Desamparo de la vejez, la enfermedad y la muerte dignas en un mundo que prolonga la vida, pero desatiende a los mayores, según la literatura
¿Se está deshumanizando la humanidad en su afán de prolongar la vida que conlleva una vejez más larga, pero no se prepara para la nueva realidad? ¿Por qué los estados no avanzan en los cuidados a los ancianos ni apoyan a las familias? Una docena de libros sobre estas temáticas desvelan una situación triste problemática
¿Se está deshumanizando la humanidad en sus esfuerzos por preservar y prolongar la vida a ultranza? La sociedad se enfrenta a varias situaciones o problemáticas que aumentan en torno a la calidad, el bienestar y la dignidad de la vida, junto a los derechos que reclaman algunas personas para decidir sobre su vida, las cuales se escenifican, cada vez, más en libros, películas y obras de teatro.
Entre los problemas más comunes figuran:
- La esperanza de vida crece mientras los centros de atención a los ancianos escasean o los servicios profesionales son dudosos.
- Aumentan las personas que viven solas sin que nadie vele por ellas y que enfrentan, como poco, problemas de depresión.
- Las familias no pueden asumir los cuidados que requiere una persona mayor enferma, ya sea por asuntos económicos, de tiempo-espacio o porque no están preparados para hacer de cuidadores que garanticen ni el bienestar ni la dignidad del paciente.
- La ciencia avanza en sus búsquedas para prolongar la vida, mientras los estados no se preparan adecuadamente para asumir esta nueva situación ni la gente es educada ni se prepara para saber afrontar las enfermedades, los cuidados a los seres queridos ni la muerte.
- No se terminan de respaldar ni legal ni socialmente los derechos que reclaman algunas personas para decidir sobre su vida, según sus criterios de dignidad.
Y una pregunta: ¿es distanasia prolongar la vida de una persona sin una calidad de vida digna ni de conciencia?
Un mundo que se llena de paradojas porque logra prolongar la vida, la vejez, para luego arrinconar a los ancianos, mientras adora la juventud y ronda la precariedad.
Enfermedad, vejez y muerte dignas han sido abordados recientemente por libros como:
ENFERMEDAD Y MUERTE: los poemarios La fragilidad, de Diego Doncel, y Cuadernos de patología humana, de Orlando Mondragón; Variaciones sobre un tema dado, de Ana Blandiana (los tres en Visor); Cuando el final se acerca, de Kathryn Mannix (Siruela); El hilo azul, Anne Tyler (Lumen)…
VEJEZ: Los siguientes, de Pedro Simón (Espasa); Las frases robadas, de José Luis Sastre (Plaza y Janés); Cien cuyes, de Gustavo Rodríguez (Alfaguara); Envejecer con sentido, de Martha C. Nussbaum (Paidós); Yo, vieja. Apuntes de supervivencia para seres libres, de Anna Freixas (Capitán Swing); El insólito final del señor Monroe, de Dan Mooney (Catedral); Pasos hacia una nueva vejez. Los grandes retos sociales y emocionales de la madurez, de Javier Yanguas (Destino); Arrugas, de Paco Roca (Astiberri)…
MUERTE DIGNA: Los viajeros del continente, de Eva Díaz Pérez (Galaxia Gutenberg); La habitación de al lado, de Sigrid Nunez (Anagrama)… Entre las películas recientes están La habitación de al lado, de Pedro Almodóvar; y Los destellos, de Pilar Palomero. Otras dos de referencia de este siglo son Mar adentro, de Alejandro Amenábar, y Amor, de Michael Haneke.
Aprender a ayudar en la enfermedad
Resuenan los versos del poeta español Diego Doncel de La fragilidad que, según Jaime Siles, “es un poemario absoluto, total, de una admirable madurez vital y expresiva. Confiere una voz profunda con una cosmovisión personal singular y propia que expone una teoría de la vida y que humaniza su dicción al mostrarnos el espectáculo que la civilización actual rehúye y no quiere ver, el dolor y la muerte, y lo hace de una posición abierta a la solidaridad de la esperanza”.
