de poco, de escondidos besos en la umbría  acuática. Don Fabrizio se detuvo, miró, recordó, lamentándose. Se quedó un largo rato.
-Tiazo, ven a ver los melocotones forasteros. Están muy bien. Y déjate de estas indecencias que no están hechas para hombres de tu edad.
La afectuosa malicia de la voz de Tancredi lo distrajo de su aturdimiento voluptuoso».

Es la obra epigonal de alguien que desde niño fue un lector voraz que nunca se atrevió a escribir. Hasta los últimos tres años de su vida cuando cogió cuaderno y pluma para escribir con la misma pasión con que había leído. Una vez terminó El Gatopardo solo escuchó noes a la hora de publicarla. Un año después de fallecido la novela apareció en una edición de Giorgio Bassani bajo el sello Feltrinelli. Ya solitaria y huérfana, la obra siguió imparable hacia adelante mientras todos empezaron a mirar hacia atrás, hacia la vida de su creador.

Vieron que parte de la soledad interior de sus dos personajes masculinos, el Príncipe de Salina y su sobrino Tancredi Falconeri, procedían del propio Lampedusa. El Gatopardo describe mundos idos que se reinventan con intereses espurios: la Italia de Garibaldi que se transforma a partir de 1860, la aristocracia que se vende para no hundirse, las personas que enmascaran sus sueños y sentimientos en función de los intereses que la tradición impone, de lo que ellos creen que deben ser, y, en el fondo, solo viven con una eterna sombra de tristeza ante la propia traición.

Ruido sobre una campana de silencio, lamentos, desencuentros, sueños autoaniquilados.

Sensaciones de un hombre rico, lector, culto y que participó en las dos guerras mundiales. “Lampedusa no entendía tal vez muy cabalmente el mundo y, acaso, no sabía vivir en él. Su propia vida denota algo del inmovilismo de su visión histórica”, escribe Mario Vargas Llosa en La verdad de las mentiras (Alfaguara).

Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957), de la exposición de Casa del Lector, de Madrid.

Nació, recuerda el Nobel peruano, “en Palermo, el 23 de diciembre de 1896, en el seno de una antiquísima familia que comenzaba a dejar de ser próspera, y sirvió de artillero en el frente de los Balcanes durante la Primera Guerra Mundial. Hecho prisionero, se fugó y, al parecer, cruzó media Europa a pie, disfrazado. A mediados de los años veinte conoció en Londres a la baronesa letona Alejandra von Wolff-Stomersll, una psicoanalista, con la que se casó. Estos dos episodios parecen haber agotado su capacidad de aventuras físicas. Porque según todos los testimonios, los treinta y pico de años restantes —murió en Roma, el 23 de julio de 1957— los pasó en su ciudad natal sumido en una rutina rigurosa, de lecturas copiosas y cafés, de la que no parece haberlo apartado ni siquiera la bomba que, en 1943, pulverizó el palacio de Lampedusa, en el centro de Palermo, que había heredado».

Polvo, eco y silencio.

Belleza y horror sentidos desde niño y evocados en la vieja casona de la via Butera, donde vivía. Vargas Llosa cuenta que «se le veía salir cada mañana, temprano, apresurado. ¿Adonde iba? A la Pasticceria del Massimo, de la via Rugero Settimo. Allí, desayunaba, leía y observaba a la gente. Más tarde, en un café vecino, el Caflisch, asistía a una tertulia de amigos en la que acostumbraba permanecer mudo, escuchando. Era un incansable rebuscador de librerías. Almorzaba tarde, siempre en la calle, y permanecía hasta el anochecer en el Café Mazzara, leyendo. Allí escribió El Gatopardo, entre fines de 1954 y 1956, y sin duda los relatos, el pequeño texto autobiográfico y las Lezzoni su Stendhal que han quedado de él. No tuvo contactos con escritores, salvo una fugaz aparición que hizo a un congreso literario, en el convento de San Pellegrino, acompañando a un primo, el poeta Lucio Piccolo. No abrió la boca y se limitó a oír y mirar. Leía en cinco lenguas —el español fue la última que aprendió, ya viejo— y su cultura literaria era, según Francisco Orlando (Ricordo di Lampedusa, Milano MCMLXIII), muy vasta. Sin duda lo era y la mejor prueba es su novela. Pero, aun así, la duda se agiganta cuando advertimos que este perseverante lector no había escrito sino cartas hasta que, a los cincuenta y ocho años de edad, cogió de pronto la pluma para garabatear en pocos meses una obra maestra. ¿Cómo fue posible? ¿Debido a que este aristócrata que no sabía vivir en el mundo que le tocó sabía, en cambio, soñar con fuerza sobrehumana? Sí, de acuerdo, pero ¿cómo, cómo fue posible?”.

Manuscrito de ‘El Gatopardo’, de la exposición de Casa del Lector de Madrid.

Lo cierto es que obró el milagro y escribió, y escribió…

«Aquéllos fueron los días mejores de la vida de Tancredi y de la de Angelica, vidas que hubieron de ser luego tan movidas y tan pecaminosas sobre el inevitable fondo de dolor. Pero ellos entonces no lo sabían y perseguían un porvenir que consideraban más concreto, aunque luego resultase haber estado formado solamente de humo y viento. Cuando se hicieron viejos e inútilmente prudentes, sus pensamientos volvierona aquellos días con una insistente nostalgia: habían sido los días del deseo presente siempre porque siempre fue vencido, de muchos lechos que se les ofrecieron y que fueron rechazados, del estímulo sensual que precisamente por inhibido, por un instante se había sublimado en renuncia, es decir convertido en verdadero amor. Aquellos días fueron la preparación a su matrimonio que, incluso eróticamente, se malogró, pero fue una preparación que se expresó en un conjunto firme, exquisito y breve: como esas sinfonías que sobreviven a las óperas olvidadas a que pertenecen y que contienen abocetadas, con su alegría velada de pudor, esas arias que al desarrollarse en la ópera, sin habilidad alguna, se malogran».

