El secreto de una librera que solo vende las obras que le gustan de verdad

Con la crónica de Marbel Sandoval Ordóñez, sobre una de las librerías más antiguas de Madrid, termina este homenaje a estos espacios culturales de España y Latinoamérica

Una lectora, escritora y periodista colombiana que vive en Madrid es la encargada de cerrar este especial dedicado a las librerías de España y América Latina que el viernes 11 de noviembre celebraron su fiesta. Un día en el que diez libreros de diferentes países desvelaron para este blog los títulos de las obras literarias que más han recomendado a lo largo de su trayectoria. Con ellos se abrió la primera Biblioteca virtual de recomendaciones de libreros hispanohablantes. Ellos han puesto las obras de la primera balda. Más adelante otros colegas suyos pondrán la siguiente, podría ser en diciembre.

Por lo pronto, nada mejor que cerrar este primer homenaje a esos espacios culturales con uno de los más antiguos de Madrid. La librería Nacional y Extranjera. Con la crónica de su historia los dejo:

La vieja librería

Por MARBEL SANDOVAL ORDÓÑEZ

En tres o cuatro ocasiones, mientras caminaba por la calle Narváez, me había detenido frente al escaparate para leer los títulos de los libros exhibidos, siempre sin entrar, pero esta vez se abrió la puerta y una mujer que, al parecer, me había visto desde el interior, me invitó a seguir. Entré atrapada por el título del libro que había encontrado: De milagros y melancolías (Drácena) del escritor argentino, contemporáneo y amigo de Borges, Manuel Mujica Láinez, que resultó ser una novela escrita a finales de los años sesenta en la que Láinez ensaya una imaginación desbordante para emular él — reconocido por sus novelas de ficción histórica — a los autores del llamado Boom latinoamericano.

La obra de Láinez –tenía un especial interés en encontrar El Escarabajo– no me eximió de fijarme en el ambiente que reinaba en aquel pequeño espacio. Un antiguo mostrador de madera, una vitrina en la que pude leer otros títulos, escasos pero escogidos, y una especie de anaquel en la parte superior que sugería que arriba había un altillo, con libros antiguos, viejos, e inalcanzables para ser ojeados por un posible comprador.

Era diciembre, la noche se había extendido, afuera hacía frío, y adentro una penumbra tibia y agradable, matizada con las arias de una soprano, cuya voz salía de un aparato de sonido que no veía, completaba el ambiente. ¿Quién canta?, pregunté, porque tengo un mal oído musical. María Callas, me contestó la mujer, y sus ojos se iluminaron al mismo tiempo en que su cabeza giraba hacía detrás del mostrador donde pude ver en ese momento varias postales de la Callas.

La música y Mujica Láinez permitieron el inicio de una conversación en la que la librera, cuyo nombre no me atrevía a preguntar, me contó que había heredado la librería de su padre y que ella había vivido muchos años en la Argentina. Una conversación corta, pero durante la cual pude apreciar una gran cultura literaria y musical y una personalidad muy selectiva: sólo vendía aquellos autores que a ella le gustaban.

Cuando pagué el libro, me fijé que en la parte posterior de la banda blanca, elaborada con papel reciclado, en la que ella escribía, a mano alzada, con letras muy dibujadas, el título y el precio, aparecía un sello cuadrado, rojo, en el que estaba escrito el nombre de la librería, la dirección y el teléfono: librería Nacional y Extranjera, Narváez 7- Madrid- 9.

“Tienes que conocer esa librería” le dije a Winston en una de nuestras conversaciones y “tendrías que escribir de ella”, le volví a repetir esta semana cuando me contaba que este viernes se celebraba en España el Día de las librerías y, con ello, asumo, también el de los libreros. De esas conjugaciones del “tener” para Winston resultó que soy yo la que estoy aquí, ahora, escribiendo de ese pequeño espacio que me cautivó en mis paseos, que me atrajo muchas veces pero que necesitó el impulso de Mujica Láinez y la invitación para que me decidiera a entrar.

