El escritor mexicano Antonio Ortuño (Zapopan., Jalisco, 1976). / Fotografía de Lisbeth Salas

Antonio Ortuño: «El escritor se tiene que perder para que la escritura sobreviva»

El escritor mexicano y autor del volumen de cuentos 'La vaga ambición', V Premio Ribera del Duero, traza un fresco de su vida personal y literaria y reflexiona sobre los claroscuros del arte de la literatura y del escritor

Hacia los seis años reescribió El Quijote. Ahora, a punto de naufragar, Antonio Ortuño comprueba que la pasión lo mantiene a flote. En dos horas debe estar en el aeropuerto de Madrid para tomar el vuelo a Ciudad de México, después de dos semanas de una maratón de cinco, seis o hasta diez entrevistas diarias por toda España, sin contar las firmas de libros.

Él se lo ha buscado. Y está feliz por ello. Solo que ahora vive parte del espectáculo circense del personaje que creó para sus seis cuentos de La vaga ambición (Páginas de Espuma), V Premio Ribera del Duero. Ha cambiado las problemáticas del mundo contemporáneo por la soledad y los claroscuros del mundo de la escritura en una tragicomedia aguda, humorística, crítica y emotiva, bajo la luz de su madre fallecida. De su obra habla sentado detrás del escritorio de su editor, durante los últimos días de la Feria del Libro de Madrid.

A su voz y su amabilidad no le han pasado factura esas dos semanas de trajín por España. Quizás lo ayuda la energía de lo que dice su camiseta negra en letras rojas: Sex Pistols. Ortuño tiene cuarenta años, cuatro libros de relatos y seis novelas y no se ha perdido ni una edición, de las 30 que lleva ya, la Feria Internacional del libro de Guadalajara (FIL), la principal actividad cultural de México que tiene como escenario su ciudad.

Su bautizo en el mundo literario fue a los seis años cuando leyó y reescribió El Quijote, a su manera. Ya entonces le fascinaba la literatura épica, Aquiles, Odiseo, los romanos y todo el universo clásico. Cuando se hizo escritor esa épica la trasladó a lo cotidiano, a la vida corriente, al arte de empujar el día cada hora. Su casa en México era el campo de batalla perfecto a través de lo vivido por su madre española.  “En este viaje a España para promocionar La vaga ambición me he encontrado con un montón de parientes de mi madre. Mi abuelo fue el único de su familia en Sahagún que se fue a hacer las Américas después de la Guerra Civil”, recuerda Ortuño.

Si en La vaga ambición los lectores conocen a Arturo Murray, su protagonista que va de la frustración y vacío al éxito vacío, en una suerte de Ortuño distorsionado, ahora es Antonio Ortuño quien toma la palabra para ir tras los orígenes de su escritura y su pasión.

Pregunta. ¿Sabe que existió una persona llamada Arthur Murray? Muy famoso en Estados Unidos por que inventó las escuelas de baile y sembró todo el país de ellas. Se codeaba con personajes que iban desde Elenanor Roosevelt hasta Elizabeth Arden.

Antonio Ortuño: Me acabas de dar un regalo inmenso, porque, alguna vez, seguramente en diez años, voy a escribir otro libro con relatos de Murray y este es un dato precioso. ¡Arturo Murray ya tiene bisabuelo y partida de nacimiento!

Pregunta. En este periplo parece vivir una parte del mundo circense de Murray.

Antonio Ortuño: Ha habido de todo. En la radio el presentador parece que leyó en la portada del libro ‘Premio Ribera del Duero’ y me felicitó por ganar un libro sobre vinos, y luego me preguntó si yo era de ¡Juanagato!… Todavía no me repongo, porque Juanagato no existe. Es Gua-na-jua-to… Además, está a cinco horas por carretera de Guadalajara, donde vivo. Es un episodio que había podido pasarle a Murray pero que me lo marcaron en mi propia jeta” (y suelta a una carcajada).

