
El escritor español David Uclés (Úbeda, 1990), autor de ‘La península de las casas vacías (Siruela). /Foto cortesía del autor para WMagazín
David Uclés: “La memoria lo es todo, es lo que nos diferencia de lo animal. O sea, el humano”
El autor de 'La península de las casas vacías', llamada a ocupar un lugar especial en el canon de la novela española del siglo XXI, cuenta, a un año de su publicación, cómo fue su concepción, su escritura durante quince años y lidiar con los continuos noes de las editoriales. La historia de la Guerra Civil española (1936-1939) en todo el país narrada con los aires de realismo mágico o neo realismo mágico onírico. Una obra que entra en la realidad y el lector se adentra en una dimensión sensorial
Esta es la historia del triunfo y de la fe ante un coro de noes y unas cuantas humillaciones. Antes de continuar la lectura ponga de fondo este Himno de los querubines, de Piotr Ilich Chaikovski, que tiene un papel crucial en este relato:
Se trata de una novela cuyo escritor recibió muchos noes de varios editores que le llegaron a decir que a dónde iba con ese realismo mágico y que, como no escribía mal, mejor vendiera su talento a lo que estaba de moda: la autoficción. David Uclés (Úbeda, España, 1990) no les hizo caso. Perseveró en su escritura y ofrecimiento durante quince años, desde cuando él tenía 19. Hasta que el miércoles 20 de marzo de 2024 se publicó La península de las casas vacías (Siruela) que, en origen, se iba a llamar Odisto y su territorio literario La acequia, en lugar de Jándula. Desde entonces no para de conquistar lectores, fue elegida como una de las diez mejores novelas del siglo XXI, según librerías independientes españolas en una encuesta de WMagazín, obtuvo el Premio Cálamo a Mejor libro del Año 2024 y es una de la obras llamadas a ocupar un lugar especial en el canon literario español del siglo XXI.
La península de las casas vacías entra en la vida del lector, y hasta le aconseja cómo debería leerla para sentirla y comprenderla; el lector se adentra en la novela que recrea la historia de la Guerra Civil española, de 1936 a 1939; y es testigo de cómo los personajes adquieren vida propia y se atreven, incluso, a retar al narrador; páginas donde lo real y lo imaginado conviven en una nueva dimensión: aquella que emerge y remueve el aire del realismo que no alcanza para contar la verdad y se llena de lenguaje desprejuiciado, poético, lúdico y mítico con alma de fábula.
Un lugar que es pasado hecho presente en construcción que juega con un rayo de ucronía, donde se había podido cambiar el destino del país si alguno de sus personajes hubiera leído uno o varios de los libros futuros de historiadores, ensayistas, politólogos o novelistas que estaban ocultos en la biblioteca bajo la custodia de un hombre que no sabía leer, porque “se habrían dado cuenta de que esos libros describían la guerra que estaban viviendo y podrían haberse servido de ellos como mapas interactivos y proféticos del conflicto”.
David Uclés cuenta el dolor, la incertidumbre y el desconcierto en un espacio de irrealidad a través de la historia de una familia y su descomposición empujada por cierta irracionalidad de sus vecinos y de los vecinos de sus vecinos y de los vecinos de estos, hasta involucrar a toda la península, a Iberia. Lo real, lo fantástico, el neorrealismo mágico onírico cruzado con lo escrito, reflexionado y dicho antes, durante y después de aquella catástrofe española por personajes de aquella familia de janduleses-españoles donde también hacen presencia de Federico García Lorca a María Zambrano, de Miguel de Unamuno a Ernest Hemingway, de Mercé Rodoreda a George Orwell…
Una novela que es un rompecabezas conmovedor con docenas de personajes y de episodios llenos de imaginación y de belleza rescatada de lo cotidiano y del sueño ungidos de inocencia. Ahora es la voz de David Uclés quien narra la historia de su historia armada de una entrevista, donde desvela detalles de su proceso de creación e intentos de compartirla con los lectores:

“La primera vez que escuché el Himno de los querubines que sugiero al lector poner cuando se acerca el final de la novela fue hace unos cuatro o cinco años. Fue cuando vi la serie Chernóbil que termina con unos cantos rusos ortodoxos muy bonitos. Me aficioné a la música coral rusa, solo voces. Son piezas muy solemnes.
Desde que se publicó la novela he añadido algunas cosas a medida que han salido nuevas ediciones. En total son siete piezas musicales las que hay en el libro, y esta última no estaba prevista en el primer manuscrito; pero, cuando me dieron la oportunidad de incorporar una en las nuevas ediciones pensé qué momentos eran los más álgidos. Al ver que este final era uno de los más épicos creí que tenía que tener una banda sonora y esa canción, que es lenta, acompaña la lectura, porque hay otras canciones que tienen una letra más fuerte y pueden distraerte. Hice la prueba, leí varias veces esa parte de la novela con este Himno de los querubines y dije: Puede ser bueno. En la primera edición, de marzo de 2024, solamente había cuatro canciones. Añadí tres más.
