Escultural ‘El rapto de Europa’, de Fernando Botero, en Medellín.

Carta a Europa y a sus ciudadanos para que no traicionen sus valores

El festival Días de Poesía y Vino de Slovenia propone adoptar un lenguaje diferente ante los problemas: recuperar el lenguaje de las artes. El escritor belga es el encargado de la carta este año

Presentación de WMagazín: El Festival Días de poesía y vino de Slovenia terminó este sábado 26 de agosto, después de cinco días de literatura, con una Carta a Europa. El poeta elegido para esta primera edición fue el belga Stefan Hertmans, una de las voces destacadas de la literatura contemporánea. WMagazín ha sido invitado por el Festival a reproducir esta Carta, a cuyo mensaje nos unimos.

En Días de poesía y vino colabora la Allianz Kulturstiftung de Berlín. La iniciativa de esta Carta a Europa consiste en recuperar el lenguaje del arte, de una manera meticulosa y precisa. «Quizás Europa no está haciendo bien porque ha dejado de escuchar a los poetas y comenzó a usar el vocabulario de los comentaristas irrespetuosos e imprudentes», señala la organización del Festival. En cada edición se elegirá a un poeta para que se dirija a Europa y sus habitantes sobre algunos problemas importantes.

Pero, ¿qué distancia separa el estado de la tierra, la tierra del individuo, el concepto de la realidad? Stefan Hertmans, en su obra maestra Guerra y Terebintina, publicada cien años después de la Primera Guerra Mundial, habló del mundo cruel que se abrió en 1914 frente a aquellos que por coincidencia se encontraron en una tormenta que nunca quisieron, y mostraron cómo el advenimiento de estos males de guerra significaban el fin de una época. Ahora en su Carta a Europa, el escritor recuerda la historia del continente, su origen y evolución y pide que no se traicione. «Nuestro deseo es que el mundo adopte un lenguaje diferente por lo menos un día cada año».

Quedan ustedes con la Carta a Europa de 2017 a cargo de Stefan Hertmans:

El escritor Stefan Hertmans.

Querida Europa:

Hace poco volví a encontrarme contigo.

Esta vez fue en Medellín, una ciudad subtropical en la Colombia sudamericana con mucha vida y contaminada por el tráfico moderno. Ibas sentada pontificalmente en tu toro, un poco coqueta incluso, con la mano derecha tras la cabeza, como si estuvieras sentada ante un tocador, contemplándote ante un espejo invisible para nosotros. Tu mano izquierda descansaba en la grupa redonda de la bestia, como si estuvieras acariciando a un dócil animal doméstico. Parecías de veras una matrona dominante allí sentada en bronce, justo delante del museo, entre los vendedores ambulantes y los niños que estaban jugando.

Eso se debía en primer lugar, naturalmente, a que se trataba de una estatua del artista más famoso de Medellín: Fernando Botero. Botero es conocido por el aspecto digamos bastante rotundo y bien nutrido de sus imágenes. Hasta un gorrión de la calle en él adquiere las proporciones de un elefante.

Pero yo no te conocía tan poderosa y suntuosa en la mitología griega, donde surgió tu historia. Allí eras una bella muchacha joven que raptó Zeus, el dios de dioses griego, adoptando la forma de un toro. A cualquier colegial europeo se le enseñaba antes esta historia, pero hoy en día parece ser que la situación es algo menos favorable a esta clase de información en la enseñanza. Una verdadera lástima, ya que se puede aprender mucho de las historias primigenias de la propia cultura.

De modo que en realidad habrías sido una princesa fenicia, y Fenicia estaba donde actualmente empieza el Oriente Medio, lo que significa que, de hecho, eres originaria del Líbano. Así pues, un toro griego raptó a una princesa oriental que se llamaba Europa y la llevó a la isla de Creta, situada en occidente, y allí la violó, surgiendo de tu vientre después, al parecer, la civilización minoica y tu nombre fue extendiéndose a continuación por todo el continente a través del norte de Grecia; como princesa oriental, le diste pues tu nombre al continente que se conoce a sí mismo como Occidente.

Esta historia da que pensar, querida Europa, ahora que tantas personas al oriente y al sur de nuestras fronteras imploran por cobijo, por ayuda, por un refugio, y algunos países europeos se niegan incluso rotundamente a acogerte a ti, que llevas su nombre, recluyéndote tras alambre de espino o dejando que te ahogues en las olas del mar que nos une. Tu muy castigado y desgarrado país de procedencia, el Líbano, ofrece ahora mismo cobijo a más refugiados que cualquier país de Europa.

