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Charles Dickens (Reino Unido, 1812-1870).

Charles Dickens y el sexto sentido del genio, según Edgar Allan Poe

En 'Ensayos completos I' del escritor estadounidense brillan las páginas sobre el autor de 'Oliver Twist'. Recuerdan el talento de Poe para la crítica literaria y completa su biografía intelectual. WMagazín publica tres pasajes

Presentación WMagazín Poe rendido a Dickens podría ser el título de este artículo. Edgar Allan Poe (Estados Unidos, 1809-1849) no solo  es un autor de referencia por sus cuentos de terror y por poemas como El cuervo, sino que fue uno de los más brillantes, acerados y acertados críticos literarios, y autor, también, de ensayos magníficos que muestran su conocimiento de la literatura y su carpintería. Pero detrás y delante de todo esto se siente su pasión por este arte, por su misterio, por su hechizo. Así lo demuestra y recuerda el volumen Ensayos completos I, editado por Páginas de Espuma, con traducción de Antonio Rivero Taravillo y prólogo de Fernando Iwasaki. Un nido de temas y de historias que sirven para completar la biografía intelectual de este periodista, narrador, poeta y ensayista romántico.

Muchos autores fueron analizados por Poe: de Eurípides a Coleridge y Defoe, pasando por otros menos populares o conocidos por el gran público. Pero de entre todos ellos hay uno que destaca especialmente: Charles Dickens (Reino Unido, 1812-1870). El gran escritor británico no solo asombró a Poe por su prematura brillantez, sino que también le sirvió para espolearlo, para inspirarlo, como habría hecho con su poema El cuervo. Lo recuerda muy bien Iwasaki cuando señala que en la crítica que Poe hizo en 1842 a la novela por entregas Barnaby Rudge, el escritor y crítico tras las alabanzas se detiene en algunos peros y defectos y señala que aquel cuervo parlante llamado Grip se le escapó a Dickens: «El cuervo, también, a pesar de lo intensamente divertido que es, podría haber sido, más de lo que percibamos en su estado actual, parte de la idea del fantástico Barnaby. Su graznido podría haber sido proféticamente escuchado en el curso del drama».

Y ahí estaba Poe para escucharlo. Tres años después publicó su famoso poema: The craven. Hilo directo o no, la reseña está ahí y el poema también. Es la historia de la literatura: de un libro salen más libros de manera más directa o menos directa. En el caso de Poe su poema Annabel Lee dio pie a Vladimir Nabokok a su clásico Lolita.

WMagazín publica tres pasajes de sendas críticas de Poe a Dickens, que tenían una diferencia de edad de tres años, siendo mayor el autor estadounidense. La primera crítica la publicó en 1836 cuando tenía 27 años y Dickens 24.

A continuación, las críticas de Poe sobre Dickens:

'El Club Pickwick', 'La tienda de antigüedades' y 'Barnaby Rudge', por Edgar Allan Poe

Los papeles póstumos del Club Pickwick, incluyendo un fiel registro de deambulaciones, peligros, trabajos, aventuras y transacciones caballerosas de los miembros correspondientes. Editados por Boz.

En nuestro Messenger de junio hablamos con cierta extensión de Watkins Tottle y otros papeles, por Boz. Expresamos entonces una favorable opinión de la capacidad cómica, y del rico concepto imaginativo de Dickens, opinión que El Club Pickwick sustenta por completo. El autor posee casi todas las características deseables en un escritor de ficción, y tiene con ellas un millar de virtudes negativas. En su trazado de la vida cockney solo tiene rival en el autor de Peter Snook, mientras que en esfuerzos de una naturaleza mucho más elevada y más difícil ha aventajado grandemente a las mejores piezas trágicas de Bulwer o Warren. Ahora mismo, sin embargo, solo podemos expresar nuestra opinión de que sus capacidades generales como escritor en prosa son igualadas por muy pocos.

