Cómo lograr que la búsqueda de la felicidad no se convierta en desdicha
El experto en temas de salud mental publica 'La sociedad de la desmesura. Acerca del buen vivir en un mundo acelerado'. WMagazín da un pasaje del libro con pistas para reconquistar la mesura e identificar aspectos negativos de la cotidianidad
Presentación WMagazín La felicidad es un concepto nuevo en la historia de la humanidad. Le ha bastado un siglo largo para colonizar la mente y las metas de muchas personas hasta llevarlas al desvelo y la infelicidad en su búsqueda por alcanzarla. Y el siglo XXI con sus tecnologías emergentes que jubilan hábitos, ideas, gustos y aspiraciones todos los días ayuda poco a la tranquilidad del individuo. A cambio, la insatisfación, el desasosiego, la aceleración y el cansancio acampan por doquier. Disfrutar del momento, estar plenamente en el presente se ha convertido en una aspiración cuasi heroica. Rubén D. Gualtero Pérez analiza este fenómeno en La sociedad de la desmesura. Acerca del buen vivir en un mundo acelerado (Gedisa).
WMagazín publica un pasaje de este ensayo que señala y recuerda los aspectos y situaciones en espiral que atenazan la vida de la socioedad contemporánea. Rubén D. Gualtero (Espinal, Colombia, 1951) es licenciado en Geografía e Historia (Universidad de Barcelona), y, durante más de una década, fue redactor jefe de la Revista de Psicopatología y Salud Mental del niño y del adolescente. Ha realizado diversos trabajos sobre sanidad y, también, ha escrito varios artículos sobre adolescencia y salud mental. Junto con Asunción Soriano es autor del libro El adolescente cautivo (Gedisa, 2013). En 2015 publicó en solitario la novela El chico del Partenón (Editorial Carena), una obra con marcado acento autobiográfico.
El pasaje que publicamos de La sociedad de la desmesura está relacionado con la reconquista o descubrimiento de la mesura, de la identificación de aspectos, hábitos y consumos que erosionan la felicidad que está al alcance de todos:
'La sociedad de la desmesura'
Por Rubén D. Gualtero Pérez
En nuestra civilización, empeñada en conquistar éxitos inmediatos y ávida de sensaciones, estas ansias desmedidas se convierten, generalmente, en una infructuosa búsqueda que viene a suplir dolorosos vacíos existenciales, carencia de afecto, de reconocimiento; en definitiva, un desenfreno que alivia una cotidianidad erosionada por la incertidumbre, la insatisfacción y falta de respeto. No por casualidad los atracones de series, de películas, de libros de autoayuda, de comida, el consumo de tóxicos, por parte de jóvenes y adultos, constituyen una salida recurrenteante unas vivencias personales cargadas de desamor y amargura. Frente a una cultura que directa o indirectamente fomenta el consumismo hasta la saciedad, que mediante el continuo bombardeo de estímulos nos hace desear cosas que, en muchos casos, jamás podremos poseer, hablar de prudencia, promover una manera sencilla de vivir, resulta, cuando menos, una perogrullada. Casi un desatino. Mas conviene hacerlo. Entre otras razones, porque la mesura, el caminar comedido y diligente, nos ayuda en el empeño por hacer realidad aquello que anhelamos; nos estimula a no desfallecer cuando nos sentimos impotentes, cansados, apáticos. O, por el contrario, cuando estamos tentados a construir (fabulosos) castillos en el aire, nos apremia a poner los pies sobre la tierra. Por todo ello, ante los desafíos que plantea nuestro mundo, la templanza es, desde luego, un sólido apoyo a la hora de construir puentes con los cuales atravesar, una y otra vez, el imprevisible y siempre novedoso río de la vida, en cuyas mismas aguas, según Heráclito de Éfeso, nunca nos bañaremos dos veces.
En el otro extremo del frontispicio que mencionábamos antes, además de «Nada en exceso», había otra inscripción mucho más conocida en la actualidad: «Conócete a ti mismo». Curiosamente, Michel Foucault, por varios años profesor de filosofía en el Collège de France y autor de obras monumentales sobre la sexualidad humana y la locura, así como de importantes análisis sobre el poder y los mecanismos de vigilancia y «control de las almas», alega que este principio, por interesadas razones, vino a eclipsar otro muy presente en el mundo grecolatino: ocuparse de sí mismo.
Combativo, provocador y no precisamente un dechado de virtudes en su vida personal, Foucault consideraba que:
«El precepto de Ocuparse de uno mismo era, para los griegos, uno de los principales principios de las ciudades, una de las reglas más importantes para la conducta social y personal y para el arte de la vida. A nosotros, esta noción se nos ha vuelto más bien oscura y desdibujada. Cuando se pregunta cuál es el principio moral más importante en la filosofía antigua, la respuesta inmediata no es «cuidarse de sí mismo», sino el principio délfico gnothi sauton (conócete a ti mismo)… Es posible que nuestra tradición filosófica haya enfatizado demasiado el segundo principio y olvidado el primero (22, pág. 50)».
