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Detalle de la portada de la novela ‘Los celosos’, de Sándor Márai (Salamandra). /WMagazín

El magisterio de Sándor Márai sobre el corazón humano y la desintegración del imperio austrohúngaro

'Los celosos' es la continuación del Ciclo de los Garren del gran autor húngaro que recupera Salamandra. WMagazín publica dos pasajes de esta novela referidos al amor y al arte de escribir. Siempre es un placer leer a Márai

Presentación WMagazín Vuelve la prosa espléndida e intemporal de Sándor Márai (Kassa, 1989, Hungría – San Diego, EE UU, 1989) en Los celosos (Salamandra), segunda parte del llamado Ciclo de los Garren, iniciado con Los rebeldes. Esta recuperación literaria cuenta la historia de una familia húngara en el periodo europeo de entreguerras del siglo XX que se reúne ante la muerte inminente del patriarca. Un encuentro que revela la verdadera naturaleza de sus miembros a través de acciones y de sus pensamientos, pero, sobre todo, de sus emociones. Es un Sándor Márai en el esplendor de su literatura, un hombre sensible a la belleza y gran escudriñador del corazón humano. Un autor con una narrativa llena de imágenes bellas e inteligentes que se abren como flores al amanecer creando pensamientos y más imágenes en el lector. Es el placer de una lectura elegante, como sucede con los clásicos.

WMagazín publica dos pasajes de Los celosos relacionados con los sentimientos y el arte de escribir. Una aproximación, quizás, a lo que pensaba este escritor húngaro sobre la literatura a través de sus personajes. Este ciclo es considerado Los Buddenbrook de la literatura húngara. Narrativa que dialoga con la poesía, y poesía hecha pensamiento durante la desintegración del imperio austrohúngaro, que dejó al país sin parte de su territorio y a una clase social, la burguesía, condenada a la extinción. Sándor Márai brilló entre los años treinta y cuarenta, pero fue ocultado por el régimen comunista de su país. Reapareció en los años noventa tras su suicidio y la caída del régimen.

He aquí el mundo de la gente a la que el presente se le escapa y donde los sentimientos están fuera del tiempo. Así lo vimos en obras como El último encuentro, La herencia de Eszter, La mujer justa, La amante de Bolzano, Confesiones de un burgués y Diarios: 1984-1989 (todos en Salamandra).

Los celosos

Sándor Márai

La carta que Péter llevaba en el bolsillo de camino a casa del hechicero había llegado por la tarde. Estaba escrita a máquina y alguien había corregido las faltas con tinta roja. Decía la baronesa: «Querido Péter, todos nos alegramos un poco de su partida. Uno siempre se alegra cuando se va alguien a quien se quiere de verdad. Fue como si la casa se aliviara. Edit ordenó una limpieza a fondo el día siguiente, y todos se pasaron el día entero fregando. Ese primer día ni siquiera se cocinó como de ordinario. Comimos a deshora, como antes de partir para emprender un viaje largo, en verano, cuando ya todas las habitaciones huelen a alcanfor, o como cuando muere alguien. Cuanto más vieja me hago (y a veces me veo tan vieja como el rey escandinavo) más cuenta me doy, con tanta mayor inquietud, de que la marcha de alguien a quien queremos es siempre un alivio. No sería correcto escribir sobre esto en mis cuentos, pero en una carta puedo hacerlo. En mis cuentos, los personajes son tan decentes que siempre se miran a los ojos, se llevan la mano al corazón y luego levantan la mirada al cielo y, en esa actitud, balbucean: “Te quiero».