La obra continuará, y puede que más adelante ofrezcamos con cierta extensión las consideraciones que nos han llevado a esta creencia. Del volumen que tenemos ante nosotros citamos la parte con la que finaliza una poderosa estampa titulada El manuscrito de un loco. Se supone que el escritor es un loco hereditario, y que ha realizado su labor con esta enfermedad durante muchos años, pero que es consciente de su trastorno, y así, mediante un recio esfuerzo de la voluntad, ha preservado su secreto del conocimiento de hasta sus más íntimos amigos.

  • Publicada en Southern Literary Messenger, noviembre de 1836

La tienda de antigüedades

(…) Pero si la idea de esta historia merece alabanza, su ejecución es el no va más, y aquí el tema nos lleva de forma natural desde la generalización que constituye el ámbito del crítico a detalles en los que no estaría muy bien que este se aventurara.

El arte de Dickens, aunque elaborado y grande, parece solo una feliz modificación de la Naturaleza. A este respecto difiere notablemente del autor de Noche y día. Este, mediante un cuidado excesivo y una paciente atención, a la que ayuda mucho conocimiento retórico, e información general, ha alcanzado la capacidad de producir libros que podrían ser tomados por el noventa y nueve por ciento de los lectores como genuinas manifestaciones de genio. Aquel, mediante indicaciones del más verdadero genio, ha llegado a componer, y evidentemente sin esfuerzo, obras que han tenido el efecto de una consumación largo tiempo buscada, lo que lo ha convertido en el ídolo de la gente, al tiempo que desafía y encanta a los críticos. A través del arte, Bulwer casi ha creado un genio. A través del genio, Dickens ha perfeccionado un nivel a partir del cual el arte derivará su esencia, mediante determinadas reglas.

Al hablar de este modo de La tienda de antigüedades lo hacemos después de pensarlo muy bien, y sabemos perfectamente lo que afirmamos. No queremos decir con ello que sea perfecta en conjunto (no podría haber sido este el caso en las circunstancias en que se ha compuesto). Pero sabemos que, en todos los elementos superiores que crean la grandeza literaria, es sumamente excelente. Creemos, por ejemplo, que la presentación del hermano de Nelly (y aquí nos dirigimos a quienes hayan leído la obra) es supererogatoria; que el personaje de Quilp desentonaría menos si se le hubiera limitado a pequeños y grotescos actos de malicia; que su muerte debería haber sido la inmediata consecuencia de su intento de vengarse de Kit; y que después de que todo haya sido puesto en marcha para esta justicia poética, no debería haber fallecido por un accidente que no guarda relación alguna con su villanía. (…)

Pensamos que La tienda de antigüedades es en conjunto la mejor obra de Dickens. Todo lo que se diga de ella es poco. Es en todos los sentidos un relato que garantizará a su autor la admiración entusiasta de toda persona de talento.

  • Graham’s Magazine, mayo de 1841.

