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Obra de Luis Caballero.

Dioses y demonios del cuerpo humano a través de la historia

El sociólogo y antropólogo francés presenta una genealogía de las teorías que se han ocupado del cuerpo: sociológicas, filosóficas y antropológicas modelándolo individual, social y culturalmente. WMagazín publica un pasaje de este esclarecedor ensayo

Presentación WMagazín «La apología del cuerpo es, sin saberlo, profundamente dualista, en tanto opone al individuo a su propio cuerpo, suponiendo además de forma abstracta una existencia del cuerpo que sería analizable al margen de las personas concretas». De todo ello, y más, a lo largo de la historia, se ocupa el sociólogo y antropólogo francés David Le Breton en su ensayo La sociología del cuerpo (Siruela). Profesor en la Universidad de Estrasburgo, ha publicado libros como Antropología del cuerpo y modernidad, Antropología del dolor y El silencio.

Ciencia, pensamiento e imaginario universal confluyen en estas páginas que trazan una biografía del cuerpo humano sobre cómo lo ve y siente cada individuo y cómo lo ven y sienten los demás, de manera individual y colectiva. «El cuerpo, moldeado por el contexto social y cultural en el que se sumerge el actor, es ese vector semántico por medio del cual se construye la evidencia de la relación con el mundo», explica la editorial Siruela. «Comprende las actividades perceptivas, pero también la expresión de los sentimientos, las convenciones de los ritos de interacción, gestuales y mímicos, la puesta en escena de la apariencia, los juegos sutiles de la seducción, las técnicas corporales, el entrenamiento físico, la relación con el sufrimiento y el dolor».

WMagazín publica un pasaje de este interesante y clarificador libro sobre un aspecto capital del ser humano más allá de lo corpóreo. Puedes leer el artículo a continuación:

La sociología del cuerpo

por David Le Breton

1.  El cuidado social del cuerpo

A finales de los años sesenta del pasado siglo, la crisis de legitimidad de las modalidades físicas de la relación del ser humano con sus semejantes y con el mundo alcanzó una escala considerable con el desarrollo del feminismo, la «revolución sexual», la creciente legitimidad de los colectivos de gais y lesbianas, la expresión corporal, el body art, la crítica del deporte, la aparición de nuevas terapias que proclamaban con fuerza el deseo de cultivar únicamente el cuerpo, etc. Un nuevo imaginario del cuerpo, exuberante, iba a penetrar en la sociedad, y ningún ámbito de las prácticas sociales saldrá ileso de las reivindicaciones que cobraron fuerza a raíz de una crítica de la condición corporal de los actores

Una cierta crítica –a menudo muy charlatana– se apoderó de un concepto de uso corriente, «el cuerpo». Sin consultarlo con nadie, hizo de él un grito de guerra, un caballo de batalla contra un sistema de valores considerado represor, anticuado, y cuya transformación se consideraba necesaria para promover el desarrollo individual. Las prácticas y los discursos que surgieron de ahí proponían o exigían un barrido radical de las viejas estructuras sociales; y una literatura abundante e inconscientemente surrealista invitó a la «liberación del cuerpo», propuesta que como mínimo cabe calificar de tierna. Era fácil que la imaginación se perdiera en esta historia fantástica, en la cual el cuerpo se «libera» sin saberse muy bien lo que ocurre después con el individuo (¿su amo?), a quien confiere, empero, su consistencia y su rostro. En este tipo de discurso, el cuerpo se plantea no como algo indistinguible del hombre, sino como una posesión, un atributo, un alter ego. El hombre es su fantasma, el sujeto supuesto de ese discurso. La apología del cuerpo es, sin saberlo, profundamente dualista, en tanto opone al individuo a su propio cuerpo, suponiendo además de forma abstracta una existencia del cuerpo que sería analizable al margen de las personas concretas. Denunciando frecuentemente lo que denomina el «palabrismo» o supuesta tendencia a la palabrería del psicoanálisis, este discurso de la liberación, por su abundancia y por sus múltiples ámbitos de aplicación, ha alimentado el imaginario dualista de la modernidad y ha fomentado la facilidad con que se habla con convicción del cuerpo sin tener en cuenta que se trata en realidad de actores de carne y hueso.

Buscamos el secreto perdido del cuerpo, hacer de él no ya el lugar de la exclusión, sino el de la inclusión, para que deje de ser el interruptor que distingue al individuo, que lo separa de los demás, y devenga más bien el aglutinante que lo une con los otros.