En cada edición he agregado muchas cosas. Por ejemplo, a partir de la séptima, está el mapa de Jándula al final. Además de corregir algunas erratas. Ahora, en la décima quinta edición, he duplicado el prólogo. Tenía dos páginas y me han dejado contarlo en cuatro, porque el original tenía veinte. El editor no lo veía claro al principio y lo quiso quitar, pero lo convencí para que me dejara dos páginas y, ahora, he logrado que me deje cuatro.
Origen de la novela
A mis 19 años, antes incluso de sembrar la primera frase, ya sabía que la última era esa escena. Sí, entonces sabía que acabaría con una muerte y empezaría con un nacimiento. Luego fui añadiéndole cosas, pero eso era lo único claro que tenía. Busqué título, hice el árbol, tenía claro el principio y el final… Entonces empecé a escribir, a estructurar, a escribir.
Lo mío estaba muy pensado porque, además, lo digo como narrador, el libro empieza con un parto, con un nacimiento, con un fruto y no sé qué más, y hago lo mismo al final. Hay una cosa curiosa: poca gente se da cuenta de que tiene cuatro partes la novela. La primera inicia en primavera, la segunda en verano, la tercera en otoño y, la última, en invierno. Y, de nuevo, el epílogo es la siguiente primavera. Aunque no es un año, son cuatro años, cada uno comienza con una estación diferente. Quería que empezara igual que terminara. Recuerdo en el manuscrito, con mis 20 años, que iniciaba con otra frase, era:
‘Acaeció en un martes lluvioso’, no sé qué, no sé cuánto y terminaba igual que el libro. Tenía 500 páginas y empezaba igual que termina.
La épica tiene una elipsis, y esto era una épica, yo la veía como una épica.
Es un hecho real, pero hay una irrealidad y el lector se cree al narrador porque es cómplice suyo, el narrador se hace tu amigo. Ese es el efecto. No era tampoco la intención, porque yo, la figura del narrador que se entromete tanto, la empecé a usar para narrar toda una guerra, porque dije: ‘Madre mía, si ahora hay cuatro batallas al mismo tiempo, esto tengo que organizarlo. Tengo que decirle al lector, esta batalla te la cuento en un episodio solo, o esta te la adelanto…’. Ahí comencé a cogerle gusto a esto de hablar yo con vosotros. O con los personajes. Y ellos conmigo. Empiezo a acompañarlo.
Reconozco que hay una cierta inocencia que transmite credibilidad y candor que lo conecta con la gente, como tú dices. Lo reconozco. Los personajes también son muy inocentes, el narrador, el autor, yo también lo soy, llevo mucho el niño que fui, lo sigo manteniendo y creo que tengo parte de esa inocencia. No me gusta la pretenciosidad, por ejemplo, me gusta el discurso directo, me gustan la honestidad y la transparencia y ese descaro. Esa inocencia, en parte, es porque empecé el libro a mis 19 y, luego, porque lucho un poco contra eso. Ahora, por ejemplo, estoy de columnista en La Vanguardia y hago unas columnas muy desenfadadas porque no lo consigo de otra manera, porque, al final, es comunicarte con el otro. Pero estamos muy acostumbrados a unas columnas muy encorsetadas, muy barrocas, muy bien escritas. Tampoco tiene que estar todo tan tan tan tan tan ortopédicamente escrito.

Grandes momentos de realismo mágico
Para mí la vida es la búsqueda de la belleza, es una idea tuya que comparto. Mi lista de canciones de Spotify se llama Para buscar la belleza. La columna en el Magazine de La Vanguardia quería que se llamara Las bellezas algo… Lo que pasa que como Manuel Vilas ya había puesto algo de mundos de belleza, no podía poner otra vez yo belleza. El caso es que es una constante en mi vida. Soy muy existencialista y pienso en la vida y creo que somos polvo, que se levanta, se mueve, se mueve un instante y luego cae otra vez. Entonces, ya que lo que nos espera es fatídico, pues lo que yo más disfruto son con las sensaciones, con lo sensorial y eso lo otorga la belleza. En esos momentos donde ves algo bello se para el tiempo, te olvidas de tu condición de mortal y tus sentidos están en paz… Eso te lo otorga la belleza. Era mi intención que la novela tuviera una parte muy lírica continuamente. Hacer belleza donde no la hay. Incluso una madre muriendo con el feto en su barriga…
Algunos de los episodios mágicos de la novela que más me gustan son como milagrosos para mí en el sentido de: ‘Dios mío, David, ¿cómo te vino esa idea en ese momento para encajarla?’. Porque es un momento en el que tú también te asombras, la aparición de la idea es mágica. Me gustan la parte de la relojera, el episodio de la relojera dándose cuenta de que todos los relojes se han parado y que va a morir mucha gente de la posguerra. También el de los niños… el ciego y el lazarillo lanzando la lámpara para que el narrador le ponga una canción en el oído. Me gusta, sbre todo, el de la lámpara.
