Literatura del siglo XXI en ‘Las vueltas abiertas de América Latina’

Veinte latinoamericanos residentes en España crean rutas de la migración literaria como este cuento de la escritora ecuatoriana que publica WMagazín. Una prolongación del espíritu vivido en La Mar de Letras, en Cartagena (España)

«Eres de donde tienes un pasado. Eso es lo que abandonas al marcharte. Partimos para guardar la ilusión de derrotar al tiempo», escribió Santiago Roncagliolo. El escritor peruano lleva casi dos décadas en España, donde ha consolidado su carrera, y es uno de los autores que participa en la antología de cuentos inéditos Las vueltas abiertas de América Latina. Sospechosos en tránsito, editado por Demipage y seleccionados por Doménico Chiappe. WMagazín celebra esta idea que muestra las rutas de la migración literaria y publica uno de esos relatos, el de la ecuatoriana María Fernanda Ampuero: Visa Humanitaria. Junto a ella autores como Cristina Peri Rossi, Clara Obligado, Juan Carlos Méndez Guédez, Fernando Iwasaki, Consuelo Triviño Anzola, Leonardo Valencia, Gabriela Wiener, Marcelo Luján y Karina Sainz Borgo. Un libro que sirve a esta revista para prolongar el espíritu del festival La Mar de Letras, en Cartagena (España), donde otra quincena de autores latinoamericanos ha mostrado la diversidad de su literatura.

VISA HUMANITARIA

Por María Fernanda Ampuero

Ella

Engafada, bamboleando la cartera, haciendo bulla con los tacos y arreglándose coqueta el peinado. Así llega. Así le han dicho que tiene que llegar.

Los tramitadores la tasan de una y ni se le acercan: esta es más chira que uno. Las medias se le han chorreado, lleva lodo pegado en los zapatos y el vestido, grande y pasado de moda, está mojado en las axilas.

—Justo hoy día este calor, diosito lindo.

La espera en la fila es de toda la mañana. Al mediodía el sol cae recto como una espada sobre Quito. Rebusca en la cartera y cuenta los centa­vos para un fresco.

Él

Demacrado, arrastrando los pies, con cara de estar a punto de desmayarse. Así llega. Así le han dicho que tiene que llegar.

Las enfermeras lo miran de arriba abajo. Tienen la sala de urgencias a reventar.

—¿Qué siente? ¿Le duele aquí? ¿Hace cuánto, dice?

Vuela en fiebre, cada vez que tose se le clavan mil espuelas en el pecho, ha escupido sangre en los últimos días, pero no sabe explicarse, se siente cansadísimo.

—Vea, aquí, mil espuelas señorita.

Se desmaya.

Ella

Revisa sus papeles por décima vez. Cuando alguien sale de la oficina toda la fila se queda en silencio, expectante. Sale gente alegre y gente triste. La gente alegre suele estar mejor vestida. La gente triste parte el alma en dos.

Alisa las arrugas de su ropa, al disimulo lim­pia los zapatos con un pedacito de papel higié­nico rosado que ha mojado con la lengua. Saca un espejo y se pinta otra vez los labios. Una mujer de la fila dice que no las están dando y el cora­zón le derrapa. Saca un rosario y empieza a pasar las bolitas con sus dedos ásperos de des­granar choclos.

Él

Es como el décimo médico que ha venido a verlo, un jovencito de cara redonda.

—Estoy muy mal; si no no me vendrían a ver tantos doctores.

—¿Jaime, no? ¿Qué edad tienes Jaime?

—Treinta y cuatro cumplo mañana.

—Ah, estás de cumple, muy bien. Mira, Jaime, tengo que hacerte unos exámenes más, ¿sabes?

—Estoy mal, ¿no, doctor?

—Pues qué quieres que te diga Jaime, tengo que hacer unas pruebas; así a priori no lo sé; vamos, que es difícil…

El chico no lo mira a los ojos.

—Dígame nomás cuánto tiempo más o menos me queda.

El médico no responde. No parece haber estado muchas veces en esa situación.

Ella

La señora que tiene delante le cuenta: no ve a su hija desde hace seis años, la chica vive en Murcia, se casó con un español, ha tenido un bebé, quiere que vaya a cuidarlo para poder seguir trabajando, le ha mandado todos los papeles. La señora que tiene delante ya intentó irse el año pasado a ver a su guagüita y le negaron.