Al margen de esta apreciación foucaultiana, desde luego importante, otra cuestión a tener en cuenta es la dificultad de compaginar el segundo precepto délfico cuando se trata, por ejemplo, del amor. No seré yo, por descontado, quien dictamine la medida justa del amor; sin embargo, la tensión entre los polos de dicho principio podríamos formularla de la siguiente manera: Ni demasiado amor, entrega, dedicación a los otros que impida ocuparnos de nosotros mismos; ni demasiado amor, entrega, dedicación a nosotros mismos que impida ocuparnos de los demás.
Siempre que pienso en la primera opción, recuerdo a una amiga y compañera de trabajo; curiosamente, junto con sus recuerdos me viene a la mente el título de la novela de la escritora colombiana Laura Restrepo: Demasiados héroes.
Mi heroína amiga fue una mujer entregada a los demás. Siendo joven, y a causa de su lucha contra la opresión y la injusticia social, la detuvieron, torturaron y, tras una temporada en la cárcel, al final logró abandonar su tierra, uno de los países que padeció la plaga de las dictaduras militares que asolaron el Cono Sur latinoamericano. No marchó sola. Se vino con cuatro retoños y dejó, en la prisión, a su marido. La conocí cuando trabajábamos en el turno de noche en un hospital geriátrico. Allí me contagió su fervor por la defensa de los derechos de los trabajadores y trabajadoras, y por la compasión hacia los más débiles, los ancianos que cuidaba como auxiliar de enfermería. No dio tregua hasta que consiguió que excarcelaran a su pareja y emprendiera el exilio. Junto a él, puso todo el empeño para sacar adelante a la prole en la tierra que les acogió. Con el tiempo, su compañero inició una nueva relación y los hijos, de paso hacia la adultez, fueron creciendo con más sinsabores que alegrías. Años más tarde decidió regresar a su país de origen y en la cincuentena un cáncer acabó con su vida. Una heroína que se ocupó de todos y casi nada de sí misma.
También hay personas que, entregadas por entero a la investigación, la música, la pintura, el teatro, los negocios, son personajes populares o seres brillantes en su vertiente artística o profesional. No así en la esfera privada, que transcurre entre sombras; al menos en algunas de ellas. Dedicadas por entero a sí mismas, a menudo, se desentienden, se «olvidan» de los otros, incluso de los que permanecen a su lado y a los que regatean afectos y cuidados. Individuos excepcionales que en el transcurso sus heroicas carreras cosechan grandes triunfos, pero también mucha infelicidad en el ámbito personal y en el de quienes les son más cercanos. Seguramente por su incapacidad para atender, para sintonizar, con esa parte de sí mismos que tiene que ver con los otros.
Por ello, cuando leí Elogio de la imperfección, la autobiografía de Rita Levi Montalcini, premio Nobel de Medicina de 1986, encontré su decisión lúcida y valiente:
«La experiencia del papel subalterno que le esperaba a la mujer en una sociedad gestionada exclusivamente por los hombres me había llevado a la convicción de que yo no había nacido para ser esposa. No me atraían los recién nacidos y carecía por completo del impulso materno que suele mostrarse de forma tan desarrollada en las niñas y adolescentes (23, pág. 61)».
En cambio, sentía una enorme atracción por los estudios, concretamente de medicina, a la cual terminó dedicándose en cuerpo y alma. Una elección coherente. O, quizás, consciencia clara de cierta carencia y limitación. Sea como fuere, en este nivel de exigencia, conciliar el trabajo y la vida no es asunto fácil para las mujeres. Para casi nadie. Entre la «gente normal», salvo contadas excepciones, el empeño laboral resulta tan arduo que, al final, los resultados a nivel personal y doméstico suelen ser más bien desalentadores. El balance, como reconoce honestamente la propia Montalcini, «podría definirse como imperfection of the live and of the work» (ibid., pág. 15).
Sin aspirar a la genialidad, la tentación de inmolar nuestra vida personal y familiar en el altar del rendimiento y la competitividad es enorme. En nuestro modelo social hegemónico, acelerado y competitivo, cautivo del dinero y de un feroz individualismo, lo novedoso es que nadie está a salvo. Más aún, este «nuevo sufrimiento laboral», del que hablaremos en el siguiente capítulo, nos atrapa de tal manera que resulta difícil esquivarlo.
Por ello, si nos vemos inmersos en una nociva espiral de trabajo, si nos encontramos mendigando o comprando afecto al precio que sea, si nos hallamos en una encrucijada vital desasosegante, quizás valga la pena detenernos y reflexionar sobre todo aquello que nos ofusca y agota. Y así, en silencio, darnos la oportunidad de escuchar el murmullo de la existencia, de sintonizar con nuestras vivencias internas por dolorosas que sean. Si aún estamos a tiempo, pues no siempre es suficiente y conviene, además, ayuda profesional, acaso ha llegado el momento de ocuparnos de nosotros mismo, de cuidar nuestro «jardín interior», de abonarlo, de arrancar de raíz las malezas que lo invaden y nos impiden vivir alegre, mesurada y serenamente.