Actualmente, tampoco se traen ya muchachas exóticas a Occidente con un toro blanco, pero sí con lanchas destartaladas y botes neumáticos repletos y pinchados, no presas de un sospechoso dios griego, sino de sospechosos traficantes de personas que se creen dioses.

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Stefan Hertmans, durante la lectura de su Carta a Europa. /Fotografía de Matej Pusnik

La historia de refugiados que llaman a la puerta para pedir cobijo es al menos tan antigua como tu historia trágica. En los cuentos populares europeos, el refugiado suele ser una figura que se presentaba de improviso. Se encontraba de repente al caer la tarde bajo dos tilos junto a una pequeña vivienda solitaria y pedía, visiblemente fatigado, alojamiento en el granero, un pedazo de pan y un trago de agua. Precisamente esa imprevisión procuraba la sorpresa y los campesinos en las fincas y los ciudadanos en sus casas se agrupaban alrededor del tipo extraño; al principio un poco recelosos, y después, cuando el forastero resultaba inofensivo, se le concedía invariablemente pan, agua y cobijo, porque la hospitalidad era un deber inveterado; y las historias que surgían junto a una copa de vino mostraban a menudo que el forastero había tenido una vida especial, había sobrevivido a un trágico incidente, en resumen: llevaba consigo una historia que le hacía pensar a la gente.

Pero si nos imaginamos que no hay sólo un forastero benévolo, sino de repente toda una horda entre los tilos  –los tilos, por lo demás, ya eran símbolo de hospitalidad en la época germánica–, la situación cambia drásticamente. Los habitantes autóctonos temen que el grupo de forasteros vaya a apoderarse de todo, hay una disputa, los forasteros van a dormir a pesar de todo al granero y al campo, aunque caigan chuzos de punta, y al día siguiente el campesino teme que atenten contra su vida. Ahora surge una situación completamente distinta de los mitos griegos: la de los intrusos en el palacio de Ulises, que en su ausencia abusan de su hospitalidad y acosan a su esposa Penélope, provocando que a su llegada a casa vaya cortándoles por tanto uno a uno la cabeza antes de volver a abrazar amorosamente a su esposa. Los límites de la hospitalidad siempre han sido, por lo visto, objeto de debate.

En esta pauperización del cuento popular arquetípico sobre la hospitalidad subyace un doloroso desengaño. Según la conocida sentencia de Carl Schmitt, el enemigo es la aparición de una pregunta con la forma de una persona.

Este ejemplo nos muestra la diferencia arquetípica entre dos situaciones: por un lado, el individuo al que se le ofrece hospitalidad; por otro lado, la horda, el grupo al que se ve como amenaza. Sus cantos y bullicio, que por la noche mantienen despiertos a los habitantes, constituyen una razón para rogarles al día siguiente que abandonen de nuevo la finca o el inmueble lo antes posible. Antes de que te des cuenta, surge la violencia. Un solo forastero tiene la dignidad de un león, pero toda una horda el incómodo efecto de los insectos nocivos. Y, si unos pocos se portan mal, todo el grupo debe ser en seguida exterminado o entregado a las autoridades. El individuo que se ha portado mal se convierte así en una excusa para dejar que las masas de víctimas en peligro mueran en el frío y en el lodo. En esta pauperización del cuento popular arquetípico sobre la hospitalidad subyace un doloroso desengaño. Según la conocida sentencia de Carl Schmitt, el enemigo es la aparición de una pregunta con la forma de una persona.

La globalización y las enormes migraciones en curso que vienen aparejadas con ella –que en gran parte se han llevado a cabo por una geopolítica estadounidense cínica y arrogante en la península árabe– han llevado a una crisis en el modo de las relaciones y la hospitalidad, más acusada precisamente en Europa, que así no sólo se ha convertido en la víctima directa de las meteduras de pata norteamericanas en los ámbitos cultural y político, sino que también se ve enfrentada a una crisis relativa a los derechos humanos universales, ese gran logro de la Ilustración europea. No hay ninguna persona juiciosa que quiera excusar el terrorismo, pero está fuera de toda duda el hecho de que existan causas geopolíticas claramente demostrables para la violencia vengativa que nos ocupa.