Ganador con La fragilidad del Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe 2020, Diego Doncel comparte en este debate su experiencia que condensa algunas de las anteriores situaciones:
“No me gusta teorizar. Me gusta hablar de mi experiencia. Me gusta llegar a algunos pensamientos después de saber que viví algo que me ha marcado para toda la vida. Lo que viví fue terrible y hermoso a la vez: tuve que cuidar a mi padre durante los ochos meses que estuvo en coma. Cuando empleo cuidar lo estoy haciendo en un sentido preciso: ayudar a asearlo, a hidratarlo, a estimularlo, darle de comer, aspirarle los bronquios, estar con él toda la noche. Ocho meses durante veinticuatro horas que nos echamos a las espaldas mi madre, mi hermana y yo. Lo vimos morir muchas veces y lo vimos volver, lo vimos convertirse cada vez más en un desconocido y tal vez en alguien que ni siquiera era él, en alguien que en realidad estaba desapareciendo. El mundo de los cuidados de una persona en coma, de una persona que no te habla, no te escucha, no emite nada, solo gestos mecánicos y a veces dolor, mucho dolor, es una prueba límite, es decir, un estado en que te das cuenta que no hay límites, que todo es caída. Y sin embargo estábamos allí, junto a él, porque, a pesar de que estábamos condenados al fracaso, queríamos darle una vida digna. Para ser exacto debería hablar aquí de amor, de dar amor, de no poder hacer otra cosa que eso. Un amor que no tenía que ver con cuestiones morales, ni por supuesto religiosas, sino con algo profundamente personal e irrenunciable. A él no le hubiera gustado que no aceptáramos ese desafío”.
La gente se siente desamparada por el Estado ¿Qué se puede hacer? “Es nula asistencia médica que se da a los enfermos en coma. No hay médicos especializados, no hay centros donde tratarlos. Los arrojan a las familias y las familias se ven vital y anímicamente desbordadas”.
Derecho a la dignidad
Eva Díaz Pérez sabe de qué habla Doncel. Es autora de Los viajeros del continente, una novela sobre la historia de un hombre con una enfermedad terminal que, en compañía de su esposa, desanda los pasos por un continente asediado de incertidumbres. El avance de la medicina y del bienestar social, afirma la periodista y escritora, “ha provocado el aumento de la esperanza de vida y que la etapa de la vejez ocupe cada vez más tiempo en la vida de una persona. La ciencia ha permitido retrasar la muerte hasta extremos insospechados. Sin embargo, en algunos casos esa permanencia esconde una paradoja perturbadora, porque la gente puede estar condenada a una especie de no-muerte, manteniendo al anciano o al enfermo en una nada, suspendido en el tránsito”.
Una situación que aumenta y que, en algunos casos, agrega Pérez “esos procesos suelen estar acompañados de dolor, de contemplación de la propia destrucción, del deterioro progresivo, de la desaparición de sí mismo en un garabato de dolor y desesperanza. Gracias a ese avance de la medicina el último acto de la vida se ha dilatado, retrasado, aplazado. La ciencia compite con la muerte, pero quizás hay quien pueda preguntarse que es posible salir de puntillas, controlando el final, con las facultades mentales intactas, antes de que la enfermedad o el deterioro total lleven al triste espectáculo de la propia consunción. Marcharse feliz y sin agonías, sin dolor, sin sufrimiento, siendo plenamente consciente”.
Es el derecho que reclaman algunas personas: el derecho a saber hasta dónde llega su dignidad para estar en este mundo. Eva Díaz Pérez reconoce que “cada vez se normaliza más este debate sobre la muerte digna, sobre la decisión de decidir cuándo y cómo morirnos, pero aún hay mucha presión en contra. Aún falta para que sea considerado un derecho propio entendido como libertad total, sin el peso de dioses, culpas, pecados o lastres morales. Durante mucho tiempo la religión ha pesado demasiado sobre este tipo de situaciones, pero es necesario un cambio de rumbo y sobre todo permitir el derecho de cada individuo a decidir. En el fondo no es más que tener la compasión de dejar que cada uno decida cuándo apaga la luz para poder dormir de una vez por todas”.
Y la palabra compasión es parte de la definición de Humanidad. En el pasado, recuerda la autora de Los viajeros del continente, “existía un tipo de textos sobre el buen morir, el ars moriendi, donde se explicaban los protocolos para enfrentarse a la muerte. La sociedad actual que se enfrenta a nuevas dimensiones de la muerte debe escribir el ars moriendi de un nuevo tiempo para aprender a morir con dignidad y desde el mayor respeto a la libertad individual”.
Reconocer la muerte
A medida que el ser humano avanza se aleja de la realidad y naturalidad de la muerte. Sabe que está ahí, pero la ve como algo ajeno y no se prepara para ese momento con seres queridos o consigo mismo. Así empieza la reseña de WMagazín sobre el libro Cuando el final se acerca. Cómo afrontar la muerte con sabiduría, de Kathryn Mannnix. La doctora británica y pionera en medicina paliativa quita el velo del tabú a la muerte a través de treinta casos. Crónicas de historias clínicas reales de cuatro décadas que permiten al lector asomarse a esa verdad para aprender de las experiencias ajenas con sus preguntas, vacilaciones, dudas, tristezas. La doctora Mannix da voz a un grupo de personas cuyas experiencias dejan claro que de la misma manera que todos nos preparamos para la vida, también hay que prepararse para la muerte porque forma parte de la vida. “El libro recuerda lo importante que es atender a los que están próximos a la muerte con respeto, comprensión y cariño, no solo con medicamentos sino, sobre todo, con afecto, porque el mejor medicamento es el calor humano. Destaca ‘la dignidad con la que los enfermos más graves afrontan la muerte; el desafío que representa ser sincera y cariñosa al mismo tiempo cuando se habla de una enfermedad y de la posibilidad de no mejorar”.