Cuando acepté que el texto era mío, emprendí el regreso a la vieja librería. Lo hice el lunes, también a última hora de la tarde, cuando hacía un frío que helaba. Llegué hasta la puerta, y observé que en el interior un hombre esperaba frente al mostrador. Empujé la puerta pero estaba cerrada. El hombre, que me había visto, se acercó y me dijo a través del vidrio que la librera estaba abajo, que abriría cuando subiera. Decidí que hacía mucho frío y que además ella estaba ocupada. No habría tiempo para conversaciones, menos para las preguntas que se me ocurrían.

Volví el martes, aprovechando el sol de la mañana. Me detuve frente al escaparate para ver qué novedades me ofrecía. Estaba la agenda literaria para 2017, el Calendario zaragozano, Toledo su historia y su leyenda de Benito Pérez Galdos, la vida de Schubert… Detenía mi mirada en la carátula de un libro sobre Clarice Lispector cuando sentí a alguien a mi lado. La librera me saludaba. La seguí dentro y le recordé nuestro encuentro de diciembre pasado. Le dije que quería escribir sobre ese sitio y sobre ella. Fue de nuevo amable, pero perentoria. Tenía pocos minutos. No estaba en el mejor momento de su vida. Se sentía defraudada por quienes habían frecuentado la librería, porque iban por los títulos pero los compraban en otro lado. En ese momento entró un mensajero a entregar un paquete por el que pagó veinte y algo más de euros. ¿Sigue vendiendo sólo lo que a usted le gusta?, pregunté. Sí, me dijo, y aclaró: tal vez sepa que los precios no los decidimos nosotros, lo hacen las editoriales. Miré alrededor y levanté la vista a aquellos inalcanzables. Son de la familia, me aclaró, no se venden. Cuántos años tiene la librería, quise saber. Muchos, me dijo. ¿Me puede decir el nombre de su padre o el suyo?

Ninguno, me dijo. Pero sus ojos eran dulces, su sonrisa amable, su cara confiada. Me reveló, eso sí, que estudió filosofía y que obtuvo algún título en el tema de librerías en un grado avalado por la Biblioteca Nacional, no pude precisarlo bien, al fin y al cabo estábamos hablando de hace muchos, muchos años.

Me despedí, luego de escucharle decir que hablaba yo un muy buen español — nos lo dicen con frecuencia a los colombianos–; quizá era un gesto de amabilidad por no atenderme. Cerré la puerta de ese pequeño lugar, tan pequeño que puede decirse que está escondido, aunque aparece a la vista de todos. Arriba, en el frente, sólo está la palabra Librería. Me dije que hacía parte de un Madrid y de un mundo que se está yendo.

PD. Busqué la Librería Nacional y Extranjera en Internet y también en La Cripta de los Libros, un libro de Peter Besas sobre las librerías viejas de Madrid, que me regalaron mis amigas Mariló y Susana en el pasado cumpleaños. En ambos sitios la encontré. Perteneció a Flitz Fliedner, un pastor protestante alemán, que la abrió en la calle Calatrava en 1873 y se especializaba en libros religiosos. Fue prohibida por el franquismo. Abrió de nuevo en 1972, y según Besas en 2011 fue trasladada a Cuatro Caminos, a las instalaciones de un colegio vinculado a una fundación con el apellido del pastor. Así que me queda la pregunta: ¿Qué tiene que ver la Librería Nacional y Extranjera de mis paseos con aquella declarada como la sucesora de la del siglo XIX? , o viceversa, ¿Qué tiene que ver la Librería Nacional y Extranjera, declarada sucesora de la del siglo XIX , con la Librería de mis paseos?

Marbel Sandoval Ordóñez es autora de la novela En el brazo del río y tiene el blog Pase la voz que puedes ver si pinchas AQUÍ.

6 comentarios

  1. El dueño se llamaba Francisco Fernandez, su hija menor Ana Rosa Fernandez Laguna es con la que habló, y esa libreria vivió sus años de gloria en la posguerra, cuando la llevaba Lino (nomeacuerdoelapellido) uno de los mayores expertos en tasación de bibliotecas de Madrid de aquella… y esta se convirtió en uno de los mayores centros de distribución de libros de la lista prohibida por los franquistas de la ciudad. Por aquella época era habitual que se pasaran gente como C. Jose Cela o Julio Angulo por allí a charlar.