Ahora resulta que la globalización no trae per se la universalización, sino que el desvanecimiento de las fronteras más bien socava la voluntad de universalismo, porque las relaciones no se producen según las expectativas de la relación simétrica. Ésa es una paradoja que la vieja Europa no ha visto venir, ni tampoco los dirigentes en crisis, no desprovistos de reflejos postcoloniales, de la Unión Europea. Como Europa no ha desempeñado ningún papel decisivo en las partidas de póquer geopolíticas de postguerra de los Estados Unidos y casi siempre se le ha asignado un papel de comparsa, tampoco ha imaginado ningún escenario para lo que está sucediendo en los jardines de su territorio, rodeados de alambre de espino. Sus ciudadanos se han visto envueltos en un juego de tenis de mesa y las normas morales se encuentran en una disputa dolorosamente desconcertante. Europa llama a las puertas de la casa que lleva su nombre y se la encierra en un campamento de refugiados. El rapto de Europa se ha transformado en su deportación.

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Stefan Hertmans, durante la apertura de la Carta a Europa. /Fotografía de Matej Pusnik

En los Estados de bienestar socialdemócratas de la Europa Occidental, al igual que en los países comunistas del centro y del este de Europa, los ciudadanos se han visto confrontados tras la Segunda Guerra Mundial con formas de administración pública que de manera sistemática les han dado la sensación de que el Estado decidía por ellos en todas las cuestiones importantes; la Europa comunista lo vivió en una forma paranoide y dictatorial, mientras que el occidente en la forma de un pensamiento de libre mercado de apariencia democrática que renegaba del individuo igualmente. A los unos les tapaban la boca, mientras que a los otros se les acunaba entre algodones hasta idiotizarlos. El ciudadano en el centro y el este de Europa se convirtió en un rehén que sólo mediante el samizdat y la resistencia clandestina podía conseguir la sensación de ser un individuo completo que decidía por sí mismo sobre lo que quería pensar; el occidental posterior al mayo del 68 se convirtió en un niño malcriado y consumista al que se le servían sus propias opiniones a través de la información bien masticada de los grupos de empresas de comunicación que se hacían cada vez más poderosos. En ambos sistemas, el ciudadano tenía la sensación de que el Estado resolvería cualquier problema estructural y de que los ciudadanos seguirían al Estado en sus decisiones obligados o de manera voluntaria.

Querida Europa, hoy se paga un alto precio por este debilitamiento del individuo crítico de pensamiento independiente, ahora que el continente que lleva tu nombre se encuentra en una profunda crisis. El tipo antiguo de ciudadano informado y emancipado, como pervive en la mente de personas que van desde Thomas Mann hasta Helmut Kohl y François Mitterrand, parece haber desaparecido casi por completo del escenario político europeo, sin desmerecer algunas excepciones tales como Angela Merkel. El ciudadano europeo ha degenerado hasta convertirse en un hombre medio disgustado y refunfuñante. Siente la presión de un desalmado capitalismo mundial y está enfadado porque los políticos que él ha elegido por lo visto tampoco saben ya cómo deben manejar los propios valores. La consecuencia es la pasividad, y el verse abocado a aguardar pasivamente es la antesala de la depresión. A pesar de todo, el ciudadano despierto y emancipado fue en un tiempo el fundamento de las civilizaciones democráticas: quien tomaba la iniciativa cuando la situación lo requería y quien, como lo formulaba el filósofo Immanuel Kant, era capaz de pensar críticamente por sí solo.

Hay esperanza, querida princesa del Líbano. En bastantes países de la Unión Europea está surgiendo entre tanto una generación que vuelve a reclamar sin reservas el derecho a la iniciativa.

Hay muchos ciudadanos que quieren denegarte de nuevo el acceso al antiguo hogar, que preferirían sumergirte de nuevo la cabeza cuando emerges del mar tiritando o volver a meterte a guantazos en el bote neumático. Pero también hay otros que, insultados por conciudadanos y políticos cínicos, dejan que su corazón hable e intentan mitigar el dolor que prolifera ante sus ojos.

A veces pienso, querida Europa, que la verdadera división en tu continente es la que existe entre estas dos clases de personas: las que con su corazón y la dignidad cultural de su continente quieren intentar ayudarte cuando las aguas te depositan en la orilla, y las otras que quieren incluirte en lo que el Zeus griego habría llamado «barbaroi»: aquellos que sólo pueden farfullar un poco bar-bar-bar; en otras palabras: aquellos que no hablan su idioma y, por tanto, no son dignos. La consecuencia es la exclusión y el menosprecio de los derechos del prójimo.

Sin embargo, hay esperanza, querida princesa del Líbano. En bastantes países de la Unión Europea está surgiendo entre tanto una generación que vuelve a reclamar sin reservas el derecho a la iniciativa. Tanto en lo concerniente a las cuestiones ecológicas, sociales y políticas como a las económicas, resulta que está creciendo la conciencia de que los ciudadanos no deben aguardar pasivamente hasta que deban elegir en las siguientes elecciones a la enésima generación de políticos impotentes.