P. Usted leyó El Quijote muy pequeño, ¿ya hizo la ruta?

A. Ortuño: Sí, con mi tío en mi primera visita a España. Mi bisabuela era de Argamasilla de Alaba. Mi abuelo nació en Villafranca de los Caballeros y mi familia es manchega. Mi abuelito nació bajo las narices del Quijote y mi madre lo hubiera hecho, pero se atravesó la Guerra Civil.

P. Es como si la pasión por la literatura le viniera de fábrica.

A. Ortuño: Empecé a escribir a una edad asombrosamente temprana. Mi madre escribía poesía, pero no intentó o no tuvo oportunidad de publicar. Era una mujer separada con cuatro hijos que trabajaba todo el día. Mi hermano Ángel es un poeta importante en México. Mis abuelos habían escrito poemas. Tenía una tía a la que le gustaba hacer coplas obscenas y se sabía todos los cuplés puercos de su época. Viví en una familia muy literaria donde si se te ocurría algo cogías un papel y lo escribías. Durante una época no tuvimos televisor y teníamos que ir a casa de mi abuelita, pero teníamos muchos libros. Cuando me casé, los únicos muebles que tenía eran cinco libreros heredados y cajas y cajas de libros, una mochila de ropa y casetes piratas de música.

P. ¿Aparte del Quijote, qué leía de pequeño?

A. Ortuño: De lo que más tengo memoria es de que me gustaba la literatura épica, me fascinaba. Casi lo único que recuerdo de mi abuelo, porque murió pronto, fue una Iliada y una Odisea. En la casa había una colección de libros de colores. A los seis años empecé con los verdes, los clásicos juveniles: Verne, Salgari, Poe o Conan Doyle que fue mi ídolo. De los diez a los quince años llegué a los rojos, los clásicos: Flaubert, Tólstoi, Dostoieveski, Balzac, el siglo XIX a tope; y en algún momento salté a los libros de color café, los más contemporáneos: Mann, Joyce, García Márquez, Vargas Llosa… Debía de leer uno o dos libros cada semana. Llegaba del colegio, me quitaba los zapatos y me tiraba en la cama a leer, hasta la fecha leo acostado.

El escritor mexicano Antonio Ortuño, este verano en Madrid. / fotografía de Lisbeth Salas

P. ¿Y la beta de la ironía, el sarcasmo, de ver el mundo desde ese prisma de dónde le viene?

A. Ortuño: Es temperamento. Mi madre era muy irónica e insolente. En México hay una palabra que me parece bonita: Claridosa: alguien que es muy directo. Y mi madre era claridosa, no se guardaba nada. Mi hermano Ángel y yo lo que hacíamos era pelearnos todo el tiempo y decirnos barbaridades y a mi madre, por lo general, en lugar de pararnos, le daba risa. Hay algo de fábrica y de leer a los tuyos como Twain o Ambrose Bierce. Luego aprendí a disfrutar a otros autores. Tolstoi es profundo, pero no es agudo; Dostoievski es maledicente. Yo no entiendo como hay gente que piensa que Borges es solemne, lo que es es malvado, además sus frases son como insultos pulidísimos. Chesterton, pese a este carácter angelical, era católico, también tenía un filo y un sarcasmo bonachón muy agudo. Patricia Highsmith fue para mí importantísima en la adolescencia; más que por el fraseo por la construcción dramática, sus personajes son malos y hacen daño todo el tiempo, son hipócritas terribles. Highsmith conocía a la gente y tenía agudeza para destacar eso. Jorge Ibargüengoitia es un escritor tutelar, es el autor que ha tenido el mejor radar para detectar lo ridículo o absurdo de la vida humana. Todo eso fue creando una cierta voz y un estilo. Al escribir lo que encuentras es que puedes llegar a una primera estación con una voz y un estilo, pero si quieres pasar un cierto registro expresivo no basta con lo que controlas hay que escribir otras cosas.

