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El escritor italiano Antonio Moresco (Mantua, 1947), autor de la trilogía ‘Los juegos de la eternidad’ (Impedimenta). /Foto cortesía editorial Impedimenta

Antonio Moresco y ‘Los comienzos’, así nació y se forjó uno de los proyectos literarios más sorprendentes del año

El escritor italiano publica, en español, la primera parte de su elogiada trilogía 'Los juegos de la eternidad' (Impedimenta). La empezó a escribir en 1984 y tardó 35 años en terminarla. La obra gira alrededor de tres caminos muy diferentes de estar en la vida: religioso, revolucionario y artístico. Una narrativa libre y liberadora

Presentación WMagazín Casi 35 años (1984 – 2018) tardó Antonio Moresco en escribir su gran empresa literaria, la trilogía Los juegos de la eternidad. Es una de las obras más sorprendentes de 2023, que empezó a editar en español Impedimenta. Su primera parte es Los comienzos, una novela, o un ecosistema de ideas, de vidas y de fuerzas creadoras que buscan ocupar un lugar en la narración. Esa sensación de hermosa pugna se percibe desde la aparente serenidad de sus primeras líneas. Ellas se abren a una historia sencilla que lleva dentro las complejidades y turbulencias del ser humano en el pensar, en el sentir, en el soñar, en el desear y en el actuar, y que no siempre coinciden, como se verá a lo largo de la obra. Se trata del proyecto literario que ya desde su embrión se sabía él mismo trilogía, pero no su autor. Los tres extensos volúmenes (suman casi tres mil páginas) son Los comienzos, Cantos del caos y Los increados, divididos a su vez en tres partes cada uno.

Antonio Moresco (Mantua, Italia, 1947) se embarcó en esta empresa literaria, de tinte autobiográfico, cuando tenía 36 años, en 1984, y tardaría casi otros tantos años en concluirla, tras múltiples versiones, revisiones y rechazos editoriales. Aunque el primer libro lo publicó en 1998, y solo en ese tardó quince años.

La obra sigue los pasos de un hombre y los tres caminos muy diferentes que asume de estar en la vida: religioso, revolucionario y artístico. Tres modos extremos, pero con un punto en común muy fuerte: Fe. En cada uno de ellos se necesita creer con fuerza, incluso ciega, con fidelidad hacia uno mismo y de manera febril, para avanzar y lograr lo propuesto.

El protagonista es como el espíritu santo, tres personas en una sola. Un retrato de cómo en cada individuo habitan varios yoes, que con intereses distintos conviven y dan prelación a uno u a otro dependiendo del momento vital. Somos varios unidos por sueños diferentes que miran a un mismo horizonte.

Es el curso de la vida en su esplendor. Moresco lo hace con una narrativa libre y liberada, lejos de tendencias y corrientes literarias del momento, para capturar la vitalidad convulsa de la propia vida del protagonista. Su literatura lleva dentro un torrente de ideas, de imágenes, de reflexiones renovadoras que cantan al arte de contar vida real, vida soñada, vida pensada, vida en su torbellino de ideas éticas y estéticas. Y sin olvidar el humor, los momentos graciosos surgidos de manera espontánea o que aguardan allí, en la escena difícil. Me recuerda el espíritu de Mircea Cartarescu, editado por la misma editorial Impedimenta.

En las primeras líneas de Los comienzos está la clave de la novela, en su forma y fondo:

“En cambio, yo estaba cómodo en aquel silencio.

Nos despertaba antes del amanecer una oración que flotaba en los dormitorios aún oscuros, y muchos se quedaban con los ojos muy abiertos y la cabeza un poco levantada de la almohada, en ese ligero mareo que se produce al pasar de golpe del sueño al silencio. Volvía a cerrar los ojos un instante, como si quisiera dar marcha atrás y pasar del silencio al sueño, antes de abrirlos otra vez en el dormitorio aún aturdido. Alguien había empezado a ponerse los pantalones debajo de las mantas, moviendo brazos y piernas como un molino, sin hacer ruido, arqueando con esfuerzo la espalda hasta formar un puente con la columna vertebral”.

WMagazín publica la introducción donde el propio Antonio Moresco cuenta cómo fue escribir este libro singular, su carpintería, la manera como se fue haciendo en la mente de su autor y, luego, visible ante los ojos de todos. Pequeños detalles de la creación que siempre son interesantes:

Así nació 'Los comienzos'

Por Antonio Moresco

Empecé a escribir Los comienzos en enero de 1984 y seguí trabajando en el libro hasta poco antes de su publicación, en la primavera de 1998. Quince años: cuatro de escritura y once para revisarlo y mecanografiarlo, porque por aquel entonces aún no tenía ordenador y me tocaba pasarlo todo a máquina una y otra vez.

Empecé a presentar el libro a los editores en 1990, a partir de la primera versión que me pareció buena, de ochocientos treinta folios, en la que luego seguí trabajando para proponer el libro después de cada nueva revisión.

Lo escribí día tras día, a mano, en grandes hojas cuadriculadas, en la mesa de la cocina, cuando me quedaba solo en casa. Pero antes de empezarlo me pasé años imaginándolo, soñándolo, e iba con los bolsillos llenos de hojitas, de billetes usados y de pequeñas agendas en las que garabateaba imágenes y apuntes mientras deambulaba por las calles, de día y de noche, mientras iba en metro o estaba en el supermercado, o cuando me despertaba bruscamente del duermevela. Un sinfín de apuntes que luego copiaba otra vez en cuadernos. Los apilaba, volvía a cogerlos, los releía. Dejaba que se formasen movimientos internos, torbellinos y estructuras de manera intrínseca, vertical, en lugar de forzarlos según las convenciones narrativas, con acumulaciones horizontales, combinatorias y automáticas. Solo en ocasiones hacía alguna pequeña excepción, cuando un pasaje imantado atraía unos espacios narrativos que antes no estaban.

