
El sueño de Alberto Durero sobre un diluvio dibujado por él mismo. /Imagen del libro ‘Alberto y la ballena’, de Philip Hoare – cortesía de Ático de los Libros
Así imaginó Durero nuestro mundo, según Philip Hoare
El escritor inglés se adentra en la vida del gran artista del Renacimiento alemán para trazar un arco del pasado hasta el presente. WMagazín, con apoyo de Endesa, publica en primicia un pasaje de este libro extraordinario
Presentación WMagazín El autor inglés Philip Hoare (1958) vuelve a sorprender con un libro que mezcla historia, arte y presente: Alberto y la ballena. Durero y cómo el arte imagina nuestro mundo (Ático de los Libros). Tras cerrar su exitosa trilogía sobre el mar en 2019, Hoare se adentra en el arte y cómo este está impregnado de naturaleza. El escritor inglés recrea la vida del genial artista del Renacimiento alemán que busca su propio Leviatán. Philip Hoare explora el vínculo fuerte entre la pasión creativa y la naturaleza, desde el taller de un visionario hasta el océano.
WMagazín, con apoyo de Endesa, avanza en primicia unas páginas clave de esta obra poblada de alquimistas medievales y poetas modernistas, emperadores excéntricos, almas rebeldes y artistas proféticos cuyas vidas y aventuras nos llevan a preguntarnos qué es real y qué es fantasía en el arte, y si este tiene el poder de salvarnos. Una obra de investigación muy bien escrita y amena con la capacidad de trasladar al lector a diferentes épocas como viajes en el tiempo.

Philip Hoare es autor de la trilogía sobre el mar conformada por Leviatán o la ballena, El mar interior y El alma del mar (Ático de los libros). Puedes leer una entrevista con el autor en WMagazín en este enlace.
A continuación un pasaje de la última obra de Hoare Alberto y la ballena:

'Alberto y la ballena. Durero y cómo el arte imagina nuestro mundo'
Por Philip Hoare
Al volver a casa, Durero estaba arruinado. Había pasado fuera un año y tres días. Como resultado de todos los grabados que había entregado de forma gratuita, había perdido dinero. Tuvo que pedir prestados cien florines para pagar al boticario y la sangría, pero se había garantizado una pensión y se había asegurado de su fama. Era el verano de 1521. Tenía cincuenta años.
Alberto Durero, hijo de Alberto Durero y su esposa, Barbara, nació en Núremberg el 21 de mayo de 1471, siendo el tercero de dieciocho hijos, de los cuales solo cuatro llegarían a la edad adulta. Su padre era húngaro; el apellido original de la familia, Türer, procedía de su pueblo, Ajtas, y estaba relacionado con la palabra que significaba puerta. En su juventud, él también había viajado a los Países Bajos para aprender de sus grandes pintores. De vuelta en Núremberg, se convirtió en orfebre del emperador Federico III, pero no dejó de ser un artesano y siempre fue consciente de su condición. Era un inmigrante. Vivieron a la sombra del castillo en lo alto de la colina.
Los lobos merodeaban junto a las murallas de la ciudad. En las esqueléticas avenidas colgaban los huesos de los ladrones ejecutados, con la intención de disuadir a otros criminales. Por esas mismas carreteras llegaban ratas infestadas de pulgas que transmitían la peste. En los bosques predominaba la oscuridad. Pero también habían aparecido las primeras fábricas, molinos junto al río que atravesaba la ciudad. La vida transcurría por niveles: príncipes, mercaderes, artesanos. Los campesinos bailaban como los osos.
Núremberg estaba aislada y conectada a la vez, era un puerto de interior. Antes de que se descubriera el pasaje oceánico a la India —según me cuenta mi Enciclopedia Británica de 1933—, era el gran mercado de los productos orientales que llegaban de Italia y se dirigían hacia el norte. Una ciudad independiente en el corazón de Europa, un centro desde el que las joyas de la corona imperial proyectaban sus rayos. Los recuentos americanos de Colón y Cortés se publicaron en esa urbe; gracias a sus imprentas, instrumentos científicos y financieros, la ciudad abarcaba el resto del mundo. Desde sus callejuelas, por encima de sus tejados y chapiteles, Durero dispuso de una vista global.