Barnaby Rudge, de Boz. Con ilustraciones de G. Cattermole y H. K. Browne

Damos por sentado que todos nuestros lectores saben que Barnaby Rudge, ahora «en curso de publicación» por entregas, es una historia supuestamente narrada por uno de los miembros de la sociedad de maese Humphrey; y en realidad se trata de una continuación del Reloj, aunque completa en sí misma. De las palabras con las que concluye La tienda de antigüedades (o más bien del volumen que contenía ese relato) deducimos que la presente narración se ocupará de asuntos tendentes a desarrollar el espíritu, o, en palabras del propio señor Dickens, el corazón de la poderosa Londres, hacia finales del siglo XVIII. Esta tesis permite el más amplio campo de acción para las grandes capacidades del escritor. Sus capítulos iniciales nos confirman que por fin ha descubierto el secreto del que es verdaderamente su punto fuerte, y que Barnaby Rudge apelará principalmente a la imaginación. De esa facultad tenemos muchos imponentes ejemplos en los pocos números que ya han visto la luz. La vemos cuando el campanero en la iglesia solitaria a medianoche, a punto de hacer repicar el «toque de difuntos», se queda paralizado de terror al oír la nota solitaria de otra campana, y espera, horrorizado, una repetición del sonido. Lo reconoceremos más plenamente cuando se descubra, por la mañana, que esta sola nota ha sido la de una alarma accionada por la mano de alguien que lucha a muerte con un asesino; también en la expresión del semblante que tan chocantemente se atribuye al señor Rudge –»la capacidad de expresar terror»-, algo visto solo vagamente pero que jamás falta ni un momento, «la sombra de una mirada a la que solo podría haber dado origen un instante de intenso e inenarrable horror». Es este un concepto admirablemente dirigido a estimular la curiosidad respecto del carácter de ese suceso que, se apunta, sienta las bases de la novela; y en esa medida es apropiado a las intenciones de una historia por entregas. Pero no puede faltar esta observación: que es preciso que la expectativa supere a la realidad; que, no importa cuán terroríficas sean las circunstancias que, en el dénouement, parezcan haber ocasionado esa expresión en el semblante que habitualmente tiene el señor Rudge, estas no serán capaces de satisfacer la mente del lector. Sin duda, este se verá decepcionado. La hábil insinuación de horror que proporciona el artista produce un efecto que privará de todo horror a su conclusión. Estas insinuaciones, las oscuras pistas de un mal indeterminado, a menudo se elogian retóricamente como efectivas, pero solo se las alaba con justicia cuando no hay dénouement, cuando se deja que la imaginación del lector aclare ella misma el misterio, y esto, suponemos, no es la intención de Dickens.

Mas los puntos principales en los que la idealidad de esta historia es patente son la creación del protagonista Barnaby Rudge y la mezcla con su personaje, en tanto que secundario, del de un cuervo con aspecto humano. A Barnaby lo vemos como una idea absolutamente original, por lo que respecta a la escritura novelística. Es peculiar en la medida en que se trata de un idiota dotado de las características fantásticas del loco, y desde su nacimiento está poseído por un horror maniático hacia la sangre, resultado de un terrible espectáculo que vio su madre durante el embarazo. La intención de Dickens es aquí doble: primero, incrementar nuestra expectativa en lo tocante al acto cometido, exagerando la impresión que tenemos de su atrocidad; y, en segundo lugar, el de hacer que este horror hacia la sangre en el idiota provoque, en consonancia con la justicia poética, la condena del asesino: pues es un asesinato lo que se ha cometido. Decimos conforme a la justicia poética, y en realidad se verá más tarde que Barnaby, el idiota, es hijo del asesino. El horror hacia la sangre que siente es el resultado inmediato de la atrocidad, ya que esta marcó la imaginación de la madre encinta; y más tarde se cumplirá la justicia poética cuando este horror impulse al hijo a la condena del padre como perpetrador de esa acción. Que Barnaby es hijo del asesino puede que no le quede claro a nuestros lectores, pero nos explicaremos. La persona asesinada es el señor Reuben Haredale. Fue hallado muerto en su alcoba. Su mayordomo (el señor Rudge, padre), y su jardinero (cuyo nombre no se menciona) desaparecen. Al principio se sospecha de ambos. «Algunos meses más tarde», empleamos aquí las palabras de la propia historia, «el cadáver del mayordomo, apenas reconocible si no es por sus ropas, y el reloj y anillo que llevaba, fue hallado en el fondo de una extensión de agua en el parque, con un profundo tajo en el pecho ocasionado por un cuchillo. Se hallaba solo parcialmente vestido, y todos estuvieron de acuerdo en que había estado leyendo en su habitación, donde había muchas huellas de sangre, y que fue repentinamente atacado y muerto, como antes lo fuera su señor». (…)

