Sergio Pitol (México, 1933-2018) en la imagen de editorial Anagrama. / Fotografía de Carles Mercader

Muere Sergio Pitol, el escritor mexicano nómada de la vida y de los géneros literarios

El ganador del Premio Cervantes 2005 falleció a los 85 años. Fue una figura intelectual importante en su país y de gran influencia en generaciones posteriores de escritores

Sergio Pitol, el discreto escritor viajero que vivió más de la tercera parte de su vida fuera de México pero que conocía y sentía a su país como pocos, ha muerto a los 85 años. Un autor cuya obra es el resultado de sus lecturas, su pasión por la pintura y la música clásica y su nomadismo planetario. Fue distinguido con el Premio Cervantes de las Letras en 2005 «por sus reflexiones constantes sobre el arte de escribir, su anticipación a la fusión de géneros, y por su dimensión cervantina».

Cuando muchos escritores iban, Pitol ya venía. En el planeta y la literatura. Su precocidad lectora y su cosmopolitismo, al ser del cuerpo diplomático mexicano, le permitieron mezclar las formas literarias al margen de lo que se escribía en su momento.

Fue lector, traductor y escritor de cuentos, novelas y ensayos que lo convirtieron en una figura intetelectual admirada y apreciada en México. Esa fue la ruta que hizo Pitol en quien se cumplió aquello de que la infancia es el territorio inspirador para la literatrua. Por sus desgracias desde muy niño y por las alegrías derivadas de aquellas tristezas: a los cinco años ya habían muerto sus padres y su hermana menor, y luego el paludismo lo mantuvo enfermo muchos años, y casi sin salir de casa.

Esta situación lo llevó a vivir con su abuela, una gran lectora y amante de Tólstoi. Así es que el niño Sergio Pitol leí y leía de tal manera que pronto salió de su cama y de su casa gracias de Julio Verne, Robert Louis Stevenson y Charles Dickens; y a los doce años conoció la tragedía rusa y la condición humana contada por Dostoievski en Guerra y paz.

Él mismo lo recordó en su discurso de entrega del Cervantes: «A los dieciséis o diecisiete años estaba familiarizado con Proust, Faulkner, Mann, la Wolf, Kafka, Neruda, Borges, los poetas del grupo Contemporáneos, mexicanos, los del 27 españoles, y los clásicos españoles».

La lectura fue su paraíso en medio de las tristezas, y le salvó la vida, como decía, y le habría de garantizar el futuro.

Pitol Nació en Puebla en 1933 pero se crió con su abuela en Potrero (Veracruz). Estudió Derecho y Filosofía en Ciudad de México, fue profesor universitario en Xalapa y Bristol y diplomático en ciudades como Varsovia, Budapest, París, Moscú, Praga… Vivió en ciudades como Pekín. Fue un nómada y casi toda su vida fue un gran divulgador de la cultura y el patrimonio artístico e histórico de México.

El primer libro de cuentos Tiempo cercado es de 1959. Ese fue el género con el cual empezó y practicó en los años sesenta hasta alcanzar un total de ocho libros. En 1972 tiene su primera novela: El tañido de la flauta, luego vendrían otras como El desfile del amor, con el cual obtuvo el Premio Herralde, en 1984, y empezó a ser conocido en España y parte de Latinoamérica, Juegos florales, Domar a la divina garza y La vida conyugal.

En ensayo destacan De Jane Austen a Virginia Woolf: seis novelistas en sus textos, La casa de la tribu, De la realidad a la literatura y El tercer personaje, ensayos. Sin embargo es el género memorialístico el que impulsa su nombre por la hibridación de géneros con títulos como El arte de la fuga (1996), El viaje (2001) y El mago de Viena (2005) que conforman su Trilogía de la memoria (Anagrama).  Una obra por cuya sangre corre la parodia y la caricatura. Una manera singular de acercarse a la realidad presente y pasada, con cierta nostalgia, y a su propia vida.

Tradujo a más de viente escritores, empezando por Henry James que tuvo gran influencia en su vida literaria y concepción de la misma; y junto a este, nombres como Jane Austen, Joseph Conrad, Robert Graves y Witold Gombrowicz.

Sergio Pitol pertenecía a la llamada Generación de la Casa del Lago o Generación del Medio Siglo formada por autores como Jorge Ibargüengoitia, Elena Poniatowska, Salvador Elizondo, Juan Vicente Melo, Julieta Campos y José de la Colina.