La crisis de sentido y de valores que socava la modernidad, la búsqueda incesante y sinuosa de nuevas legitimidades que no cesan de escapársenos, la permanencia de lo provisional convertida en modo de vida son factores que han contribuido lógicamente a enfatizar la raigambre física de la condición de cada actor. El cuerpo, lugar privilegiado de contacto con el mundo, ha devenido el centro de atención. El cuestionamiento coherente —inevitable incluso en una sociedad de corte individualista que ha entrado en una zona de turbulencia, de confusión y de desaparición de referentes indiscutibles, y que por ello se repliega más aún en la individualidad— es que el cuerpo, de hecho, en tanto que encarna al hombre, es la marca del individuo, su frontera, el tope que de alguna manera lo distingue de los demás. Es la huella más tangible del actor cuando se distienden los vínculos sociales y el marco simbólico, proveedor de significados y de valores. En palabras de Durkheim, el cuerpo es un «factor de individuación». El lugar y el tiempo del límite, de la separación. Su relación con el mundo es problemática debido a la crisis de legitimidad, por lo que el individuo busca a tientas sus huellas, esforzándose por producir un sentimiento de identidad más propicio. Choca en cierta forma contra el confinamiento físico del que es objeto. Presta a su cuerpo, ahí donde se separa de los demás y del mundo, una atención redoblada. Y, dado que el cuerpo es el lugar del corte, de la diferenciación individual, se le supone el privilegio de la posible reconciliación. Buscamos el secreto perdido del cuerpo, hacer de él no ya el lugar de la exclusión, sino el de la inclusión, para que deje de ser el interruptor que distingue al individuo, que lo separa de los demás, y devenga más bien el aglutinante que lo une con los otros. Tal es, al menos, uno de los más fértiles imaginarios sociales de la modernidad.

III. Sociología del cuerpo

Como ya se sabe, las sociologías nacen en las zonas de ruptura, de turbulencia, de desorientación, de confusión de los referentes, de crisis institucionales; en una palabra, en aquellos espacios en los que se están fracturando las antiguas normas; allá donde el pensamiento, atisbando un soplo de aire fresco, intenta comprender o conceptualizar aquello que se escapa provisionalmente de las formas habituales de concebir el mundo. Se trata de dar sentido al aparente desorden, de identificar las necesidades sociales y culturales. El trabajo, el mundo rural, la vida cotidiana en familia, la juventud, la muerte, por ejemplo, son ejes de análisis para la sociología que solo han alcanzado un desarrollo pleno cuando los marcos sociales y culturales que hasta entonces los habían mantenido diluidos en la evidencia comienzan a modificarse, suscitando un difuso malestar en la comunidad. Justamente eso es lo que le sucedió al cuerpo. A finales de los años sesenta del siglo XX, comienzan a asentarse racionalmente y de un modo más sistemático ciertos enfoques que consideran, desde diversos ángulos, las modalidades físicas de la relación del actor con el entorno social y cultural que lo rodea. A partir de ese momento, el cuerpo pasa a ocupar el lugar central de las cuestiones de las ciencias sociales. Así, Jean Baudrillard, Michel Foucault, Norbert Elias, Pierre Bourdieu, Erving Goffman, Mary Douglas, Ray Birdwhistell, Bryan Turner y Edward T. Hall, por ejemplo, frecuentemente se cruzan en su camino con puestas en escena virtuales, físicas o en forma de signos de un cuerpo que acapara cada vez más la atención apasionada del campo social. En la investigación así planteada acerca de este problemático objeto, encontraron una vía inédita y fructífera para comprender cuestiones más amplias o para desvelar las características más sobresalientes de la modernidad. Otros, como Françoise Loux, Paul Bernard, Jean-Michel Berthelot, Jean-Marie Brohm, Georges Vigarello o yo mismo, por tomar únicamente el ejemplo de Francia, nos centramos durante esta época en identificar de manera más metódica las demandas sociales y culturales adheridas a la corporalidad.

Por supuesto, este descubrimiento no es el resultado de una repentina inteligencia propia de las décadas de 1960 y 1970. No hay que confundir el despertar de un nuevo interés y la proliferación de ciertas prácticas y discursos con la constitución de pleno derecho de una disciplina, y mucho menos con el descubrimiento asombroso de un nuevo objeto de atención. Estos años marcan más bien la irrupción en el escenario colectivo de un nuevo imaginario que las ciencias sociales —atentas a la información más actual— iban a cazar al vuelo. De la distancia crítica adoptada por un buen número de investigadores nacería una renovada atención hacia los condicionamientos sociales y culturales que modelan la corporalidad humana. Sin embargo, una «sociología implícita del cuerpo” (Jean-Michel Berthelot) está presente desde el comienzo del pensamiento sociológico, en particular bajo el prisma del estudio crítico de la “degeneración” de las poblaciones más pobres, la de la condición obrera (Marx, Louis René Villermé, Engels, etc.) o la de las antropometrías (Adolphe Quetelet, Alfredo Niceforo, etc.). Sociólogos como Simmel abren vías importantes (la sensorialidad, la cara, la mirada, etc.). Más tarde, Marcel Mauss, Maurice Halbwachs, Georges Friedmann, Marcel Granet, Maurice Leenhardt, en el ámbito francés, y, en otros países, Ernesto de Martino, Mircea Eliade, Weston La Barre, Clyde Kluckhohn, Stephen Klineberg, Edward Sapir, David Efron, etc., ofrecerán contribuciones decisivas en este sentido, y ello pese al límite que establece Durkheim al identificar la corporeidad con la organicidad, rechazando así cualquier pretensión que pudieran tener las ciencias sociales de interesarse por este campo.

Una sociología dispersa no cesará de prodigar sus descubrimientos acerca del cuerpo desde principios de siglo hasta la década de 1960. No obstante, es, sin duda, en los últimos treinta años cuando la sociología aplicada al cuerpo se ha convertido en una tarea más sistemática, a la que algunos investigadores dedican una parte importante de sus esfuerzos.

David Le Breton
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