—A ver si ahora diosito me ayuda —dice la señora que tiene delante.

Ella le cuenta de su hijo, de su hijo del alma que se fue en el 2000. Buen hijo, buen amigo, bien trabajador, honrado.

—No toma, no fuma, no hace mal a nadie. Yo no sé por qué es que le pasan estas cosas a la gente buena.

La señora que tiene delante tampoco lo sabe.

Él

Ya le han dicho. Un cáncer de pulmón se lo está comiendo vivo.

—¿Por qué esperó tanto para venir? —le pre­guntan los médicos.

Él no tiene respuestas. O sí, pero no quiere darlas. Trabajo, dinero que mandar a Ecuador, que el jefe no da días libres, contrato temporal, pagar el piso, la comida.

Tiene miedo de morir solo.

Ella

Le han hablado de que hay una cosa que se llama visa humanitaria, que con eso capaz que sí, que la esperanza es lo último que se pierde. Que no las están dando, pero que la humanita­ria capaz que sí. Ella se memoriza esa frase, la alterna con los rezos: Padre nuestro que estás en los cielos, visa humanitaria no me desampares, santa María madre de Dios ruega por nosotros visa humanitaria, a la hora y en la hora de nues­tra muerte, amén.

Él

Qué bobo que soy, piensa.

Se despertó asustado pensando en que ahora sí, si llegaba otra vez tarde a la obra, a la calle, como dice el jefe. Un manazo en el pecho al tratar de levantarse le recordó que ni obra ni jefe ni nada. Cierra los ojos, respira despacito.

—Ya ni suspirar puedo, qué huevada.

No sabe que está llorando hasta que siente mojadita la cara. Llega una enfermera.

—Está pensando pobre tipo, mientras yo pienso qué guapa.

Mira a otro lado.

—Ya no volveré a hacerle el amor a una mujer.

Una tos retroexcava en sus pulmones, siente que de un momento a otro los va a sacar por la boca. La enfermera le pone la mano en la frente.

—Ya, ya, tranquilo, venga.

—Qué guapa es. Ya no volveré a hacerle el amor a nadie.

Ella

La señora que tiene delante sale mirando para abajo. Ella le pone la mano en el hombro cuando pasa a su lado. Siguiente, llaman. Siguiente. Y va, le da los papeles a una señora que pregunta cosas y ella responde a todo bajando la cabeza, mirando el pañuelo que ya es una tripita en sus manos. Jaime se llama su hijo. Jaime. La mujer mira los papeles, no sonríe. Le dijeron que diga la verdad, lo del hospital, lo del cáncer, todo. Le aconsejaron que diga que no quiere que su hijo muera sin agarrarle la mano, pero eso no lo dice.

Eso no lo puede decir.

Él

Será eso que respirábamos, ocho, nueve, diez horas metiéndonos en la nariz esa porquería, sin mascarilla porque al jefe le parecía de maricones la mascarilla.

—A ver la señorita que quiera mascarilla. El que es hombre trabaja a pelo, que nadie se muere de esto, hostias.

Todo eso piensa él en las largas horas espe­rando la muerte. Se aburre esperando la muerte y después se arrepiente y se dice que debería rezar o hacer algo importante, pero no estar como cojudo pensando en que se aburre si ya mismito se va a morir. Le viene el olor de la mierda esa con la que barnizaban, el polvillo que se le quedaba en la nariz. Se duerme, se des­pierta. Le da miedo que a ella le digan que no y morirse sin que le esté cogiendo la mano.

Ella

Ni siquiera puede gritar porque le han ense­ñado a aceptar todo en silencio. Ni siquiera grita o reclama o pide hablar con un superior. Dice gracias como le enseñaron y sale mirando para abajo. Escucha a alguien de la fila decir no las están dando, alguien le pone la mano en el hom­bro cuando pasa.

El cielo se ha nublado.

Camina unas cuadras hasta donde puede coger el bus que va al sur.

  • María Fernanda Ampuero (Guayaquil, 1976) es autora de libros como Lo que aprendí en la peluquería  y Permiso de Residencia.

 

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