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Detalle de la portada del libro ‘Un día de guerra en Ayacucho’, de Fermín Goñi. /Cortesía editorial Fondo de Cultura Económica

Ayacucho: así fue la batalla definitiva que liberó a Suramérica de España

El 9 de diciembre de 1824, en los Andes peruanos, se libró el combate que dio la emancipación al continente y una derrota catastrófica para España. WMagazín publica un pasaje del libro 'Un día de guerra en Ayacucho' sobre cómo se vivieron las vísperas de la madre de todas las batallas

Presentación WMagazín En diciembre de 1824 España no supo o no quiso ver los vientos definitivos de libertad de América Latina y sufrió una de las derrotas más catastróficas de su historia. Arriba en Ayacucho, arriba en los Andes fríos y pedregosos de Perú se libró el enfrentamiento que decidió el destino del continente y marcó a un reino. El español Fermín Goñi, politólogo, historiador y buen conocedor de este periodo de la vida hispano latinoamericana recrea en Un día de guerra en Ayacucho (Fondo de Cultura Económica) las vísperas y momentos cruciales de aquel conflicto que en 2024 cumplirá 200 años. Con ella cierra su trilogía de la emancipación de América del Sur, tras los títulos Los sueños del libertador y Todo llevará su nombre.

WMagazín publica un pasaje de esta novela en la que se reconstruye el ambiente político, militar y social que precedió a la batalla vivida en la Pampa de Quinua, el 9 de diciembre de 1824. El punto final a una emancipación de un continente iniciada 16 años atrás, en 1808. Fermín Goñi (Pamplona, España, 1953) sigue de cerca a los mandos y figuras principales de ambas partes del conflicto: Antonio José de Sucre, Simón Bolívar, el Virrey de Perú y José Canterac. «Colorea su instantánea y las hazañas de los grandes nombres con las vivencias personales y el día a día de distintos miembros del regimiento, ofreciéndonos así una nítida panorámica del enfrentamiento que en el siglo XIX habría de decidir la suerte del Perú y marcar la pauta independentista a las naciones de América», señala la editorial.

Un día de guerra en Ayacucho sitúa al lector sobre la realidad política y social del momento tanto en España como en Latinoamérica. Es un paisaje completo que va de las ideas e intrigas a la cotidianidad de las milicias y, claro, su vivencias en el campo de batalla.

El siguiente es el pasaje de cómo es la víspera de la gran batalla, del gran cambio en el mundo occidental, el dái antes del cambio de destino:

'Un día de guerra en Ayacucho'

Los peruanos son viciosos hasta la infamia

Por Fermín Goñi

Eran ya varias las semanas en las que los dos ejércitos, uno mandado por el general Sucre y otro por el virrey José de la Serna, llevaban caminando casi en paralelo y mirándose al bies, porque entre la avanzadilla, las descubiertas, los otacustas, los desertores, los curas y los indios que se cruzaban por aquellos caminos tan agrestes, unos y otros conocían sobradamente en qué parte del tramo transitaba el enemigo. Además, ya habían intercambiado muchos disparos, piedras y, lo que era más sangriento, habían sufrido escaramuzas las últimas semanas, los últimos días y hasta las últimas horas, porque las montoneras —fuesen de morochucos o no— ni daban descanso ni ofrecían tregua en ningún bando. Al igual que los indios cuando iban acompañados por una sotana o un hábito.

Sucre lo había explicado hacía dos días al llegar a Huamanga, durante un consejo de guerra:

Señores: lo que estamos viviendo no es la guerra convencional, la que hemos hecho en años anteriores en el llano o en el cerro. Aquí, en el Perú, somos ejércitos contra ejércitos. Con nosotros están las montoneras, caballería ligera que se rige por sus propias normas y que en Huamanga está reforzada por morochucos, que son los jinetes más hábiles que hasta el momento hemos conocido, porque son de aquí, de estas tierras. Sus caballos, lo sabemos, son más pequeños pero no menos decididos porque los jinetes manejan los animales con las rodillas y atacan con lo que tengan en las manos. Da igual hondas con piedras que lanzas. Y luego están los indios que nos ayudan para encontrar los caminos que sólo ellos ven, que sólo ellos conocen. Los realistas son, también, varios ejércitos. Tienen montoneras, indios y curas. Y éstos, los curas con sus partidas guerrilleras, son lo peor que nos podemos encontrar. Matan y desaparecen. Además, por alguna parte lejana, espero, está la tropa del general español Pedro Antonio de Olañeta que, por mucha zalamería que muestre, por más cartas que envíe al Libertador haciéndole creer que su guerra es otra, es tan enemigo como los que están llegando por los cerros.