En la guerra hay muchas escenas que parecen realismo mágico o surrealistas, porque como se van el orden y la ley, la gente inventa cosas para matar al enemigo, para sobrevivir. Se crean escenas muy oníricas en todas las guerras. Mucha parte del trabajo onírico ya me lo facilitó la propia guerra en sí. Y también en el amor nos inventamos muchas estrategias, estamos todo el rato intentando sorprender al otro, hacerle la vida más bella, más dulce. Es la otra cara. A veces me preguntan: ¿la novela es más triste o es más feliz? ¿Tiene más drama o más…? Digo: ‘No sé, tiene las dos cosas por igual’. Luego, es verdad, que en el límite del amor se encuentra la muerte, casi. La relación entre las dos cosas. La novela está plagada del amor hacia la vida y, también, de la pérdida.
Desde 2009, que empecé a escribirla con 19 años, hubo muchos cambios en la escritura. No los he contado porque han sido 15 años, pero entre los cambios más grandes estarían: al principio, solo había un Macondo Ibero, no, ni siquiera Ibero, un Macondo Andaluz con la guerra muy de fondo, una familia, y tampoco desaparecía la familia. Solo que le dediqué el tiempo a construir bien las costumbres del pueblo. El siguiente cambio que le apliqué fue la guerra, ya que estaba de fondo, la investigué bien y la introduje dentro del día a día de estos personajes. Y, luego, hice que el realismo mágico fuera más bruto, que en cada página hubiera al menos una pintura de Magritte, por así decirlo, una imagen bella; después, gracias a la beca Leonardo, recorrí la península. Era 2022. Ahí fue cuando le di la pátina de verosimilitud antropológica y cuando David desparrama todos los personajes y hace de la novela un fresco íbero. Que el lector tenga la sensación de haber viajado por toda la península una vez termine el libro. Digamos que esos han sido los cambios más fuertes. Sí. Primero el trasunto del realismo mágico, luego la guerra y después la personificación de la Península Ibérica. Ah, bueno, y lo ultimísimo, que tiene que ver con la muerte.
El realismo mágico lo había usado en mi anterior novela, Emilio y Octubre. Y está en varios proyectos de novela que tengo, por lo menos, las tres siguientes que tienen esa etiqueta de formar la realidad y devolvértela de una manera lírica.
Una de ellas es sobre Barcelona. Otra sobre la posguerra, me gustaría hacer algo parecido, pero una continuación sobre la posguerra. La de Barcelona está muy avanzada. La de la posguerra tengo una estructura avanzada también. Y tengo otra sobre el SIDA que me gustaría hacer, es la primera vez que lo digo, esta es solo una idea que tengo en la cabeza.
El resurgimiento del realismo mágico o neo realismo mágico o realismo onírico o gótico, como lo llaman, se puede deber a un hartazgo del realismo. Todo, también, es elíptico, luego nos hartaremos de esto y volverá otra vez el auge de la autoficción. Pero llevamos muchísimos años ensalzando y poniendo en los primeros puestos y en la mirada la autoficción y, además, denostando un poco los géneros fantásticos, pero esto pasa en todo. En el cine igual. En el cine la ciencia ficción y el terror son géneros menores. O el humor, la comedia. Y es más complicado hacer reír. La comedia también es uno de estos géneros desprestigiados. Entonces, que esa ficción pura e imaginativa tome un lugar de mayor visibilidad para mí es una buena noticia, porque el ser humano siempre está sediento de que lo saquen de evasión, de que lo saquen de su día a día; y las autoficciones lo que suelen hacer es lo contrario, es hacer un espejo, un reflejo de lo que tú estás leyendo con tu propia vida, pero no te evade de tanto como una ficción imaginativa.

Autores y obras tutelares
El primer libro que yo leí que me produjo esto que digo de evasión, de felicidad, fue Alfanhuí, de Rafael Sánchez Ferlosio. Ese librito tan pequeño me maravilló por cómo usaba el color, esa magia, y digo: ¿Cómo es posible? Un personaje recorriendo parte de España, pero con esa fantasía tan poderosa. El tambor de hojalata, de Günther Grass, fue otro de esos libros.