El joven médico mexicano Orlando Mondragón, ganador del Premio de Poesía Loewe 2021 por Cuadernos de patología humana aclara que “a nadie le sorprende la siguiente afirmación: vamos a morir. Sin embargo, le tenemos miedo a la muerte, pues sabemos que es absoluta e irreversible. Significa el final de nuestras sensaciones anímicas y corporales, la interrupción de nuestros proyectos (la muerte siempre es irruptiva), el cese de nuestros apegos”.
Para este poeta, “esa consciencia de sabernos mortales nos trastoca y nos determina como especie. Al tiempo que resulta de la resta entre nacer y morir le llamamos vida. Medimos nuestra vida en función de esta ecuación. Somos seres de tiempo. Un tiempo acotado, finito. Aunque, en el inconsciente, estamos convencidos de nuestra propia inmortalidad”.
Explica Orlando Mondragón que es, entonces, cuando el peso de la tradición coloniza todo: “Para adaptar esta fantasía, socialmente aceptamos la idea religiosa de la vida eterna, la reencarnación o de que de alguna manera nuestra existencia tendrá una continuidad en los hijos, las obras o en la misma humanidad. Esto hace que sostengamos una relación ambivalente con nuestros ancianos. Por una parte, su vulnerabilidad nos conmueve al cuidado, a proporcionarles el descanso y el bien morir que anhelamos. Por otro lado, esa misma indefensión es la que nos recuerda nuestra propia mortalidad. Se vuelven un espejo ineludible de lo que no queremos ver: la idea aterradora de no existir, de no ser, la disolución del yo”.
Y el cine es una de las vitrinas y plataformas que promueven estas ideas. No son pocas las películas de terror que adoptan la figura del viejo o el enfermo como materia prima del miedo, pues apelan a un horror inconsciente y universal, asegura Mondragón. Y lanza una pregunta: “¿Puede esto explicarnos la brutal indiferencia con que las políticas públicas olvidan a los adultos mayores? ¿El tabú de la muerte nos ayuda a entender el por qué nos cuesta trabajo ver a los ancianos como personas plenas y capaces? ¿Es nuestro propio miedo a morir el que despierta nuestras fantasías de control y hace que busquemos una muerte digna o, al contrario, ignoremos lo más posible este hecho?”.
La respuesta del poeta mexicano es clara: “Creo que vale la pena poner al centro de la discusión nuestros propios temores al momento de debatir los cuidados y la eutanasia para que no interfieran. Anticipar la muerte y a sus posibilidades, libera. Quizá sea porque nos atañe a todos los que presumimos de una vida orgánica. Séneca lo resume muy bien: “a vivir hay que aprender toda la vida y, lo que quizá te sorprenda más, hay que aprender a morir toda la vida”.
Vejez
El irlandés Dan Mooney, que abordó el tema de los ancianos en residencias en El insólito final del señor Monroe, considera que la gente, en general, se pasa la vida trabajando, siendo útiles, pero, de repente, “se dan cuenta de que ya no son útiles y que la gente no cuenta con ellos, no confía en ellos. Debe ser algo frustrante y no sabemos cómo asumirlo. Es cierto que el personal de las residencias tiene sus obligaciones, pero no siempre tienen en cuenta el lado emocional del trato. Es algo que debemos mejorar”. Mooney mira más allá de esos hogares y nos interpela a todos cuando en una entrevista a WMagazín afirmó: “Siempre hay reportajes sobre cómo algunos de estos lugares no atienden a las personas como debe ser. La sociedad aparta a la gente mayor, la oculta de alguna manera, y a nadie parece importarle, la amabilidad no es lo normal. Debemos hacer algo y cambiar. La sociedad debe dejar de darle la espalda a los ancianos y ayudarles a disfrutar la vejez”.
Alrededor de todo esto está la peste de la soledad. Lo recordó la colombiana Piedad Bonnett al recibir el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 2024: “Vivimos en una época de enorme soledad interior. Una época rendida a la productividad, al ruido, al consumo, a la hiper conectividad, a la falsa idea de que podemos controlarlo todo”. Y luego, Bonnett se refiere a otro mal: “En un mundo en que la solidaridad social está siendo destruida por el espíritu de la competencia y la pauperización de la vida en aras del rendimiento, la poesía señala esas y otras soledades. La de los ancianos recluidos en las celdas asépticas de los geriátricos para liberarse de su peso”.
Como escribe el peruano Gustavo Rodríguez en Cien cuyes, sobre el deterioro progresivo del ser humano, “No se trata de a qué edad mueres, sino de qué plenitud estamos hablando. (…) La vida es un partido de fútbol, no importa como empieza, sino como termina”.
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