El rufián que, en el Maypole, escucha tan atentamente la historia que cuenta Solomon Daisy, y que más tarde irrumpe en casa de la señora Rudge, y que tiene con ella una relación tan misteriosa… este rufián no es otro que el mismo Rudge, el asesino. Después de pasados veintidós años, se ha aventurado a volver. Ofrecer la condena del asesino, tras el paso de un tiempo tan largo, por medio del misterioso pavor a la sangre de su hijo, un pavor creado en el aún no nacido
por el mismo asesinato, es casi con toda seguridad, repetimos, la intención de Dickens, y no cabe duda de que es una de las encarnaciones más perfectas posibles de la idea que acostumbramos a unir a la «justicia poética». Joe, el hijo de John Willet, que ha recibido una bofetada de Rudge, será el encargado de proporcionar al idiota la carencia de un pensamiento preciso, precisión sin la cual habría cierta dificultad en resolver la catástrofe: pero la principal causa de la condena vendrá por medio del protagonista, Barnaby Rudge.

El propio Rudge padre seguramente ha sido una herramienta en manos de Geoffrey Haredale, hermano del difunto, y actual poseedor de la finca de Warren, la cual ha heredado tras la muerte de Reuben. La idea es corroborada por el hecho de que, al estar en malos términos las familias de Chester y Haredale, Rudge intenta acabar con la vida del joven Chester, que está enamorado de la señorita Haredale, hija de Reuben. Esta reside en la citada finca; sin duda es la pupila de su tío; la fortuna de ella está en posesión de él, y para no tener que desprenderse de aquella, especialmente en beneficio del hijo de su enemigo, el tío está ansioso de librarse del joven. Podemos anotar también aquí que el lector debería fijarse atentamente en los delirios de Barnaby, que no están puestos al azar en su boca, sino que tienen por objeto transmitir atisbos borrosos de lo que está por venir, y con esta evidente intención de Dickens se muestra muy a las claras su idealidad. Sería difícil trasladar a la mente de un lector corriente el enorme grado de interés del que se podría beneficiar la historia mediante ese expediente; pues en verdad ese interés, por grande que sea, no será, estrictamente hablando, del gusto popular. Pero será necesario un ejemplo para transmitir claramente a esa cabeza lo que queremos decir, y se puede encontrar uno en la página 54, donde el idiota lleva al señor Chester a la ventana y dirige su atención a la ropa tendida en las cuerdas del patio.

«Mire», dijo en voz baja, «¿se fija en cómo se susurran uno al otro al oído, y luego bailan y saltan para hacer creer que se lo pasan bien? ¿Ve cómo se paran un momento, cuando creen que nadie los mira, y vuelven a murmurar entre ellos, y cómo ruedan luego y brincan, encantados con la diablura que han estado tramando? ¡Mírelos ahora! ¡Mire cómo se arremolinan y se lanzan abajo! Y ahora vuelven a pararse, y cuchichean con cuidado. Puede imaginarse cuántas veces me he echado en el suelo y los he estado observando. Y lo que yo me digo: ¿qué es lo que idean y traman? ¿Lo sabe usted?».

Estas incoherencias el señor Chester las considera como tales, meras incoherencias, y no les presta atención; pero se refieren, indistintamente, a las deliberaciones de Rudge y Geoffrey Haredale sobre el asunto de los actos sangrientos cometidos; deliberaciones que han sido observadas por el idiota. Del mismo modo, se comprobará que casi todas las palabras dichas por este tienen un significado implícito o subyacente, y prestando a ellas rigurosa atención se elevará infinitamente el disfrute del lector imaginativo.