Cada vez hay más personas que quieren arrimar el hombro. Las iniciativas ciudadanas emergen del suelo como setas; prestando oídos al llamamiento que se produjo al final del siglo anterior de pensadores como Salman Rushdie, Jacques Derrida y Benjamin Barber, intentan abrir en ciudades y municipios lugares donde se pueda dar alivio a los más necesitados. Asumen su propia responsabilidad y muestran a diario que el ciudadano sí que puede marcar la diferencia. Estos ciudadanos se percatan de que los viejos Estados nación, fatigados como tías ancianas, gimiendo, a regañadientes y riñendo sólo se preocupan del mantenimiento del mobiliario viejo. Ya está claro que no son las naciones las que toman la iniciativa, sino los ciudadanos en sus diversas comunidades, lo cual es esperanzador, aunque se les insulte tildándoles de perroflautas ingenuos, una afrenta bufonesca que lleva ceniza y muerte en la boca y recuerda a tiempos atroces, pero la historia tiene su propia memoria. Las generaciones venideras ajustarán cuentas con nosotros por nuestra postura moral, tal como nosotros lo hacemos hoy con la crisis de la década de los años treinta del siglo pasado.

Ya está claro que no son las naciones las que toman la iniciativa, sino los ciudadanos en sus diversas comunidades, lo cual es esperanzador, aunque se les insulte tildándoles de perroflautas ingenuos.

Cada día comprendemos mejor, Princesa Europa, que los viejos Estados nación ya hace tiempo que han dejado de tomar la iniciativa en situaciones de crisis; los políticos nacionalistas no tienen ninguna respuesta eficaz a lo que le está pasando ahora a Europa, se retiran a su casa como el campesino timorato e insultan desde detrás de sus postigos cerrados al mendigo junto al seto, con la vieja carabina en posición de disparo. Parece que los políticos nacionalistas no pueden pensar de manera práctica o contemporánea. Se rebelan contra la realidad y no aportan solución alguna. Escupen incluso dentro de su propia casa común europea, excepto si van a mendigar unos céntimos  con los que regresan desvergonzados a toda prisa a casa desde Bruselas para morder allí la mano que les da de comer. Cierran la verja y esbozan una sonrisa de oreja a oreja: hemos vuelto a engañar como a una china a nuestra propia casa europea. Esta forma de cagar en el nido da muestras de poca visión en el futuro del continente.

No podemos hacer nada más, princesa oriental cabalgando toro colombiano, que poner nuestras esperanzas en el nuevo renacer de la memoria cultural y la autoestima del continente que lleva tu nombre. Quiero encargarme con determinación de esa inocente esperanza, contra todo cinismo, junto con cada vez un mayor número de ciudadanos que sienten que cerrar las puertas de tu casa significa la ruina para el futuro. Quizá sea ésta la verdadera línea divisoria de las aguas de hoy: hay personas que se quieren abrir y hay personas que cierran su espíritu y su corazón. Pero ¿no era una de las máximas más antiguas de este continente: trata a los demás como te gustaría que te trataran a ti? ¿Aquellos que quieren excluirte no se excluyen a sí mismos del mundo de mañana, que lo único que hará será abrirse cada vez más, sin importar lo que piensen los demás? Occidente ha entregado al mundo entero la técnica que posibilita la movilidad mundial, pero por lo visto en ningún instante se ha parado a pensar en que esto no puede seguir siendo una vía de dirección única. El futuro está en el realismo político, no en la retórica caduca.

Yo sé dónde está tu corazón, oh tú la raptada triunfante sobre un toro que cayó rendido a tus encantos. He visto allí en la Colombia difícil y tropical qué segura de ti misma intentas tener bajo control al animal. He visto allí personas que tienen muchísimo menos que el europeo malcriado y que, sin embargo, lo compartían con una sonrisa. Allí también he visto las huellas del horror y la violencia pasados: una sociedad profundamente dañada que ahora confía en la paz y en la reconciliación. En cualquier parte del mundo donde cabalgues sobre ese viejo toro, deberán reflexionar las personas sobre su propio destino, sobre la clase de mundo que quieren: un mundo atemorizado tras vallas y alambre de espino, con el arma en la mano, condenado a repetir las catástrofes del pasado, o un mundo fuerte y orientado al futuro en plazas abiertas, donde suene la música y se pueda bailar. Yo sé muy bien dónde quiero encontrarte.

Traducción de Julio Grande.

  • Stefan Hertmans es poeta belga autor de libros como Ciudades (Pre-Textos).
El poeta chileno Raúl Zurita fue uno de los invitados especiales. /Fotografía de Matej Miska

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