El estilo en las artes y la cultura: su búsqueda, obsesión, trampas, espejismo y potenciación en la era del yo
El comisario de exposiciones y crítico de arte español radiografía en: 'Estilo. Estética, vida y consumo' (Turner), la evolución de un concepto codiciado por una mayoría de personas a través de iconos que irradian autenticidad como Bowie, Sontag, Adorno o Godard
Presentación WMagazín ¿Qué es el estilo? ¿Por qué el estilo obsesiona tanto a unos artistas, a la industria cultural y a muchas personas? Una de las búsquedas, aspiraciones y, a veces, obsesiones de los creadores en general es hallar un estilo, su estilo. Y en la era de la lucha por la autenticidad y el imperio del yo, el estilo ha cobrado especial importancia para mucha gente. Su cartografía a través de varias voces la traza Peio Aguirre en el libro Estilo. Estética, vida y consumo (Turner). Una obra en cuyo recorrido sobre la aparición, evolución, búsquedas e influencias del estilo va reflejando la sociedad de cada momento. Un retrato del ser humano que sirve para entender no solo a los creadores y a la industria cultural, sino, también, al propio mundo.
WMagazín publica un pasaje de este ensayo de Peio Aguirre, comisario de exposiciones, escritor y crítico de arte. El libro, explica la editorial, analiza el concepto de estilo a través de iconos que irradian autenticidad, como Bowie, Sontag, Adorno o Godard. También se fija en las subculturas, la historia del arte, la arquitectura y la moda.
Estilo. Estética, vita y consumo se abre con un epígrafe revelador y clarificador de Georg Simmel: «El estilo es el intento estético de solucionar el gran problema de la vida; cómo una obra única o un comportamiento único, que constituye una totalidad, cerrada en sí misma, puede pertenecer al mismo tiempo a una totalidad superior, a un contexto unificador más amplio».
A partir de ahí un periplo por la vida y la cultura impulsado por el sueño de artistas y no artistas. Peio Aguirre recuerda en el prólogo: «En el último cambio de milenio un término emergía con brío, fusionando las disciplinas artísticas e introduciendo la vida cotidiana y el consumo en la cultura. Este era el estilo, concepto que parecía idóneo a la hora de describir el progresivo embellecimiento y la promiscuidad de los objetos dentro de los espacios cada vez más contaminados del arte contemporáneo, la música y la moda. Pero ¿qué es el estilo? Esencialmente, códigos y patrones de reconocimiento, formas codiciadas en la indumentaria y en la gestualidad; esa huella o marca estética que nos mantiene rendidos en la búsqueda exhaustiva de la “autenticidad” y de la identidad propia. En su sentido más coloquial, el estilo es una palabra profusamente usada por gurús de la moda y en revistas de decoración.
Tener estilo, o no tenerlo, es todo un asunto en la era del yo, ahora que el coaching motivacional está en boga y los influencers parecen más relevantes de lo que de veras lo son. Hay una levedad en este apelativo relacionado con lo insustancial y no estrictamente importante. Se nos dice: lo valioso es el fondo, no las formas, como propagó el humanismo esencialista. Es precisamente la confrontación con esta ligereza la que hace del tema un enigma que encubre significados más acuciantes».
Bienvenidos al universo del estilo en las artes, su búsqueda, obsesiones, trampas y espejismos:
'Estilo. Estética, vida y consumo'
En la industria cultural
Por Peio Aguirre
Los historiadores y críticos de la cultura se afanaron por que los artistas tuvieran un estilo propio y que los escritores escribieran con peculiaridades reconocibles. Esto se materializaba mediante la creencia de que uno debía hacer muchas cosas iguales para constituir el fondo sobre el que sobresaldrían las cosas que se hacen de manera diferente. Ello imbuía la actividad con una seriedad bendecida socialmente. Su institucionalización era parte de un proceso sistémico; una cadena de signos y un catálogo de formas con cualidades a través las cuales la personalidad del artista y la imagen de un colectivo o una escuela se hacían visibles. El estilo era una llave de acceso a la alta cultura antes de que esta entrara en combustión con la cultura de masas la cual, como no se cansaron de repetir los fundadores de la teoría crítica, Theodor Adorno y Max Horkheimer, se caracteriza por absorber todos los elementos y medios de expresión artísticos, incluyendo la cultura de las élites y también la anterior “cultura popular”, y también a toda la población, en el interior de lo que acertadamente denominaron como “industria cultural”. En sus propias palabras:
- Lo que expresionistas y dadaístas afirmaban polémicamente, la falsedad del estilo en cuanto que tal, triunfa hoy en la jerga de la canción del crooner, en la gracia relamida de las estrellas del cine, incluso en la maestría de la instantánea fotográfica de la miserable chabola del jornalero. En toda obra de arte el estilo es una promesa. En la medida en que lo que se expresa entra, a través del estilo, en las formas dominantes de la universalidad, en el lenguaje musical, pictórico o verbal, debería reconciliarse con la idea de la verdadera universalidad. […] El elemento de la obra de arte mediante el cual ésta trasciende la realidad es, en efecto, inseparable del estilo; pero no radica en la armonía realizada, en la problemática unidad de forma y contenido, interior y exterior, individuo y sociedad, sino en los rasgos en los que aparece la discrepancia, en el necesario fracaso del apasionado esfuerzo por la identidad.
