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Helecho en la selva tropical.

El arte del anonimato en la selva política caribeña de Carlos Fonseca

Tras el éxito de su primera novela, el escritor costarricense vuelve con una rompecabezas sobre las máscaras de la vida que tiene como telón de fondo al Subcomandante Marcos

Presentación WMagazín: Este avance literario es de uno de nuestros Hallazgos literarios de la temporada: Carlos Fonseca (Costa Rica, 1987). Museo animal, que publicará Anagrama este martes 5 de septiembre, es su nuevo libro que traza un rompecabezas de la vida a través de la política, el arte y la pasión. Todo ello en un juego de máscaras y pulsiones que empieza cuando un museólogo recupera un proyecto fotográfico que le encargó una mujer alrededor de las formas del mundo animal. Detrás, las claves de una historia familiar que tiene de fondo al Subcomandante Marcos y su pasamontañas.

«Nos hallamos ante una obra sobre el arte del anonimato, un relato que nos retrata escondidos tras las máscaras de nuestros miedos. Polifónica, caleidoscópica, Museo animal expone la ficción de un mundo atrapado entre la creencia y la ironía, entre la tragedia y la farsa», según la presentación de la editorial.

Fonseca es el autor de la elogida Coronel Lágrimas y uno de los autores seleccionados este año por el Hay Festival como parte del gurpo de Bogotá-39, que reúne escritores latinoamericanos menores de 40 años más prometedores).

Con la prosa transparente llena de imágenes y tensión narrativa de Carlos Fonseca los dejamos hoy:

 

El escritor Carlos Fonseca (Costa Rica, 1987). / Fotografía de David Myers.

Museo animal, de Carlos Fonseca

La marcha hacia el sur (1977)

1

Por momentos, dentro de la calma poblada del paisaje, lo único que se logra escuchar es el flash de la cámara fotográfica. Por ese breve instante, solo existe él, la cámara y el marco que quedará retratado para un futuro que todavía desconoce pero sobre el cual ha apostado todas sus cartas. Solo por ese breve instante, no existe más que él y su creencia. Él y su futuro. Luego, sutilmente, lo interrumpe esa breve sonata que lo vuelve a ubicar en plena selva: el ruido de fondo de los trópicos en pleno ebullición, la cacofonía de pájaros, el revolotear de las gallinas sueltas, el ronquido de un indígena cansado, el hipo alcoholizado de algún inglés borracho. Más lejos aún, en un espacio terriblemente singular y doloroso, los sollozos de la hija cuyos quejidos solo ahora vuelve a escuchar.

Solo entonces separa el ojo de la cámara y la mira.

Tiene apenas diez años, la mirada pesada de los insomnes y una palidez atroz que le hace pensar en esas latitudes nórdicas que nunca ha visitado. Junto a la niña, una mujer contundentemente bella consuela, con esa mano izquierda cuyas siluetas conoce demasiado bien, los sollozos de la niña. Con la otra mano, su esposa se empeña en esbozar apuntes sobre una pequeña libreta de cuero rojizo. La misma libreta sobre la cual ha escrito, hace diez días: «Día 1, comienzo del viaje.» Diez días han pasado desde ese encuentro inaugural y ya el viaje comienza a volverse largo, pesado, rutinario. Diez días desde que un autobús herrumbroso los dejara a ellos en el umbral de eso que ahora se atreven a llamar selva, pero que a veces no parecería ser más que un vertedero enorme soñado por un dios ausente.

 

El rumor gruñoso de un cerdo que ahora retoma su rebuscar entre la basura lo vuelve a distraer. Solo entonces vuelve a ver el panorama en su totalidad: la pareja de británicos alcoholizados que en una esquina termina por rematar la botella de ron dorado, la atmósfera de letargo y siesta sobre la cual la naturaleza parece retomar su cotidiana tiranía, el alemán drogado que ahora vuelve a poner en escena su monólogo teatral para un grupo de indígenas que, entre risas, parece disfrutar del espectáculo. Esporádicamente ubicados entre esa breve comedia, el resto de los peregrinos puntúa la escena, descansando bajo pequeños techos de zinc, sobre los cuales las últimas gotas de agua tamborilean monótonas.