Releía los apuntes, los reescribía en otros cuadernos y, cuando la fisonomía del libro empezó a aparecer, anotaba a su lado números y siglas. Seguí haciéndolo después de empezar a escribir. Los borraba a medida que iba avanzando, para no tener que releerlo todo una y otra vez.

Imaginaba sus movimientos internos y sus tensiones, ayudándome de los dibujos que hacía aquí y allá. No sé por qué abordé así este libro, habida cuenta de que no soy propenso a la geometrización: no tengo una visión geométrica ni de la literatura ni de la vida. Hay tres segmentos de rectas interrumpidos, uno para cada parte del libro, y otros segmentos de curvas, también interrumpidas, que nacen de algunos de los extremos de las rectas. En uno de estos dibujos también aparece el punto de fuga del infinito.

«Entiendo lo que representan las rectas —me dijo una vez un amigo—, pero ¿qué son las curvas?»

Me cuesta responder. Probablemente, era incapaz de concebir este libro como una mera concatenación de convenciones narrativas: necesitaba abordarlo también a través de la fuerza de atracción de sus curvaturas internas, que no son conexiones, sino tensiones cóncavas entre partes separadas e inconciliables. Soñaba con algo que no fuera solo una recta o solo una curva, solo tiempo o solo espacio, solo narración o solo contemplación, sino que fuese a la vez una recta y una curva, que albergase en su interior la recta y la curva. No solo el movimiento o la inmovilidad, sino la inmovilidad dentro del movimiento y el movimiento dentro de la inmovilidad.

Cuando empecé a escribirlo tuve claro, desde las primeras líneas, que no sería como los otros libros que había escrito; que estaba empezando a romperme, porque me enfrentaba a una ola más lenta, más arrolladora, más amplia, y que sería algo mucho más arriesgado y más largo. Me llevé las manos a la cabeza: ningún editor había aceptado aún ninguno de mis textos, ni siquiera el más corto, por lo que proponer una novela extensa se antojaba todavía más absurdo. No tenía lógica, era un sinsentido. «¿Cuántos años me llevará?», me preguntaba. «¿Podré acabarlo alguna vez, dadas mis circunstancias? ¿Podré mantener abierta esta puerta tantísimos años? ¿Por qué me habré metido en algo así?»

Sin imaginarme que este libro, que empecé con treinta y seis años, no se publicaría hasta mis cincuenta y uno.

No quiero hablar aquí de lo que ocurría mientras tanto en mi interior, porque no creo que el dolor personal sea un valor añadido que contribuya a determinar la fuerza de una obra, aunque a veces no pueda desvincularse de ella y de la lucha por terminarla, como si formase parte de ella. Incluso en esta época en que los libros, ya se sabe, se hacen «solos», como nos han explicado de una vez por todas los nuevos escritores de literatura idílica y tecnológica: libros sin abrasión, sin drama, sin precio, transgénicos; libros sin ese molesto diafragma de la subjetividad, que impide domarlos por completo; libros normalizados, horizontalizados. Es evidente que yo no disfruto de esa perfecta salud de los muertos, o de los que parecen vivos.

Seguía trabajando a mano, con una letra cada vez más pequeña e ilegible por la tensión con que escribía. Tendría que haber mecanografiado día a día lo que iba garabateando, como me había propuesto, cuando aún estaba fresco en mi memoria y podía descifrarlo mejor. Sin embargo, seguía escribiendo sin pasar a limpio, a costa de perder muchas cosas. Porque sentía la necesidad de sumergirme y hurgar a fondo en ese territorio, de no saber qué estaba haciendo, de perderme, de conquistar una desmesura tan constante que acabara creando su propia regla, de seguir avanzando hasta no reconocer ya las calles por las que transitaba, sin brújulas ni mapas; de olvidar de dónde había salido, adónde me dirigía.

Luego llegó la larga tarea de descifrar, de escribir a máquina enormes pilas de folios. La compra de una fotocopiadora vieja y barata de segunda mano para copiar las sucesivas versiones que enviaba a los editores. Las releía, corrigiendo a mano en papel; las volvía a mecanografiar y a fotocopiar, las releía otra vez. Y los años pasaban. Había días buenos y días malos. Dormirse, despertarse. Mi rostro iba cambiando en el espejo; el pelo y la barba encanecían. Seguía deambulando, pasándolo mal, fantaseando.

Trabajé hasta la extenuación en este libro y en cada una de sus frases: recortes, cambios, páginas torturadas y luego descartadas, renglones cada vez más microscópicos, superpuestos. Había cicatrices por doquier, flechas, capítulos cuyo título florecía de repente, grandes bloques de texto que se eliminaban o se compenetraban. Los bolígrafos se gastaban sin cesar, se quedaban por decenas en el camino, exhaustos. Y, sin embargo, nunca reescribí desde cero ningún párrafo. En ese sentido, existe una sola versión. Otros escritores, incluso entre los más grandes, reescriben y reescribieron desde el principio muchas veces. Yo sigo creyendo, como cuando era niño y no tenía ni idea de estas cosas, que la forma inicial y urgente que adopta una obra posee una fuerza viva e intangible que soy incapaz de considerar arbitraria e intercambiable.

Plano de la villa y del parque de Ducale, dibujado por el autor para la edición alemana de ‘Los comienzos’, de Antonio Moresco (Impedimenta). /WMagazín
  • Los comienzos. Juegos de la eternidad I. Antonio Moresco. Traductor: Miguel Ros González (Impedimenta).

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Antonio Moresco
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