Origen y deudas literarias

Las claves literarias de Sergio Pitol las compartió él mismo en el paraninfo en la Universidad de Alcalá de Henares al recibir el Premio Cervantes:

«Llegué a la ciudad de México a los dieciséis años para cursar estudios universitarios. Me inscribí en la Facultad de Derecho y frecuenté la de Filosofía y Letras. Pero la que definió mi destino, mi camino hacia la literatura, fue la Facultad de Derecho, y concretamente a un maestro, Don Manuel Martínez de Pedroso, catedrático de Teoría del Estado y Derecho Internacional. Los alumnos más comprometidos con la carrera, los más ordenados, los de óptimas calificaciones en todas las asignaturas, desorientados ante la ausencia de un programa previamente establecido, desertaron a las dos o tres semanas de haberse iniciado el curso. Don Manuel Pedroso fue una de las personas más sabias que he conocido, y, quizás por eso, nada en él había de libresco. Cuando en el salón no quedó sino un puñado de fieles, el maestro sevillano inició realmente su paideia. La impartía del modo más heterodoxo que en aquella época pudiera concebirse la enseñanza del derecho. Pedroso solía hablarnos del dilema ético encarnado en «El gran inquisidor», de Dostoievski; del antagonismo entre obediencia al poder y el libre albedrío en Sófocles y Eurípides; de las nociones de teoría política expresadas en los tantos Enriques y Ricardos de los dramas históricos de Shakespeare; de Balzac y su concepción dinámica de la historia; de los puntos de contacto entre los utopistas del Renacimiento con sus antagonistas los teóricos del pensamiento político, los primeros visionarios del Estado Moderno: Juan Bodino y Thomas Hobbes. A veces en la clase discurría ampliamente sobre la poesía de Góngora, poeta que prefería a cualquier otro del idioma, o de su juventud en Alemania, donde había realizado la traducción al español de poemas de Rilke, algunas obras de Goethe y también la de Despertar de primavera, de Franz Wedekind, uno de los primeros dramas expresionistas que circuló en el ámbito hispánico. Era un narrador espléndido, nos relataba sus actividades durante la guerra civil, de sus experiencias en el sobrecogedor Moscú de las grandes purgas, donde fue el último embajador de la República Española. A menudo nos vapuleaba con cáustico sarcasmo, pero igual celebraba nuestras primeras victorias. Pedroso nos incitaba a leer, a estudiar idiomas, pero también a vivir. Disfrutaba de los relatos que le hacíamos, inventándole algunos detalles y exagerando otros, de nuestros recorridos nocturnos por antros de los que parecía un milagro salir ilesos. Al terminar el curso uno sabía Teoría del Estado con más claridad que aquellos alumnos que desertaron para abrevar en fuentes más convencionales. Carlos Fuentes ha escrito sobre él páginas excelentes.

En el mismo periodo, frecuenté devotamente los cursos de Don Alfonso Reyes en el Colegio Nacional, sobre literatura y filosofía griega y leí gran parte de sus libros. Los leía, me imagino, por el puro amor a su idioma, por la insospechada música que encontraba en ellos, por la gracia con que, de repente, aligeraba la exposición de un tema necesariamente grave. Borges, en un poema en memoria del escritor mexicano, afirma:

En los trabajos lo asistió la humana esperanza y fue lumbre de su vida dar con el verso que ya no se olvida y renovar la prosa castellana.

Era tal su discreción, que muchos aún ahora no acaban de enterarse de esa hazaña portentosa: transformar, renovándola, nuestra lengua. Releo sus ensayos y más me asombra la juventud de esa prosa que no se parece a ninguna otra. Cardoza y Aragón sostiene que nadie que no hubiese releído a Reyes podría afirmar conocerlo.

Debo a nuestro gran escritor y a los varios años de tenaz lectura de su obra la pasión por el lenguaje; admiro su secreta y serena originalidad, su infinita capacidad combinatoria, su humor, su habilidad para insertar refranes y una radiante levedad reñida en apariencia con el lenguaje literario, en medio de alguna sesuda exposición sobre Góngora, Gracián, Virgilio o Mallarmé. Si la razón teórica en Reyes topó con mi sordera, le soy deudor en cambio del acercamiento a varios terrenos a los que de otra manera quizás habría tardado en llegar: el mundo helénico, la literatura española medieval y la de los Siglos de Oro, la novela del sertón y la poesía vanguardista de Brasil, Sterne, Borges, Francisco Delicado, Goethe sobre todo, la novela policial culta, ¡y tantas cosas más! Su gusto era ecuménico. Reyes se movía con ligera seguridad, con extremada cortesía, con curiosidad insaciable por muy variadas zonas literarias, algunas aún poco iluminadas y entonadas. Acompañaba el ejercicio hedónico de la escritura con otras responsabilidades. El maestro –porque también lo era- concebía como una especie de apostolado compartir con su grey todo aquello que lo deleitaba. Lo que mi generación le debe ha sido invaluable. En una época de ventanas cerradas, de nacionalismo estrecho, Reyes nos incitaba a emprender todos los viajes. Evocarlo, me hace pensar en uno de sus primeros cuentos: La cena, un relato de horror inmerso en una atmósfera cotidiana, donde a primera vista todo parecía normal, anodino, hasta podría decirse un poco dulzón, mientras entre líneas el lector va poco a poco presintiendo que se interna en un mundo demencial, quizás en el del crimen.