Mientras corría camino de la escuela, todas aquellas torres debieron de aterrorizarlo. Algún día sería el dueño de una de las casas sobre la colina. Como aprendiz de su padre, su vida entera ya estaba totalmente planificada. Pero, a los trece años, tras cuatro de estudio, siendo ya capaz de dibujar con una facilidad insólita, entró en el estudio de Michael Wolgemut, el artista más celebrado de la ciudad. Pasó tres años aprendiendo el arte del grabado y conociendo a la gente adecuada. Jakob Fugger, uno de sus futuros mecenas, sigue siendo uno de los hombres más ricos que hayan vivido. El mejor amigo de Alberto fue Willibald Pirckheimer, miembro de otra familia pudiente; los Durero vivían en una casa acurrucada en el patio de los Pirckheimer. Educado en Italia, Willibald era obeso y tenía la nariz rota. Él introdujo a Durero en el mundo clásico.
En 1490, Alberto siguió los pasos de su padre y se fue de casa para aprender de otros maestros. Podemos adivinar su itinerario a través de su arte, siguiendo el rastro de los pintores de los Países Bajos: Jan van Eyck, Rogier van der Weyden, Dieric Bouts y Hugo van der Goes; arte en un clima frío. Mezclaban aceite de lino con sus pigmentos, cosa que los italianos no podían hacer, porque la calidez de su clima no facilitaba esa técnica. La gente pensaba que aquella mezcla era cosa de alquimia. Su frío brillo contenía la pálida luz septentrional.
Al desplegarse, los paneles revelaban cuerpos que padecían y ángeles que realizaban piruetas en el aire como cuervos; todo estaba iluminado, nada había que esconder. Eran ventanas abiertas al cielo, revolucionarias en su contención y su gloria, en su desnudez. Durero las absorbió para proyectarlas sobre sus propias visiones de lo oscuro, lo hermoso y lo extraño.
Después de trabajar en Basilea y Estrasburgo, pintando y grabando, Durero regresó a Núremberg en 1494. Su padre había organizado su boda con Agnes Frey, la hija de un agente de los Médici. La dote de esta era significativa, así que no parece que fuera un matrimonio fruto de la pasión. El amor era diferente por entonces. Un mes después de la boda, Durero se marchó a Italia para escapar de una nueva ola de peste, que se había cobrado nueve mil vidas en Núremberg. Lejos de la muerte, en Venecia, su vida se vio transformada por Mantegna, Bellini, Rafael y Leonardo. De regreso a Núremberg, en 1495, se instaló en su propio estudio y se trajo el sur al norte.
Cuando sucedió, sucedió con rapidez, casi sin ser consciente de ello. En 1498, sus xilografías del Apocalipsis fueron recibidas con asombro y éxito. Se vendieron por miles. Se pintó a sí mismo una y otra vez, para satisfacer su propia curiosidad y, lejos de percibir un desastre terrenal, creyó que estaba por llegar una edad de oro. Ay, cuán a menudo contemplo en sueños grandes obras de arte y cosas hermosas, dijo, que nunca se me presentan durante la vigilia, pero, en cuanto despierto, incluso su recuerdo me abandona.
Solo otro artista lo comprendería. Blake, hablando sobre Durero en el cambio de otro siglo, dijo: Todas las épocas son iguales, pero el genio está siempre por encima de su época. Durero tenía la misma arrogancia ingenua, la misma fe en sí mismo. Pintaba, diseñaba joyas, planeaba ciudades, componía música. Incluso escribía poesía; y era tan mala que sus amigos le rogaron que se ciñera al arte. Su estudio de artesa-nos producía objetos de oro, vitrales, grabados y libros: fue el primer artista que se publicó a sí mismo; nadie podía hacerlo mejor. Mientras concebía teorías artísticas y matemáticas, se convirtió en su propio hombre del Renacimiento, un Gesamtkunstwerk. Igual que la Bauhaus —inspirada en los gremios medievales—, su estética lo abarcó todo. Incluso diseñó su propia tipografía, una invocación más lírica que cualquier verso malo.