  2. Muchas cosas ciertas,otras no.Yo entre a trabajar en el 65,el dueño era Don Antonio y el encargado Don Lino de origen gallego.Entre sin haber cumplido los trece años.Recuerdo a la mayoria de los clientes con nombres y apellidos,gente muy afamada en aquellos tiempo.Don Antonio vivia muy cerquita de la tienda,en la calle Jorge Juan.En la fachada aun conserva el rotulo,pero no pone libreria sino libros.La inaguracion de El Corte In gles tuvo mucho que ver con su declive.Un saludo

  3. Que recuerdos fue mi primer trabajo buena esperiencia y cierto los nombres de las personas que se mencionan. creo que trabaje con la persona que lo escribe no recuerdo su nombre como digo buenas esperiencias que son del pasado……nostalgia diria

  4. El dueño fue D. Antonio Fernández. Francisco Fernández Laguna era el hijo mayor de D. Antonio, que tenía 3 más, Javier, Marisol y Ana Rosa. La historia personal de esa familia es de libro, y lo digo con conocimiento de causa porque soy familiar de uno de ellos. Ana Rosa se inventa muchas cosas de su vida que se mencionan y no son ciertas… no ha sido buena persona, pero quizá con los años haya cambiado, aunque lo dudo mucho….

  5. Conozco esa librería y la frecuenté durante años, fui muy amiga de la ¿actual? dueña, Ana Rosa. Su padre D. Antonio Fernández era una persona adorable, culto, sensible, cariñoso, educado, elegante en el “ser” y el “estar”, un caballero en la amplia expresión de la palabra. También tuve la oportunidad de conoce a su amada esposa, hasta su fallecimiento. Y a su hermana Marisol. Nunca supe que tuviera un hijo…
    Y Lino, que decir de Lino, era el mejor librero que yo había conocido, ni hasta la fecha. Conocía a cada uno de los clientes, los nombres y acontecimientos más notables de sus familias.
    Preguntaba por la salud de D.José a su esposa, pues sabía su delicado estado de salud; los exámenes y oposiciones de los nietos de Doña Margarita.
    Era una persona admirable por su amabilidad y corrección en el trato a sus clientes, que agradecían su interés y su conocimiento literario.
    Tengo gratísimos recuerdos de esa librería y otros menos gratos después de que el dependiente se jubilase y el fallecimiento de D. Antonio. Yo le quería muchísimo. Muchas veces me invito a cenar con ellos en su casa después de terminar mi trabajo en una moderna librería a la vuelta de la esquina, Justo frente a el Corte Inglés, que no creo le quitase ni a uno solo de sus fieles clientes.
    Nada se podía comparar con el trato recibido en la librería de Narváez 7. Se buscaba el libro por tierra mar y aire hasta complacer los deseos de sus clientes.
    En época de libros de texto, las colas casi daban la vuelta a la manzana.
    Algunas navidades, mi hijo y yo, ayudábamos a Ana Rosa con los envoltorios navideños, era época de mucho trabajo. Hasta que, unas navidades, AR nos trato con tanto desprecio que mi hijo me rogó que nunca más le pidiera volver. Y así fue. No recibíamos ningún pago por ese trabajo que hacíamos movidos por el cariño y la amistad… por tanto solo supuso tristeza.
    Hace unos años mi hijo la encontró en la calle Goya y me mandó una fotografía “robada” para que viera en lo que se había transformado mi “querida” amiga.
    Espero que siga viva, aunque, por los comentarios de la periodista, solo su fallecimiento podía cerrar “La Librería”…
    Su carácter huraño y déspota debió sumirla en la más terrible soledad. Lo siento porque la quise mucho, con sus cualidades y defectos pero, sobre todo, por mi gran cariño a D. Antonio y D. Lino, que seguro deseaban para ella otra vida.

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