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El novelista francés Stendhal (arriba a la izquierda), el poeta inglés Lord Byron (derecha) y el pintor francés Toulouse-Lautrec, tres donjuanes atípicos. /WMagazín

El misterio de los donjuanes atípicos y feos: Stendhal, Byron y Toulouse-Lautrec

En tiempos en que se miran con lupa los juegos de seducción masculina, y a casi cuatro siglos de la creación del mito del Don Juan, recordamos las andanzas de tres creadores que tenían todo en contra y conquistaron a muchas mujeres

Ahora que la seducción masculina se mira bajo la lente del posible acoso y las reglas del juego de la seducción han cambiado, es posible que los donjuanes sean una especie en vías de extinción, al encajar en la llamada “masculinidad tóxica”. ¿Podremos mirar con ojos nuevos a este arquetipo? Un clásico es el hombre seductor y libertino llamado Don Juan, cuya figura se atribuye a Tirso de Molina, en la obra El burlador de Sevilla y convidado de piedra, de 1630. Por extensión, los donjuanes son hombres que despliegan su artillería conquistadora cuando identifican a una posible nueva amante; se muestran atentos, cariñosos y elocuentes. Una vez que consiguen subyugar a la mujer que suscitaba su deseo, pierden el interés y pasan a una nueva conquista. Es un personaje que ha trascendido épocas, movimientos literarios e influido en otros autores, que van del Don Juan, de Molière, pasando por Las amistades peligrosas, con el vizconde de Valmot, de Choderlos de Laclos; hasta Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, y el Don Giovanni, de Mozart.

Se dice que el triunfo en el amor está reservado a los más atractivos, pero hay tres hombres que no solo desmitificaron esta idea, sino que ganaron fama de donjuanes, aunque ninguno de ellos parecía destinado a serlo. El primero era cojo, el poeta inglés Lord Byron, de cuya muerte se cumplen doscientos años este 2024; el segundo tenía las piernas muy cortas, el pintor francés Henry de Toulouse-Lautrec; y el tercero era feo, el escritor francés Stendhal. Tres hombres que tenían muchas cosas en contra como donjuanes, pero a cuyos encantos se rindieron varias mujeres.

Don Juan Toulouse-Lautrec

El pintor francés Henry Toulouse-Lautrec. /Foto de Wikipedia

La luz del amanecer era como una señal secreta en el barrio parisino de Montmartre, en la segunda mitad del siglo XIX. Los últimos clientes de los burdeles más bohemios salían tambaleándose, borrachos, y las puertas se cerraban tras ellos con discreta rapidez. En el interior, las prostitutas comenzaban a quitarse sus trajes coloridos, las esponjadas enaguas de bailar can can, y se soltaban unas a otras los lazos de los corpiños que enjaulaban sus cuerpos.

Sin los colores estridentes de su ropa y ya sin maquillaje, las alegres mariposas de la noche se convertían en polillas opacas. Solo un hombre era testigo de aquella transformación, el único de su género autorizado a merodear por el prostíbulo a esas horas. Capturaba en sus dibujos los moños demolidos, los cuerpos libres y voluptuosos, las ojeras profundas que revelaban la falta de sueño. El pintor tenía el rostro de un niño al que parecía haberle crecido prematuramente la barba y su estatura no sobrepasaba el metro cuarenta. En las mañanas que no dedicaba al dibujo, solía sentarse a tomar el desayuno en la mesa donde las mujeres comentaban con morbosidad los pormenores de la noche anterior. A veces las seguía cuando, tras la recogida de los platos, se retiraban a sus habitaciones. Allí las esperaban las únicas caricias verdaderas que conocían, las que se prodigaban unas a otras en su auténtica intimidad. En ocasiones el pintor instalaba su caballete frente a las camas para inmortalizarlas, adormiladas y risueñas, entre sábanas
que olían al sudor acumulado de muchos hombres. Algunas mañanas aquel cuerpo pequeño y macizo se deslizaba desnudo con su tufo alcohólico en uno de esos lechos y casi siempre era acogido con cariñosa solicitud. Aquel enano de burdel era un conde inmensamente rico. Se llamaba Henri de Toulouse Lautrec (1864-1901).