P. A esa marca Ortuño se suma la emotividad silenciosa que aflora en la historia y humaniza todo.

A. Ortuño: En este libro era cardinal intentar una fusión a alta temperatura de la sátira y la autoironía, donde el escritor se ríe del mundo literario a través de sí mismo con otros pasajes en los que esa necesidad de leer al mundo mediante la ironía se apaga y entra otro registro relacionado con pasajes que tienen que ver con los afectos y la emoción. De la enfermedad, de la muerte de su madre, de la incapacidad de lidiar con el padre, de su relación complicada conyugal pero solidaria y fundamental para él. Me gusta ese efecto de que estos pequeños pasajes emocionales terminen cambiando la mezcla química del relato para no dejarlo solo en lo sarcástico, sino que adquiere una dimensión mayor que contrasta y termina conmoviendo.

P. Es una parte muy sincera del personaje, sin dejar de ser fiel a sus dardos, y muestra la indefensión que lleva dentro.

A. Ortuño: Asoma en muchos momentos porque la escritura es una pasión evidente en su vida. La escritura como los demás afectos nos hace frágiles. Y la ironía permite lidiar con esa fragilidad. La ironía es una fuerza dentro de la fragilidad. Cuando eres irónico eres listo y eres capaz de sobreponerte a algo, pero hay cosas de las que no quieres o no puedes sobreponerte, por eso eres frágil.

P. En el cuento Quinta temporada, sobre Bulgakov y Benjamin, uno de los personajes dice sobre los grandes autores: “Nos limitamos a evocarlos, a invocarlos, a recrear unos minutos de sus vidas y a intentar, así, olvidar que somos, en el fondo, hermanos y seguidores de Iván. Aunque escribamos, aunque finjamos pensar, somos tan asombrosamente indignos de nuestros mayores que tan solo esperamos el momento de traicionarlos o abandonarlos. Estamos condenados a ser sus perseguidores. Sus ejecutores”.

A. Ortuño: Ese relato para mi es crucial. El personaje es un escritor que escribe y cuyo estilo quería que fuera reconocible. Es literatura dentro de la literatura. Un entremés, algo muy cervantino. Es una solución de continuidad donde no la hay. En Quinta temporada Murray pierde lo único que ha tratado de salvar a lo largo de todos sus naufragios, siempre saca de las cenicitas la escritura. Ella resuelve y salda sus cuentas con su relación conyugal y puede pagar las facturas, lanza su carrera literaria, pero se anula como escritor porque entra en una maquinaria que lo marca. A partir de ahí ya es un escritor de las series y entra en el espectáculo, queda contaminado. Este cuento es una especie de epílogo, cifra su profundo amor por la escritura. Bulgakov fue perseguido. A Benjamin lo persiguieron los nazis y acabó de manera trágica. Acorralados ellos pierden pero se salva la escritura. Aunque Murray se haya inmolado para sobrevivir económicamente, y aunque se anule como autor, creo que el escritor se tiene que perder para que la escritura sobreviva.

La vida literaria es mezquina, es siempre un poco ridícula, un poco triste. La figura del escritor que triunfa y tiene dinero es charra y de mal gusto, y es odiado por sus pares. Y si no es así siempre es frustrado. Siempre hay una espina que está bien para la literatura porque nadie escribe por estar feliz. Cuando lo haces desde ahí, por lo general, es feo. Tampoco creo que solo las personas desgarradas puedan escribir. Escribes porque hay un desajuste, porque no estás cómodo, porque siempre hay algo esquivo. Me compré un billete de lotería, y si me lo sacara no volvería a escribir en mi vida.

 

Y Antonio Ortuño termina la frase con una carcajada mientras se echa para atrás en la silla de su editor. En hora y media deberá estar en el aeropuerto rumbo a Ciudad de México donde descansará algunos días para retomar la promoción de La vaga ambición, pero en su continente. Y entre una orilla y otra seguirá acumulando material para más relatos de un Arturo Murray que ya tiene abuelo, nada más y nada menos que el hombre que sembró de escuelas de baile el país vecino cuyo presidente, Donald Trump, quiere sacar a los mexicanos y muchos inmigrantes. A esa propuesta de terminación del muro, Ortuño responde con un grafiti a ese hipotético muro: “Los bárbaros siempre pasamos”.

Winston Manrique Sabogal

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