No añadió más porque no era necesario. Todo el Estado Mayor patriota conocía bien que estaban ya en el silencio que precede a las grandes tormentas, en la zozobra marina, aunque se encontraban todavía en suelo pedregoso, en las estribaciones de los Andes, la cordillera que separaba, unía, producía victorias, derrotas, soroche, alegría y siempre mucha sangre, como ya habían comprobado ambos bandos los cuatro últimos meses, por no hablar de los años anteriores.

Se encontraban en las vísperas de la batalla más decisoria, de lo que podía ser el final de una guerra o el comienzo de otra todavía peor, si es que esa contingencia fuera posible. El capitán general español José de la Serna lo intuía desde hacía tiempo. Seis años antes se lo había dicho al entonces virrey del Perú, Joaquín de la Pezuela, marqués de Viluma, su antecesor:

El ejército del Alto Perú es el sostén de la monarquía española en América del Sur, y su pérdida será el fin del virreinato.

El fin de la monarquía hispánica en el sur del continente.

Y Bolívar, ¿dónde estaba el Libertador? Bolívar —el obstinado Bolívar, el osado emprendedor colombiano, como lo llamaban los oficiales realistas— se encontraba en este diciembre de 1824 en el Perú, en Lima, respetando una orden enviada desde Bogotá, de muy mala gana, y, a la vez, recibiendo halagos, caricias, comidas, recepciones, bailes, condecoraciones, homenajes… Siempre con un ojo puesto en la cordillera, en los Andes. Había sido apartado del mando de su ejército por una decisión del Congreso de Colombia adoptada en julio, que le retiraba la posibilidad de encabezar las tropas que estaban llamadas a guerrear en el Perú con el argumento de que un presidente no debía de participar en batallas de otro país para no comprometer al propio; eso decía la orden.

El Libertador era halagado con todo, ya que los políticos peruanos lo habían nombrado Dictador de la nueva república aunque ésta fuese todavía inexistente, porque España y los independentistas controlaban, cada uno con su tropa, grandes zonas de lo que, de facto, era todavía un país por construir. Un país desgajado territorialmente, dividido en estratos sociales estancos y fraccionado con la política de los pocos que se ocupaban en solucionar los asuntos del bien público.

(…)

Simón Bolívar era el jefe de todo —del todo que tenían bajo control sus adeptos— en un país al que no entendía, que tampoco quería y del que quería salir cuanto antes; era lo que pensaba a comienzos de 1824. Se lo había escrito a su vicepresidente, el general Francisco de Paula Santander, después de entrevistarse en Guayaquil dos años antes con el general argentino José de San Martín, sin más resultado que el abandono de éste del campo de operaciones: “El Perú es un país muy difícil y muy enredado, que no tiene que comer y es carísimo; que no tiene agua y está helado; que no tiene gobierno y todos mandan”, decía la carta.

Lo había repetido un año después, en 1823: “Aquella gente [los peruanos] no se entiende ni yo la entiendo. He llegado a pensar que es goda”. Por si no fuera sufi ciente, hace unos meses había vuelto a la carga en otra esquela a Santander, que entonces era su confi dente por encima de todos los demás, Sucre incluido: “Yo creo que he dicho a usted, antes de ahora, que los quiteños son los peores colombianos. El hecho es que siempre lo he pensado. Los venezolanos son unos santos en comparación de esos malvados. Los quiteños y los peruanos son la misma cosa: viciosos hasta la infamia y bajos hasta el extremo. Los blancos tienen el carácter de los indios y los indios son todos truchimanes, todos ladrones, todos embusteros, todos falsos, sin ningún principio moral que los guíe”.

Todos no, porque había una quiteña, Manuela Sáenz Aizpuru, caballeresa de la orden El Sol del Perú por decisión del general José de San Martín desde hacía tres años, que era la propietaria de todas las bondades del cielo y la tierra, la América incluida, ya que le tenía absorbida la sesera y el Libertador no veía sino por sus ojos. Otra historia, y de novela.