El primogénito de los Lautrec-Tapié llegó al mundo en 1864, fruto de la unión de dos aristócratas de apellidos encumbrados que eran primos entre sí. Nació con picnodisostosis, un defecto congénito que hacía que sus huesos fueran muy frágiles. A los doce años se partió una pierna en un accidente y dos años más tarde se partió la otra. Los fémures fracturados nunca sanaron del todo debido a la enfermedad y las extremidades no volvieron a crecer. Su torso llegó a tener la forma y el tamaño de un adulto normal, pero aquellas piernas cortas le conferían un aspecto grotesco. La única parte de su cuerpo que era posible mirar sin retraerse eran sus ojos, unos ojos que la célebre cantante Yvette Guilbert definiría como hermosos y enormes. “Me quedé mirándolos”, dijo, “y de pronto Lautrec, que sabe que son lo único hermoso que posee, se saca el monóculo y me los ofrece abiertamente… Ahí me di cuenta de su graciosa
mano de enano, ancha y cuadrada, unida a un admirable bracito de marioneta”.

El aspecto casi grotesco del conde no le impidió saciar su voraz apetito sexual. Derrochó buena parte de su fortuna en mujeres y alcohol, y no escatimó recursos para llevar al lecho a cuantas accedieron a hacerlo por dinero, por lástima, o deslumbradas por su arte. La primera fue Suzzane Valodon, su musa y modelo, quien también posó para Renoir. Vivió con Toulouse-Lautrec un par de años y mantuvieron una relación tormentosa hasta que ella lo abandonó. Se hartó de verlo borracho, repartiendo su dinero y sus favores entre las putas de Montmartre. Otra de sus amantes fue Jane Avril, a quien llamaban la loca Jane. En su litografía más conocida aparece bailando can can con la pierna levantada y sus enaguas provocativamente expuestas, una imagen que contribuyó a difundir su fama de bailarina de tal manera que se le llegó a atribuir la invención del can can. La más famosa de sus modelos y amantes fue inmortalizada en una serie de pinturas al óleo que figuran entre las obras maestras de Toulouse-Lautrec. Se llamaba Carmen Gaudin, más conocida como Rosa la Rouge. El conde sentía una especial predilección por las pelirrojas. Decía que olían a sexo y la parte que más le gustaba olfatearles era el doblez del codo y la parte de atrás de las rodillas. Rosa se dejó oler, besar, pintar y penetrar tantas veces como él quiso. A cambio le contagió la sífilis que, sumada al alcoholismo, habría de llevarlo a la tumba con apenas 37 años.

Don Juan Stendhal

El novelista francés Stendhal. /Foto de Wikipedia

El conde no es el único donjuán feo que ha pasado a la historia, ni siquiera el único francés. Un siglo antes de que Lautrec hiciera su entrada al mundo, nació en Grenoble el varón primogénito de una familia burguesa. Sus padres le llamaron Henri Beyle y él se llamó a sí mismo Stendhal (1783-1842). Fue el autor de novelas como Rojo y Negro y La cartuja de Parma, célebres, entre otras cosas, por la fuerza de la pasión de sus personajes. La naturaleza no favoreció a Beyle ni siquiera un poco. Tenía tendencia a la gordura y, para ocultar la fealdad de su piel, se dejó crecer una barba tupida. Cuando aún no había cumplido los veinte años se unió a las filas de Napoleón y a medida que escalaba posiciones en el ejército, se convirtió en un lector voraz. Los contemporáneos de Beyle no lo consideraban un hombre talentoso sino una ofensa a la vista. Su propio tío, Romain Gagnon, le dijo: “Eres feo, pero nadie te reprochará tu fealdad porque tienes expresión. Tus amantes te dejarán”. Algunas de las palabras de aquel tío tuvieron un efecto profético porque Stendhal consiguió cautivar a varias mujeres con su narrativa apasionada, pero fueron muchas más las que lo abandonaron.