No dejemos pasar en balde esta oportunidad. Aprovechémosla, incluso, para relativizar el manojo de obligaciones que llevamos siempre a mano y que, tradicionalmente, ha impedido, sobre todo a la mujer, cuidarse a sí misma. Pendientes de los demás —los hijos, la pareja, la casa, el trabajo—, de sobrellevar sinsabores siempre amenazantes —soledad, abandono, decadencia—, se desentienden casi por completo de su bienestar físico y emocional, de sus verdaderos anhelos e ilusiones. Pero no sólo ellas. Los hombres, al margen de su condición social, incluso los niños y los jóvenes, malgastamos los días en un vivir afanoso y desabrido. Incapaces o, más que nada, atrapados en nuestra forma de vida, las nuevas generaciones tienen poco margen para encontrar alternativas que favorezcan el sosiego y crecimiento interior.
Pero ocuparnos de nosotros mismos implica, en efecto, reservar, «rescatar» el tiempo y el espacio mental para realizar aquello que genera placer, para explorar nuestra creatividad o para desarrollar nuestras capacidades y aficiones: escuchar música, tocar un instrumento, leer, escribir o, simplemente, pasear. Para disfrutar de la naturaleza: de las montañas, del mar, de esa «hermosura que agota el corazón», tal como lo reconoce poéticamente Santôka en su impactante haikú de la página 4.
(…)
Refiriéndose, concretamente, a su pasión por la lectura, el escritor Haruki Murakami, eterno candidato al Premio Nobel de literatura, en una cita un poco larga, pero que os animo a no pasarla por alto, dice:
«Para mí, siendo un chaval de poco más de diez años cuando empecé, tuvo mucho sentido leer libros que ampliaron mi visión de las cosas. Fue un proceso natural. Con ello quiero decir que mi punto de vista sobre la realidad se enriqueció al experimentar como propios los sentimientos que describían los libros. Gracias a la imaginación iba y venía con total libertad por el tiempo, por el espacio; contemplaba infinidad de paisajes desconocidos y, sin saberlo, permitía que un sinfín de palabras atravesasen mi cuerpo. Es decir, no sólo veía el mundo desde donde me encontraba, sino que terminé por observarme a mí mismo desde un lugar lejano mientras contemplaba el mundo.
Si uno sólo ve las cosas desde su punto de vista, el mundo se hace pequeño, se espesa. Es irremediable. […] Por el contrario, si uno es capaz de mirarse a sí mismo y el lugar que ocupa desde distintos ángulos, es decir, ocupar otros sistemas, el mundo se expandirá, se convertirá en un lugar más flexible y tridimensional. Me parece que ésa es la actitud fundamental para vivir en este mundo. En mi caso fue una suerte inmensa llegar a ella a través de la lectura. De no haber leído tantos libros estoy seguro de que mi vida habría sido más gris, deprimente, incluso apática. Leer fue mi gran escuela, ese lugar construido especialmente por y para mí, donde aprendí muchas cosas importantes de la vida. En ese lugar no existían reglas absurdas ni juicios de valor en función de números o estadísticas. Tampoco había competitividad, no había nadie interesado en alcanzar el primer puesto en ningún ranking (24, págs. 207-208. Las primeras cursivas de la cita son mías)».
Lo dicho, sin pasión no hay gusto por la vida ni tampoco aprendizaje. En ciertas épocas o ambientes se ha equiparado la prudencia con la mediocridad, con la medianía, con una existencia desabrida y temerosa. Nada más lejos de la realidad. La mesura, la templanza, apuntan precisamente a la capacidad de elegir, de seleccionar aquello que mejor convenga, de apostar por aquello que mejor se adecúe a nuestra manera de ser y de proceder, a costa de asumir ciertos riesgos y preocupaciones. No es un dejar pasar. Ni tampoco un empecinamiento. Se trataría, en pocas palabras, de sopesar, de di-vagar, de atreverse a escoger la trayectoria justa, el rumbo propicio que ha de llevarnos al destino esperado. Tal vez por este motivo, para Epicuro, «más preciosa incluso que la filosofía es la prudencia, de la que nacen todas las demás virtudes».
Cultivemos, pues, nuestro «jardín interior» y aquellas parcelas, por pequeñas que sean, en las que florece la creatividad, el ingenio y la bondad. No escatimemos esfuerzos por recorrer a fondo el camino sin retorno de la vida. Las vallas más altas que nos impiden una existencia satisfactoria son, generalmente, las que hemos levantado nosotros mismos: miedos injustificados, resentimientos, odios, culpabilidad. O, sin ir más lejos, aquellos nefastos modelos de convivencia que hemos asumido como propios: convencionalismos asfixiantes, injustas tradiciones, patrones obsoletos o al margen del bien común.
- La sociedad de la desmesura. Acerca del buen vivir en un mundo acelerado. Rubén D. Gualtero Pérez (Gedisa).
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