Este pasaje de El Gatopardo refleja parte de las lecturas, talento y conocimiento del alma humana que tenía Lampedusa. Javier Marías lo describe así en su libro de perfiles Vidas escritas:

“Fue más bien un lector, insaciable y obsesivo. Las pocas personas que lo trataron de cerca quedaban asombradas de sus exhaustivos conocimientos de literatura e historia, materias de las que poseía sendas bibliotecas descomunales. No solo había leído a todos los autores importantes o imprescindibles, sino también a los segundones y a los mediocres, que, sobre todo en novela, consideraba tan necesarios como los grandes: ‘También hay que saber aburrirse’, decía, y leía, con interés y paciencia, la literatura mala. La compra de libros era casi su único gasto o su único lujo, aunque las posibilidades que ofrecía Palermo en este aspecto a un hombre que sabía inglés, francés, alemán y ruso (más español en el último año de su vida) eran desesperadamente limitadas. Con todo, en la desocupada existencia de señorín de provincias que llevaba, todas las mañanas había al menos un par de horas dedicadas a la inspección de librerías, principalmente la llamada Flaccovio, que visitó a diario durante diez años. (…)

“En 1954, tres años antes de su muerte, señaló: ‘Soy una persona muy solitaria. De mis dieciséis horas de vigilia diaria, al menos diez transcurren en soledad. No pretendo, sin embargo, pasarme todo ese tiempo leyendo; a veces me divierto elaborando teorías literarias…’. (…)

«Le interesaban mucho las vidas de los escritores, convencido, como Sainte-Beuve, de que en ellas, o en sus anécdotas más secretas, se hallaban las claves de su obra. Tal vez por eso, y para dificultar la labor de exégetas, él no dejó demasiadas anécdotas y si en su vida hubo secretos procuró que lo fueran, es decir, guardados de veras. Su obra favorita de Shakespeare era Medida por medida, pero sobre ella aún prefería el soneto 129”:

«Derroche del espíritu en yermos de vergüenza
Es la lujuria activa; y hasta actuar, insaciable,
Es perjura, asesina, sangrienta, es culpa inmensa,
(..)

Una gloria al probarla, y ya probada, un llanto;
Antes, gozo ofrecido; después, un sueño ajeno:
El mundo bien lo sabe; pero en nadie hay gobierno
Para esquivar el cielo que nos lleva a este infierno».

Su pasión por la lectura nunca contagió su vena de escritor, hasta 1954. Aquel verano, su primo el barón Lucio Piccolo de Capo d’Orlando (Mesina) que acudía a las reuniones con Eugenio Montale fue con Lampedusa. Allí entró en contacto con la intelectualidad italiana, lo cual “le dio confianza en sí mismo, le animó a emprender un trabajo creativo hasta entonces postergado”, escribe Raffaele Pinto en el prólogo de El Gatopardo, de editorial Cátedra.

La novela obtuvo en 1959 el Premio Strega y alcanzó popularidad universal al ser llevada al cine por Luchino Visconti en 1963, con las actuaciones de Burt Lancaster, Alain Delon y Claudia Cardinale.

Fotograma de ‘El Gatopardo’, de Visconti. De izquierda a derecha: Lancaster, Delon y Cardinale.

Sobre las ideas políticas de Lampedusa no hay nada claro. Lo que sí es cierto es que era anticlerical. Sobre lo sabido o no sabido de su vida quedan las palabras de su obra maestra que incluye aquella frase citada hasta la saciedad:

«Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie».
(…)

«La riqueza de los muchos siglos de existencia había cambiado en ornamento, en lujo, en placeres; solamente en esto. La abolición de los derechos feudales había decapitado las obligaciones junto con los privilegios; la riqueza, como un vino viejo, había dejado caer en el fondo de las botas las heces de la codicia, de los cuidados, incluso las de la prudencia, para conservar solo el ardor y el color. Y de este modo acababa anulándose a sí misma».

En dos años escribió cinco cuentos, un estudio sobre Stendhal y El Gatopardo que fue rechazada por Mondadori y Einaudi. Giuseppe Tomasi di Lampedusa murió el 23 de julio de 1957. Fue enterrado en el mismo cementerio de los Capuchino de Palermo, donde el autor hizo enterrar al protagonista de su novela: el Príncipe de Salina, presagiado una tarde así:

«Antes de acostarse, don Fabrizio se detuvo un momento en el balconcito del tocador. El jardín dormía sumido en la sombra, abajo. En el aire inerte los árboles parecían de plomo fundido. Desde el campanario llegaba el novelesco ulular de los búhos. El cielo estaba limpio de nubes: aquellas que había saludado por la tarde se habían ido quién sabe a dónde, hacia tierras menos culpables, para las que la cólera divina había decretado una condena menor. Las estrellas parecían turbias y a sus rayos les costaba penetrar la mortaja del bochorno».

Es el comienzo de la sombra de decadencia, soledad y sentimientos malogrados que cubrirán la vida. Y que se extiende hasta el final de la novela, luego de que Concetta, hija del Príncipe, tras enterarse del antiguo malentendido con Tancredi que le negó la felicidad. Ya era tarde en su vida. Con el alma vacía, tras conocer la verdad, Concetta quemó el perro disecado de su padre. Lo que quedó de este revoloteó por el aire… «Después halló la paz en un montoncito de polvo lívido».

Tráiler 'El Gatopardo', de Luchino Visconti

@winstonmanrique

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Winston Manrique Sabogal

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