(…)

En 1943, al tiempo que su padre publicaba el libro sobre Durero, Robert Oppenheimer reclutó a Wolfgang Panofsky para el Proyecto Manhattan. El físico había quedado impresionado con la investigación que había realizado el joven sobre las ondas expansivas de los proyectiles supersónicos.
Dos años más tarde, a las 5.29 de la mañana del 16 de julio, en el Año Uno del Átomo, Wolfgang observó desde un Boeing 29 la detonación de la bomba, cuyo núcleo de plutonio se había creado con uranio robado en el Congo belga, en el desierto de Nuevo México. Oppenheimer, que se quedó sentado leyendo a Baudelaire con los ojos muy abiertos y un elegante traje hecho a medida, a la espera de que su obra convirtiera la noche en día, concedió un nombre en código a ese ensayo, la prueba Trinity, inspirado en John Donne:
Golpea mi corazón, Dios de las tres personas.
Fue una prueba de fe. A la hora de medir el estallido, Wolfgang se vio derrotado por el mal tiempo y tuvo que recurrir al arte. Lo único que pudimos hacer, dijo, fue dibujar bocetos de la nube atómica. E, inmediatamente, se quedó dormido. No tenía tiempo para pasar miedo, dijo su padre.
Quinientos años antes, la noche del 8 de junio, después de Pentecostés —cuando unas lenguas de fuego descendieron sobre los apóstoles de Cristo en una habitación a oscuras—, Durero despertó de un sueño en el que había visto grandes trombas de agua que caían del cielo.
La primera golpeó el suelo a unos siete kilómetros de mi posición con una fuerza aterradora, provocando un ruido espantoso, y quebró y se tragó toda la tierra. Me asusté tanto que desperté antes de que las otras llegaran al suelo.
Cayó a tal velocidad, ventosa y atronadora, que me asustó hasta el extremo de que, al despertar, mi cuerpo entero temblaba, y durante largo rato no pude recobrar la calma. Así que, al levantarme por la mañana, pinté aquí encima lo que había visto. Que Dios haga que todo salga lo mejor posible.
Al golpear el suelo, los remolinos de agua formaron una enorme columna que se elevaba hasta el cielo. La pesadilla pareció continuar incluso cuando Durero ya estaba despierto. Fijó la escena con acuarelas, su propio elemento. Las tierras bajas se abren a una amplia bahía, en cuya orilla descansa un pueblo. El aire tiene la electricidad de los instantes que preceden a la tormenta, cuando una luz extraña satura los colores y el cielo parece estar a punto de caerse. Durero podría haberle echado la culpa a la fiebre. Pero, a lo lejos, una masa monstruosa de color negro estalla en el aire, como si algo gigantesco hubiera caído al mar.
Los vivos y los muertos. Durero tuvo ese sueño en un momento en que había rumores sobre un nuevo Diluvio Universal, y la certeza era tan grande que la gente reservó alojamiento en los pisos superiores de las casas y se planeó evacuar las sedes del Gobierno a las montañas. La sensación era que se hallaban ante un final: la tormenta de la que Turner fue testigo atado a un mástil; la nube negra que el viejo marinero vio condensarse sobre un mar podrido; los torrentes que caían del cielo en el preludio de Wordsworth; Wolfgang Panofsky en un avión que sobrevuela el desierto mientras una figura encapuchada desciende por el pedregal; los últimos dibujos de Leonardo, representados de manera obsesiva con oleadas de tiza negra, en los que la lluvia derriba árboles y seres humanos.
Una vez, habiendo salido a los páramos con mi cuñado bajo una lluvia tan fuerte que nos dolían los ojos, observamos el agua ascender colina arriba. El mar no era más que una línea a lo lejos, en el horizonte, pero la marea estaba subiendo. Abajo, en el valle, el río corría con fuerza bajo el puente, se desbordaba más allá de sus límites, reclamaba la maravilla del mundo. Y, mientras me adentraba en ella, supe que cualquier cosa podría pasar flotando por delante de mí: perros o árboles o coches u ovejas o ángeles de alas rotas, todo ello arrastrado río abajo, como si un dios sucio y marrón dirigiera los trabajos de ampliación de su cauce.
- Alberto y la ballena. Durero y cómo el arte imagina nuestro mundo. Philip Hoare. Traducción de Milo J. Krmpotic (Ático de los Libros).
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