Esta obsesión para el artista moderno se manifestaba en el empeño por firmar. Esta ansia fue deshaciéndose a medida que la subjetividad de los artistas devenía cada vez más fragmentada y descentrada. El vendaval de la modernidad encumbró a aquellos artistas cuyo estilo era tan único que devenía un género en sí mismo aunque sus rasgos amenazaban con convertirse en comunes desde el momento en que eran seguidos e imitados. Cualquier estilo introduce propiedades cualitativas más que cuantitativas pero únicamente consigue consagrarse a través de repeticiones sistemáticas. La historiografía inventó el concepto de estilema para explicar las similitudes en un mismo autor o grupo de artistas. Perseverar en un registro artístico, es decir, lo cuantitativo, podía tener también una magnitud cualitativa. La clave parecía ser una cuestión de repeticiones y permutaciones alrededor de un mismo tema.
En el siglo XX algunos artistas cambiaron su estilo durante unos pocos años y a veces resulta una tarea ardua registrar esas obras como hechas por la misma mano. No obstante, el arte moderno instauró la excepción como regla: Picasso echando mano en pleno cubismo del naturalismo clasicista en sus dibujos de inspiración italiana. El estilo pasaba a ser un baremo, un sistema comparativo y escrutador donde acontece una incesante negociación entre continuidad y ruptura, donde incluso las discontinuidades pueden ser el sello por antonomasia. El nunca resuelto tira y afloja entre la unidad de estilo versus su fragmentación es uno de los argumentos de la “ciencia” de la historiografía. Bajo el marchamo de la coherencia, el estilo se revistió de autoridad. Adorno se refería a las últimas obras de Beethoven como de “estilo tardío”, distinguiendo estas composiciones de senectud de otras obras maestras.
En Beethoven –pero también en otros autores–, el poder subversivo de la subjetividad se manifestaría entonces si cabe con más intensidad y libertad. Este estilo tardío haría caso omiso a cualquier imposición exterior. Para el filósofo alemán “la madurez de las obras tardías de artistas importantes no equivale a la de las frutas. Por lo general, no son redondas, sino que están arrugadas, incluso agrietadas; suelen carecer de dulzura y, ásperas y espinosas, se resisten a la mera degustación”. Por su naturaleza disonante, el estilo tardío amenazaría con echar por tierra el canon instaurado del artista moderno.
La apelación a lo tardío incluye la cuestión de la temporalidad. Cuando nos referimos a “tardío” o “tempranero” nos adentramos en la capacidad periodizadora del estilo. En su libro póstumo, Edward W. Said escribió que “todo estilo implica, en primer lugar, la vinculación del artista con su propio tiempo, o período histórico, su sociedad y sus antecedentes; la obra estética, a pesar de su irreductible individualidad, forma parte –o, paradójicamente, no una parte– de la época en que fue creada y apareció”.