Llegué muy pronto a Alfanhuí, tenía 14 años. Fue por mi profesor de plástica. Nos dio un fragmento para que pintáramos lo que este nos transmitiera. Y yo me fui por la tarde y me compré el libro en la librería. Lo disfruté muchísimo. Ese fue mi primerísimo contacto. Luego he tenido muchos contactos porque hay tantas y tantas novelas que juegan con lo mágico. Aunque siempre nombro las mismas, pero son mis mayores ejemplos: El tambor de hojalata, Hijos de la medianoche, de Salman Rushdie, Un lugar llamado antaño, de Olga Tokarczuk, El palacio azul de los ingenieros belgas, de Fulgencio Argüelles.
Las ganas de escribir me las despertó la Metamorfosis, de Ovidio, decir: ¡Madre mía, cuánta belleza junta! ¿quién pudiera hacer esto? También con Así habló Zaratustra, de Nietzsche, de decir: Yo quiero hacer un libro así. Y, algo más parecido a lo mío, El tambor de hojalata, pensar: Quiero hacer un libro en el que se vea la herida reciente de mi país, en el que un paisano mío se reconozca en él jugando con lo mágico de un grosor determinado, ese era mi sueño.
Ahora veo con asombro el resurgimiento de la ultraderecha y cierto retroceso en igualdades y lo que pasa con el segundo mandato de Donald Trump en Estados Unidos. No es una cosa que fuera mi tesis, este lenguaje apocalíptico que, a veces tengo, en alguna entrevista no era mi tesis a priori. La situación está cambiando muy velozmente. El ascenso de Trump, los nacionalismos, los partidos nacionalistas en Europa, la indiferencia frente a la guerra de Gaza y Ucrania. Esos años de bonanza que hemos tenido, poco a poco, irán desapareciendo. No soy yo muy optimista. Vamos hacia algo así.
Un rosario de noes
La primera vez que me dijeron no a la novela fue cuando tenía 21 años, dos añitos después de empezar a escribirla. Desde entonces fue continuo. Me acuerdo, perfectamente, de ese primer no. Me enviaron una carta que ponía, por lo menos me respondieron: ‘Estimado usuario genérico número 086’. No voy a decir la editorial porque no hace falta, pero fue una grande. Ha sido continuo. Algunas veces, incluso, me han humillado. Hubo una editora que me humilló, quedé con ella y me dijo que a dónde iba con ese libro de realismo mágico, que me olvidara… Fue en 2018. A pesar de que ya se notaba un renacer y renovación del realismo mágico. ¿Tú sabes lo que me pasaba? Cuando les enviaba la novela a los editores tenía que darles ejemplos de autores extranjeros que habían hecho el neorrealismo mágico, porque aquí no se había trabajado y estaban todos con la autoficción. Y yo les decía a los editores: Pero, mirad, esta novela y la otra y la otra y la otra… Y yo ofrezco uno con la idiosincrasia de nuestro país… Me decían que escribiera autoficción. Me decían: Escribes bien, David, tienes buena prosa, pero haznos un tema de autoficción. Yo decía: Pero ¡qué autoficción! Tengo 29 años, ¿qué quieres que te cuente?.
Los noes para mí son una oportunidad. Gracias a eso he podido hacer el libro.
La constancia es mi mayor virtud.
La paciencia es mi otra mayor virtud.
¿Y la memoria? La memoria es muy importante. La memoria lo es todo, es lo que nos diferencia de lo animal. O sea, el humano.
Cuando empecé a escribir La península de las casas vacías era 2009, comienzo de la crisis económica mundial y de una reorganización de muchas cosas. Yo estudié alemán por eso, porque iba a hacer traducción. No sabía qué idioma coger y cogí alemán para tener más trabajo. Y, de hecho, me lo dio, porque yo sobreviví dando clases particulares a gente que se iba a estudiar a Alemania a buscar trabajo. Enseñé a más de cien personas que se iban a aprenderlo. A mí sí que me afectó, pero yo lo cogí como una oportunidad de trabajo. Lo que hacía en mi tiempo libre era trabajar para comer, el resto era la vocación con la escritura. Escribía ese libro a toda hora, sobre todo el último año, sin parar todo el rato. Cuando me pongo a escribir no hago otra cosa. Ahora no he escrito desde hace un año y medio nada. Pero cuando me ponga a escribir…
La península de las casas vacías la paraba cada año y medio, y en esa pausa escribía otra cosa. La enviaba a las editoriales, me decían que no. ¿Qué hacía? Paraba el libro pensando que nunca lo iba a publicar. Hasta hace un año creía que no la iba a publicar nunca. Me daba igual, yo la trabajaba con el mismo cariño. Yo decía: Si no sale una editorial que me encanta, la dejo en el cajón, y que la publiquen posmortem o que no la publiquen.
La novela se iba a titular Odisto y el territorio de ficción La acequia. Pero pensé que tenía que ser algo más poético. Ese territorio es un trasunto del lugar jienense de Quesada. Al final, le puse Jándula, un afluente del Guadalquivir y que en árabe quiere decir Gracias a Dios”.
- La península de las casas vacías. David Uclés (Siruela).
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