Literatura que recuerda el deber de la ternura y el amor en cualquier clase de relación
En 'El amor del revés' el autor de este artículo cuenta cómo fue el viacrucis de su homosexualidad, y en este pasaje del libro reivindica los sentimientos como motor de vida frente a los estereotipos de genitalización de los gays
Todos los que han estado enamorados alguna vez de verdad han recitado el capítulo siete de Rayuela, aunque nunca hayan leído la novela: «Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja». Yo lo hice cuando conocí a Antonio, recreándome en esa cursilería pura y lacia, en la verbosidad silenciosa que tanto servicio le presta al amor en cualquier edad.
Pocas veces dormíamos juntos, pero cuando lo hacíamos él me abrazaba por detrás, se pegaba completamente a mi cuerpo y me soplaba en el cuello con un hilo de aire. Decía alguna blandenguería afectada para hacerme sonreír: «Es el viento de un velero» o «Arrecian los huracanes de las islas». Y como no podía verme el rostro, de espaldas a él, me pasaba los dedos por los labios para reconocer mi gesto. Yo iba adormeciéndome con ese silbido, sintiendo en la curva de la nuca el hilván de su aliento.
Mucho tiempo después, cuando todo pasó y sólo quedó el dolor o el recuerdo del dolor, me di cuenta de que junto a Antonio había aprendido cuál era el valor exacto de la ternura. La ternura: un tacto que tiene sonido afeminado pero que soporta siempre sobre sí toda la gravedad de los afectos humanos. Es el único sentimiento que perdura. Después de las pavesas y de las escorias. «Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura», le dice Oliveira a La Maga.
Ésa es la herencia que me queda de Antonio: un soplido en la espalda de mi sueño. El perdurable deber de la ternura.
En 2003, casi diez años después de que nos separáramos, vi en el cine la película de Stephen Daldry Las horas, basada en el libro homónimo de Michael Cunningham. Las horas cuenta tres historias engarzadas en una novela de Virginia Woolf, y la propia Virginia Woolf es la protagonista de una de ellas. Se narra con pinceladas su relación amorosa con Leonard Sidney Woolf, su esposo, y la angustia que sentía a causa de la locura que estaba devorándola. La última secuencia de la película es la última de las sesenta secuencias de la vida de Virginia Woolf: su suicidio en el río Ouse. La voz en off, subrayada por la música de Philip Glass, recita una versión apócrifa de la carta de despedida que la escritora le dejó a su marido: «Querido Leonard: Mirar la vida de frente, mirar siempre la vida de frente y conocerla por lo que es. Conocerla, amarla por lo que es, y luego apartarla». Y termina diciendo: «Leonard: Siempre los años que pasamos juntos. Siempre los años. Siempre el amor. Siempre las horas».
En esos días yo estaba escribiendo sobre mi vida con Antonio, y aquellas palabras sincopadas, secas, testamentarias, me conmovieron por el recuerdo que había en ellas. «Siempre los años. Siempre el amor. Siempre las horas». La carta auténtica, la que Virginia Woolf dejó escrita antes de llenarse los bolsillos del abrigo de piedras y entrar en el río, decía algo que yo me había repetido como mortificación durante mucho tiempo, después de separarme de Antonio: «Si alguien podía haberme salvado eras tú. He perdido todo excepto la certeza de tu bondad».
Siempre los años que pasamos juntos, siempre las horas. Me cuesta recordar aquellos meses sin sentimentalismo, sin afectación, a pesar de que estuvieron llenos de amargura y de maldiciones. Los viví con la sensación de que aquel tiempo, llegado a deshoras, era el tiempo que había estado esperando desde niño y de que no podía malgastarlo.
- Literatura que recuerda el deber de la ternura y el amor en cualquier clase de relación - viernes 30, Jun 2017