Esa cena debe haberme herido en el flanco preciso. Años después comencé a escribir. Y sólo hace poco advertí que una de las raíces de mi narrativa se hunde en aquel cuento. Buena parte de lo que más tarde he hecho no es sino un mero juego de variaciones sobre aquel relato.

El lenguaje y Borges

Mencioné a Don Manuel Pedroso y a Don Alfonso Reyes como mis maestros. Ambos era figuras imponentes en el mundo mexicano académico y cultural. Toda la vida tuvieron condiciones óptimas para desarrollarse, venían de familias opulentas, habían viajado y conocido a las mayores figuras de la cultura por donde pasaban. Mi tercer maestro, Aurelio Garzón del Camino, era en cambio modestísimo, baldado físicamente, pobre, oscuro, pero como los otros dos vivía plenamente en la literatura.

En 1956, a los veintitrés, comencé a trabajar como corrector de estilo en la Campaña General de Ediciones. En esa editorial hice amistad con Garzón del Camino, un traductor infatigable que vertió al español la entera Comedia Humana de Balzac, más todas las novelas de Zola y muchos otros libros franceses. Era director de correctores en la editorial. Al poco tiempo habíamos descubierto que coincidíamos en curiosidades literarias y que teníamos amistades comunes. Tal vez lo que fundamentalmente nos unía era nuestra devoción al humor y a la parodia, en la que él era maestro. Aquel modesto gramático español, salvado por la Embajada mexicana de un campo de concentración y transportado a México después de la hecatombe en España, me transmitió su pasión por el idioma, que él convertía casi en una religión. Con frecuencia salíamos a comer en los varios paraísos gastronómicos, no de lujo, que había detectado cerca de la editorial, y en cada una de esas ocasiones asistí a una lectura de literatura y gramática, enunciada con gracia y sin pedantería. De él aprendí que el mejor estímulo para un escritor se lograba acercándose a las épocas de mayor esplendor del idioma. Por eso habría de tener a la mano a los clásicos mayores. Me explicaba, libro en mano, que el estilo era una destilación de los mejores segmentos de la lengua, desde el Cantar del Mio Cid, hasta el lenguaje de nuestros días, pero en el tránsito se paseaba por los fastos del Siglo de Oro, las cadencias del modernismo, las audacias vanguardistas de los años veinte y treinta del siglo pasado, hasta llegar a Borges. Escribir –decía Garzón del Camino– no significaba copiar mecánicamente a los maestros, ni utilizar términos obsoletos como lo habían hecho algunos neocolonialistas mexicanos. El objetivo fundamental de la escritura era descubrir o intuir el ‘genio de la lengua’, la posibilidad de modularla a discreción, de convertir en nueva una palabra mil veces repetida con sólo acomodarla en la posición adecuada en una frase.

Tal vez el mayor deslumbramiento en mi adolescencia fue el idioma de Borges; su lectura me permitió darle la espalda tanto a lo telúrico como a mucha mala prosa de la época. Lo leí por primera vez en un suplemento cultural. El cuento de Borges aparecía como un ejemplo en un ensayo sobre literatura fantástica hispanoamericana del peruano José Durand. Era La casa de Asterión; lo leí con estupor, con gratitud, con infinito asombro. Al llegar a la frase final tuve la sensación de que una corriente eléctrica recorría mi sistema nervioso. Aquellas palabras: ‘¿Lo creerás, Ariadna? –dijo Teseo–, el Minotauro apenas se defendió’, dichas de paso, como por casualidad, revelaban el misterio oculto del relato: la identidad del extraño protagonista y su resignada inmolación. Jamás había llegado a imaginar que el lenguaje pudiera alcanzar grados semejantes de intensidad, levedad y extrañeza. Salí de inmediato a buscar sus libros; encontré unos pocos, empolvados en los anaqueles de una librería: en aquellos años los lectores mexicanos de Borges se podían contar con los dedos, como en todas partes, hasta en la misma Argentina.

En el tiempo que descubrí a Borges comenzó a interesarme la narrativa hispanoamericana. Leí a Alejo Carpentier. Del escritor cubano lo que me atrajo fue el ritmo, la austera melodía de su fraseo, una intensa música verbal con resonancias clásicas y modulaciones procedentes de otras lenguas y otras literaturas. A la calidad de su idioma, Carpentier añadía los atractivos del Caribe, su intrincada geografía, la apasionante historia, el cruce de mitos y de lenguas, la reflexión política; todo ello integrado en tramas perfectas. El Siglo de las Luces es una de las más excepcionales novelas de nuestra lengua, un relato sobre la influencia iluminista tanto en las islas del Caribe como en tierra firme, y una amarga y profunda reflexión sobre los ideales políticos: la revolución, su triunfo, su transformación en razón de Estado; ideales mantenidos en proclamas públicas pero negados y combatidos en la práctica. En nada de lo que Carpentier escribió después encontré la misma tensión».

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Winston Manrique Sabogal

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