Péter, en mi vejez ya nada me interesa tanto como descubrir este misterio: ¿por qué no soportamos a quienes queremos? Morimos por ellos, sí, y también vivimos por ellos, todas las horas del día y de la noche. Pero entretanto sentimos vergüenza y pudor; he aquí el mal. Durante toda mi larga vida he sentido un pudor extraño ante quienes amaba; sólo lo dejaba a un lado a veces con los desconocidos. Edit no lo comprende, ella quiere de otro modo; un poco como una estrella debe querer a otra, y tanto como el delfín debe querer al abedul; de alguna manera, su forma de querer obedece al tiempo. Ese modo de querer es algo animal para mí. Yo, ya de muy joven, aprendí a amar gracias a la literatura universal; ignoro, desde luego, si ése es el mejor método. Y con Emmanuel no se puede hablar de esto: a él, a pesar de tener principios en los que no cree en absoluto, le gusta que otros los sigan al pie de la letra. Pero eso no es raro, si se tiene en cuenta lo ocupado que está y lo amplio que es su círculo comercial… Emmanuel no conoce más cariño que el paterno y el materno, luego el amor conyugal, y un poco el extraconyugal, la aventura y el amor que se vende. Él no quiere saber nada de delfines, ni sobre la idea de que uno, en el fondo, rehúye a quienes ama. En la sede central, ustedes probablemente habrán tratado de forma extensa el problema del amor, al igual que el de los rodamientos de bolas, la música, la guerra, la bomba atómica y el riesgo de incendios, pero a mí me parece que el amor, o dicho con mayor exactitud, su contenido, el cariño, precisamente el cariño, es ese algo que no se puede tratar “a fondo”. En general, es imposible hacerlo. Yo, por ejemplo, lo quiero a usted, querido Péter, sin embargo, cuando se fue, respiré aliviada, lo que resulta impropio a mi edad. No tengo el menor derecho a respirar aliviada cuando usted se marcha. Me quedé con Edit: todo el día estuvimos alegres, sin ningún pudor. Por la tarde nos encontramos con Emmanuel; también él estaba de excelente humor. Él mismo nos contó que su avión había llegado sano y salvo a su ciudad natal, sobrevolando montañas y tempestades. De hecho, el día de su partida se desencadenó un terrible temporal sobre el continente. Seguramente usted no se había enterado; uno nunca sabe lo esencial de la situación que está viviendo. Ahora, a posteriori, se lo digo para que lo sepa. Por la noche fuimos al teatro. Edit estuvo magnífica, fue como si cantara sin abrir la boca; como si no cantase con la garganta, el pecho y los pulmones, sino con todo su ser, que es algo caprichoso. Cantaba como si en alguna parte del mundo sonara una voz y ella, Edit, la proyectara; como si fuera un tocadiscos finísimo, un aparato construido a base de fibras, glándulas y tejidos delicados y nobles que captase y transmitiera las melodías con un sonido perfecto. Ni siquiera los pájaros cantan de esa manera. Para poder conferir al canto esa vibración, esa sonoridad que le digo, es necesario haber vivido una temporada entre los hombres. Yo, a todas luces, no he vivido lo suficiente entre ellos, pues todo lo que escribo carece de esa longitud de onda. Pero esto, probablemente, le tenga a usted sin cuidado. Usted ha sido siempre muy generoso con mi literatura; ahora le puedo confiar que esa generosidad me dolía. Debe usted reconocer ahora, Péter, que he sido muy discreta y nunca lo he agobiado con mi literatura. Cuando amamos, cuando queremos de verdad a alguien, lo mínimo que podemos hacer es no leerle nuestras obras. Lo sé, carezco de pudor con mis textos, pero siempre se los he ocultado, en la medida en que me ha sido posible, desde luego, y nunca me presentaba ante usted en la desnudez de mis pruebas de imprenta. Si nosotros, los seres humanos (y en especial las mujeres) a lo largo de la vida no encontramos a la única persona a quien podríamos amar sin sentimiento de culpa, nos entregamos sin remedio a la literatura. Este sustitutivo no es perfecto, pero hay que contentarse incluso con los fragmentos. No sé qué opina usted acerca del hecho de escribir. Sin duda cree firmemente que la escritura es más fuerte que cualquier otra cosa en el mundo, más fuerte incluso que Emmanuel. Usted debe creer firmemente que los verdaderos autores (no me refiero a los “grandes”, que se hallan bajo los proyectores de las plazas públicas de la literatura, fundidos en la armadura de bronce de brillantes críticas, en el pedestal de las tiradas gigantescas, sino a los “verdaderos”, que a veces no escriben más que unas pocas líneas) reinician el mundo. ¡Qué bonito debe de ser volver a empezar el mundo! Yo nunca he hecho más que continuarlo; desde donde se me ocurría, o desde donde aparecía una oportunidad, desde ahí lo iba continuando. Luego, poco a poco, todo se fue confundiendo: la vida, el tiempo, mi sexo, la literatura, los sentimientos que me inspiraban Edit, usted y Emmanuel.

***

—¿Hechizas incluso por teléfono? —preguntó Petér, con delicadeza y cortesía. —Esto es parte del todo —replicó sencillamente Ábel, algo avergonzado—. No se puede hacer de otra manera. No saben nada, ni siquiera las cosas más sencillas; ignoran que a veces un solo verso es de gran ayuda, o incluso quedarse sentado media hora en un cuarto a oscuras. Ya veo que no lo comprendes. Naturalmente, tú que trabajas en una empresa tan grandiosa… Ya lo sé, he oído hablar de él, del celebérrimo Emmanuel. Pero hay alguien que con unos trucos tan sencillos e insignificantes arregla todo cuanto vosotros, allá arriba, en la sede central, decidís y realizáis con vuestros proyectos de gran envergadura. Tal vez la intención sea buena, no lo sé… Pero vuestra aproximación es demasiado general y no podría aplicarse en todos los casos. Durante un tiempo seguí escribiendo, en efecto —dijo, y ahora su voz se llenaba de matices cálidos, como de conferenciante, como si narrase una historia—. Cuando Ernő se suicidó, y el coronel volvió de la guerra, y nosotros llevamos a escondidas la silla de montar y la plata robada a su sitio, y tú te fuiste al extranjero y los demás huyeron de la ciudad, me quedé solo durante un tiempo. En ese momento me pareció que bastaba con que uno se dedicara a escribir, pero luego me di cuenta de que con escribir sería imposible cambiar el destino de siquiera una sola persona. Este descubrimiento me dolió mucho. Lo máximo que puede hacer la literatura es parecerse a la música, y ser algo así como la música del entendimiento, y despertar y adormecer otra vez algo en nuestro interior, algo que vosotros, en vuestras oficinas centrales, sólo sois capaces de formular toscamente, con el estilo de la correspondencia oficial. Primero era preciso crear el mundo, sí… pero luego hacían falta unos cuantos poetas que lo llenaran de sentido, de tristeza y de esa música muda y sin sonido que es la melodía de la razón. Sí, durante un tiempo escribí —repitió, como de paso, e hizo una mueca irónica con la boca—. Pero más adelante, al percibir que la letra impresa no cala tan hondo… En la Edad Media los cronistas de los monasterios a veces empuñaban la espada. Un buen día dejé la pluma y empuñé el teléfono. Era preciso salvar a la patria porque todos le eran infieles —dijo, y miró el techo; pareció descubrir en él algo curioso, con sus ojos vidriosos, bizqueando un poco—. Fue entonces cuando empecé con los hechizos —añadió con suma sencillez.
—¿También yo le fui infiel? —preguntó Péter.

  • Los celosos. Sándor Márai. Traductor: F. Oliver Brchfeld (Salamandra).

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