Habría en todo estilo una sintonía sociológica y política. Señalaba Said que Mozart estaba más imbuido de su época que Beethoven y Wagner, y mientras que el primero estaba relacionado con la corte y la Iglesia, los segundos habían dejado de ser criados del poder e, imbuidos del culto romántico a la individualidad, eran unos inadaptados que desafiaron las normas artísticas y sociales de su época. Para Said, las obras maestras tardías de Beethoven lo son porque muestran una inestabilidad que trasciende su propio tiempo. En rigor se trata de composiciones que se adelantan a la época, obras para las que la sociedad no estaba aún preparada; composiciones tardías avant la lettre que abrigan el embrión de un tiempo venidero. Estas obras tardías serían extemporáneas, esto es, inadecuadas e inconvenientes, por inoportunas y porque son impropias del tiempo en el que se crearon. Las obras tardías serían las intempestivas, las que parecen estar desplazadas de su propio eje, renqueantes respecto a su propia época.
(…)
Aunque la repetición no es en sí sinónimo de calidad, la adhesión en la música pop a un género y a un estilo es una de las características de la industria cultural. El estilo deviene la cualidad eminente con la que se recubren las mercancías culturales. Volviendo a Adorno y Horkheimer, el “sistema” estilístico ha tenido una función histórica de naturalización, pues su función era ideológica. En su análisis de la industria cultural, examinaron la relevancia de la fuerza vinculante de la estilización que supera todas las prescripciones y prohibiciones oficiosas. Para estos popes de la Escuela de Frankfurt, el mantenimiento de unos rasgos comunes resultaba imprescindible para el mantenimiento de la industria cultural, la cual fagocitaba conexiones entre las artes en aras de un ulterior reinado de los productos creados para el consumo de masas. Cuando afirmaban –como en la cita más arriba– que en toda obra de arte el estilo es una promesa, subrayaban la sumisión de la cultura a la identidad; la esperanza del estilo de hacer de lo particular algo universal. Porque incluso en las obras tenidas por clásicas, como en las partituras de Mozart, estas contienen inclinaciones que apuntan a una dirección distinta, por no hablar de algunos renombrados recelosos pues, como nos recuerda Adorno, los “artistas auténticos como Schönberg se opusieron de manera vehemente al concepto de estilo; es un criterio de la modernidad radical renunciar a él”.
La industria cultural demostraba esta ilusión a través de la negación. El déficit de estilo podía pasar por irregularidades permitidas dentro de la industria cultural y, en consecuencia, cada transgresión del oficio cometida, por ejemplo, por Orson Welles le era perdonada “porque ellas –como incorrecciones calculadas– no hacen sino reforzar y confirmar tanto más celosamente la validez del sistema”.
Se generaba así una ficción vigorizada desde una industria en la que se incita a productores y a consumidores a discernir lo fresco de lo que ya ha agotado su capacidad expresiva, lo honesto de lo artificial, lo lozano de lo añejo, etcétera. Nacían de ese modo nuevos roles como el avezado y el especialista, el diletante o los connaisseurs quienes, revestidos de la autoridad emanada del sistema al que servían, discrepaban sobre la autenticidad de las producciones culturales junto con patrocinadores y censores, y acababan revelando sus propios intereses, sin en ningún momento impugnar la propia industrial cultural como tal.
La incongruencia en el estilo no condujo a su renuncia sino a que los artistas lo fingieran bajo el hechizo de su autoridad. La falta de estilo entró y se coló bajo la coacción del mercado y lo auténtico libremente pensado o realizado comenzó a convivir con la convención. Se recuperaba de esa manera lo que ya había sido condenado y descatalogado previamente y acto seguido se reincorporaba al mercado. El siguiente fragmento expresa esta contradicción:
- La reconciliación de lo universal y lo particular, de regla y pretensión específica del objeto, en cuya realización precisamente, y solo en ella, el estilo adquiere contenido, es vana porque no se llega ya a ninguna tensión entre los polos; los extremos que se tocan quedan diluidos en una confusa identidad, lo universal puede sustituir a lo particular, y viceversa.
Con todo, esta caricatura del estilo dice algo sobre el ‘estilo auténtico’ del pasado. El concepto de ‘estilo auténtico’ se revela en la industria cultural como equivalente estético del dominio. La idea del estilo como coherencia puramente estética es una fantasía retrospectiva de los románticos.
La industria cultural –que es indistinguible del mercado– pasó a ser el horizonte final de los estilos: un crisol donde todo se refunde y se prepara para su consumo ulterior. Esta descripción cristalina elaborada al alimón por Adorno y Horkheimer, hacia 1947, continúa siendo el precedente más próximo de nuestras industrias creativas y culturales en donde el estilo actúa como lubricante.
- Estilo. Estética, vida y consumo. Peio Aguirre (Turner).
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