Los dos ejércitos se espiaban y enmascaraban no tener interés real en iniciar de una vez por todas un combate que pusiera a cada uno en su sitio; pura bambolla. De nuevo Bolívar lo había puesto por escrito, no a su general favorito, Sucre, sino nada menos que al general José Domingo de La Mar, un caudillo experto como pocos en América, militar de carrera con los españoles hasta hacía tres años. Le había dicho a La Mar que también comunicara a su conmilitón Antonio Gutiérrez de la Fuente —jefe militar de las costas peruanas— que el tiempo de hacer había llegado: “Necesitamos hacernos sordos al clamor de todo el mundo, porque la guerra se alimenta del despotismo y no se hace por el amor de Dios. No ahorre Vd. nada por hacer, despliegue Vd. un carácter terrible, inexorable […] Si no hay fusiles, hay lanzas. Tome Vd. 5 000 reclutas para que le queden 1 000 o 2 000; haga Vd. construir mucho equipo, muchas fornituras en toda la extensión del departamento; cada pueblo, cada hombre sirve para alguna cosa: pongamos todo en acción para defender este Perú hasta con los dientes. En fi n, que una paja no quede inútil en toda la extensión del territorio libre […] Dígale [al general La Fuente] que el tiempo de hacer milagros ha llegado”. Bolívar, pues, pedía milagros viviendo a 500 kilómetros de distancia.

(…)

Al jefe del ejército español, al jefe de los realistas, de los godos, el capitán general José de la Serna, le sucedía tres cuartos de lo mismo en cuanto al porvenir. Vivía en el Perú como virrey desde hacía tres años y medio, al mismo tiempo que Bolívar era dictador del país. Sus poderes, los de ambos, todavía eran de papel, porque la guerra no había acabado y, en consecuencia, no había vencedor que gobernase ni vencido que hubiese abandonado el país. La Serna estaba seguro de que los peruanos no estaban ni con unos —los patriotas— ni con otros —los realistas—, sino con ellos mismos. Y que eran de aquellos que no se inmutaban al gritar:

—¡Viva el que venza!

La Serna había visto en la distancia —además— cómo la España que tuvo que abandonar nueve años antes, tras luchar contra la invasión napoleónica, había tenido un furor constituyente y liberal en Cádiz durante 1812 que quedó en nada. Porque volvió el rey Fernando VII del exilio al que le obligó el emperador francés Napoleón Bonaparte y, nada más pisar suelo español, se evidenció que más que un gobernante era una calamidad, un inepto con todo el poder, un monarca absolutista y felón al que en su patria llamaban el rey neto.

La monarquía española luchaba ya en la Península y en América contra sus propios fantasmas, y las tropas que tenían que haber llegado de refuerzo al Perú hacía cuatro años se habían quedado varadas en tierra de Cádiz por el pronunciamiento del general Rafael del Riego en favor de la Constitución de 1812, del liberalismo frente al absolutismo, en suma, que acabaron costándole la vida al militar y a La Serna los refuerzos que tanto necesitaba. Riego fue ahorcado en la plaza de la Cebada, en Madrid, el 7 de noviembre de 1823, y, después de muerto, decapitado. Lo mismo que la propia Constitución de 1812.

No cabía mayor guirigay: Bolívar era dictador de una parte del Perú residiendo en las afueras de Lima, en la quinta de La Magdalena, y La Serna, virrey de otra porción, en la ciudad sagrada, Cuzco, donde había establecido oficialmente la capital en 1821, año en el que comprendió que entre San Martín y el Libertador la tierra que pisaba era un avispero que España, ni con esfuerzos de titán, podría mantener ni dentro de su menguante imperio ni siquiera en su integridad territorial.

(…)

Sin tropas de refuerzo a la vista, La Serna admitía que estaba entre los Andes y la mar, entre una cordillera y el Pacífico, peleando contra la tropa independentista y también, en el Alto Perú, contra 4.000 soldados realistas encabezados por el rebelde general español Pedro Antonio de Olañeta, que se había autocalifi cado como “el único defensor del altar y del trono” y sólo se reconocía a sí mismo como jefe. No podía La Serna tener un panorama más adverso o refractario.

O sí: él y algunos de sus compañeros de armas eran miembros de la masonería, como también lo eran Bolívar, Sucre, Silva, Córdova o Lima en el bando que se llamaba patriota pero que en el Perú actuaba bajo los pomposos nombres de Ejército de Colombia Auxiliar en el Perú o Ejército Unido Libertador del Perú, para no levantar más suspicacias entre los peruanos. La fi lantropía o el humanismo de la masonería, además, eran una sombra del pasado, algo estéril en los riscos de la cordillera después de tantas batallas, tantos muertos y lisiados. Tanto agotamiento y dolor. La fraternidad masónica ya no era cardinal.

Ése era el galimatías en diciembre de 1824 y ambos bandos estaban, por si todo lo anterior no fuera sufi ciente, en el empeño de cuadrar el círculo: vencer o morir.

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