Más allá, en un segundo plano que llega precedido por un leve ruido de fondo, un hombre de mirada cansada y fuerza descomunal retoma su plegaria indescifrable. Han pasado diez días desde que ese mismo hombre, con voz áspera y acento indistinguible, les prometiera que al cabo de un mes llegarían a ver al pequeño vidente.

2

Le llaman el apóstol. Tiene los brazos tatuados con alegorías de guerra y sobre su cuello cuelgan más de una docena de rosarios de plástico. Su voz es ronca pero introvertida. Su habla tiene algo de monólogo alucinado, de esa plegaria privada e infinita con la que se encarga de rellenar las horas vacías. De solo verlo se sabe que no es de acá. Gringo maldito, le llaman los nativos a sus espaldas, mientras él se niega a dirigirles la palabra. Aun así, adondequiera que va, cinco de ellos lo acompañan. Se rumora que llegó en busca de drogas y se quedó al descubrir que el viaje de vuelta se le hacía imposible. Se rumora que proviene de familia adinerada y que de joven mostró promesas en el teatro. Se rumora que la iluminación le llegó hace décadas en plena selva, frente a ese árbol inmenso hacia el cual dice guiarlos. Le llaman el apóstol porque así se denomina, como si no fuera más que un medio, como si no fuera más que un guía. Le llaman apóstol, pero a veces, al contemplarlo, los peregrinos tienen la sensación de que no es más que un guía turístico, un Virgilio drogado en medio de un peregrinaje absurdo. Un Virgilio posmoderno para gringos crédulos. Sin embargo, basta volver a mirarlo, o apenas escucharlo, inmerso como está en su eterna plegaria, para saber que al menos él se cree todo lo que les ha prometido. A su alrededor, tres cerdos hediondos deambulan entre el fango, mientras más allá los nativos juegan a las cartas para ganarle la partida al aburrimiento. Todos con camisas de marcas gringas y la mirada irónica de los descreídos. Le llaman el apóstol porque promete cosas. Hace diez días les ha prometido, por ejemplo, que al cabo de un mes llegarán a un enorme archipiélago de islas en plena selva y que allí, a los pies de un enorme árbol caído, el vidente se encargará de marcar la ruta. En su mirada, a medio camino entre la creencia y la locura, una época entera se juega las cartas.

 

Diez días han pasado desde que emprendieron el trayecto a pie. Cinco desde que la niña comenzó a enfermarse. Desde entonces, la selva no ha hecho sino contradecir sus expectativas. Allí donde esperaban encontrar a los nativos desnudos, han encontrado a hombres vestidos con camisetas de bandas de rock. Allí donde esperaban encontrar la exuberancia natural, han encontrado vertederos de basura. Allí donde esperaban encontrar la ausencia del poder, han encontrado la omnipresencia del Estado. Adondequiera que van encuentran policías, solemnes agentes fronterizos que para batallar el aburrimiento se empeñan en revisar sus documentos de viaje. Lejos de ser el jardín soñado, la selva se empeña en mostrar su cara más moderna: su cara ruinosa de ciudad fronteriza.

Y, sin embargo, lo saben bien: la naturaleza está allí, latente como alacrán dormido. La presienten en las noches, en la oscuridad total que los envuelve. La escuchan antes de verla: en el rumor de los animales nocturnos, en el revolotear de las aves, en el croar de esas ranas que parecen pájaros nocturnos. La sienten antes de verla: las insoportables picadas de los mosquitos puntuando la piel con ronchas rosadas, el rumor de los insectos siempre a punto de plantarle batalla al mosquitero. A él, sin embargo, lo han traído específicamente para hacerla visible: le han pedido que, como fotógrafo, documente el viaje. Su lugar es ese: a medio paso entre la participación y la contemplación, a medio paso entre la creencia y la ironía. Hace apenas cinco años se ganaba la vida tomando fotografías a las modelos más codiciadas de Broadway. Hoy persigue a un hombre que les ha prometido algo imposible. Hace dos años se ganaba la vida retratando las figuras más visibles de la farándula, hoy le sigue los pasos al sueño invisible de un hombre drogado.

Carlos Fonseca
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