Una confirmación de nuestra idea en lo relativo a quienes han cometido el crimen se verá en las palabras que la señora Rudge dirige al cerrajero, cuando este intentó evitar la salida del rufián de la casa. «¡Vuelva, vuelva», exclamó ella, «no lo toque, por lo que más quiera! Le ordeno que vuelva. ¡De ese hombre dependen otras vidas, además de la suya!». Quiere con ello decir que, de ser detenido y reconocido, Rudge arrastraría, en su suerte, no solo a Geoffrey Haredale, sino a ella misma, después, como cómplice. Se recordará que, cuando el joven Chester es hallado herido en el suelo por el cerrajero y por Barnaby, fue llevado, como si fuera casual, a casa de la señora Rudge. Sobre esta circunstancia girarán algunos de los sucesos más emocionantes de la historia. Muchas dificultades, nos damos cuenta, tendrán lugar antes de que el convaleciente escape de esta casa (en la cual, por diferentes razones, nos vemos inclinados a creer que ha de suceder buena parte de la acción principal del drama). Estas razones son las siguientes: que se trata del hogar del asesino Rudge, de la señora Rudge, tan enfáticamente descrita, y en especial de Barnaby, el protagonista, y de su cuervo, cuyos graznidos se oirán frecuente, apropiada y proféticamente durante el curso de la narración, y cuyo personaje realizará, respecto del idiota, el mismo papel que, en la música, el acompañamiento en relación al canto. Cada uno es distinto. Cada uno difiere notablemente del otro. Y sin embargo hay entre ellos una fuerte semejanza analógica; y aunque cada uno de ellos puede existir por separado, forman juntos un todo que sería imperfecto si alguno de los dos faltara. Esta es claramente la intención de Dickens, aunque puede que él mismo no se dé cuenta en este momento. En realidad, hermosa como es, y notablemente original, no puede cuestionarse que ha llegado a ella menos por conocimiento y reflexión artísticas que por una percepción intuitiva de lo forzoso y verdadero, que es el sexto sentido del genio.

  • Saturday Evening Post, 1 de mayo de 1841.

Barnaby Rudge, de Charles Dickenes (Boz). Con numerosas ilustraciones de Cattermole, Broene y Sibson

(…) «El cuervo, también, a pesar de lo intensamente divertido que es, podría haber sido, más de lo que percibamos en su estado actual, parte de la idea del fantástico Barnaby. Su graznido podría haber sido proféticamente escuchado en el curso del drama»…

De lo que hemos dicho aquí, y acaso sin la debida reflexión (pues, ay, los apresurados deberes del periodista lo impiden) no faltarán quienes nos acusen de una intención furiosa de empañar la limpia fama del novelista. Pero a estos simplemente les diremos en el lenguaje heráldico: «Deberíais portar un sencillo punto sanguíneo en vuestros brazos». Si esto se entiende, bien; si no, también bien. No existe nadie que sienta más honda veneración por el genio que nosotros. Si no nos hemos detenido especialmente tanto en los altos méritos como en los defectos sin importancia de Barnaby Rudge, ya hemos dado nuestros motivos para la omisión, y estas razones serán suficientemente entendidas por todos los que nos importa que las entiendan. La obra que tenemos ante nosotros no es, creemos, igual en calidad a la que la precedió; pero hay pocas, muy pocas otras, de las que consideremos que sea inferior. Nuestra principal objeción tal vez no haya sido expresada con la claridad que podríamos desear. Que esta obra de ficción, o en realidad cualquier otra obra de ficción escrita por Dickens, debiera basarse en la emoción y en el mantenimiento de la curiosidad, es algo que consideramos un concepto erróneo por parte del escritor, o de sus muy grandes, aunque muy peculiares, capacidades. Lo ha hecho bien, sin duda (podría hacer bien cualquier cosa si se lo compara con el rebaño de sus contemporáneos) pero lo ha hecho tan completamente bien como exigía su alta y merecida reputación. Creemos que todo el libro ha supuesto para él un esfuerzo, solo a través de la naturaleza de su intención. Lo ha golpeado el deseo inoportuno de un camino novedoso. La idiosincrasia de su inteligencia lo conduciría, de manera natural, al estilo más fluido y sencillo de narración. En relatos que siguen una secuencia ordinaria Dickens puede, y seguro que lo hará, reinar triunfante durante mucho tiempo. Posee talento para cualquier cosa, mas no genio para adaptar, y menos aún para el arte metafísico en el cual residen las almas de todos los misterios. Caleb Williams es una obra mucho menos noble que La tienda de antigüedades, pero Dickens no podría haber construido mejor la primera de lo que Godwin podría haber soñado la otra.

  • Graham’s Magazine, febrero de 1842.

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