Uno de los peores desplantes lo sufrió durante un viaje de recreo que hizo a Italia en 1811. Su cita era con Ángela Pietragua, una mujer casada que había sido su amante diez años atrás. El reencuentro no estuvo libre de quejas, veleidades de celos y discusiones que él describiría en su diario. Cada cita era una aventura que los obligaba a disfrazarse antes de salir de sus respectivas casas y cambiar varias veces de carruaje hasta que al fin llegaban a su refugio, donde disfrutaban de unas horas de placer. Pese a la tensión y a la logística endemoniada que requerían aquellos encuentros, Beyle los procuraba con ansiedad. En cambio ella los cancelaba con frecuencia con el pretexto de que la asediaba su marido celoso. La relación terminó con un final digno de una obra de Stendhal: la criada cómplice, acaso compadecida de la creciente frustración de aquel enamorado, le confesó que Pietragua cancelaba las citas para evitar que se encontrara con otros amantes. Lo llevó en secreto a la casa donde ella iba a encontrarse con uno de ellos y dejó que Beyle se inclinara para mirar por el ojo de la cerradura. No pudo reprimir una gran carcajada al ver a su amada desnudarse ante su rival y se despidió sin oír sus disculpas. Experiencias como aquella lo convirtieron en un seductor implacable, cuya fama superaba con mucho el verdadero alcance de sus conquistas. Fueron ridículamente modestas para un verdadero donjuán, pero, ciertamente, exageradas para un hombre feo, tímido, fofo y, casi siempre, al borde de la miseria. A veces, su asedio guerrero culminaba en victorias eróticas que describía en sus cuadernos con el rigor de quien hace un inventario. Por ejemplo, escribió sobre Alexandrine Darú: “Todo concluyó en seis minutos… y fue mía un año entero seis veces por semana”.

Stendhal había cumplido más de cincuenta años la tarde en que, con ánimo reflexivo, recorrió el camino alrededor del lago de Albano, en Italia. Entonces descubrió —o por lo menos así consta en sus escritos—, que su vida podía resumirse en los nombres de unas cuantas mujeres y los dibujó en la arena con la ayuda de su bastón: Virginia (Kubly), Ángela (Pietragua), Adela (Rebuffel), Melania (Guilbert)… Y así hasta completar una docena (que no incluye a Alexandrine). Dice de ellas, “estas encantadoras criaturas no me honraron con sus bondades, pero han ocupado, literalmente, toda mi vida. Después de ellas, mis obras”. En otro lugar declararía que el amor fue siempre el más grande de sus negocios o, más bien, el único. Su epitafio en el cementerio parisino de Montmartre reza: “Henri Beyle. Milanés. Escribió, amó, vivió». Murió el 23 de marzo de 1842, a los 59 años.

Don Juan Byron

El poeta inglés Lord Byron. /Foto de Wikipedia

También se jactó de amar, y mucho, un inglés contemporáneo de Beyle, autor de frases como: “He sido un mártir de las mujeres, toda mi vida ha estado sacrificada a ellas”. A primera vista, aquel demonio parecía favorecido por la naturaleza. George Gordon Byron (1788-1824) medía un metro con setenta y cinco, sus ojos eran grises y expresivos, su cabello rubio y ondulado. Los labios finos se contraían con un leve rictus, como de perpetuo desdén. Pero luchó toda su vida contra la obesidad y le acomplejaba su cojera. Nació con un pie deforme que le hizo sufrir hasta extremos indecibles. Aquella malformación física lo obsesionó hasta tal punto que solo la vieron los médicos que lo trataron. De alguna manera se las arregló para ocultarla a su fiel criado, Fletcher, y a los cientos de mujeres que compartieron su lecho.

Byron y Stendhal se conocieron en Italia y la impresión que se causaron mutuamente fue favorable —el inglés jamás ocultó sus simpatías por la Revolución francesa y por Napoleón—, pero no llegaron a convertirse en amigos. Lord Byron era hijo de una familia aristocrática venida a menos y se había exiliado en Venecia tras un escándalo que lo llevó a separarse de su esposa, Anna Isabella Milbanke. Incluso antes de casarse con ella, su talento y su carisma lo habían hecho famoso y lo elevaron a la categoría de símbolo romántico. Sin embargo, su vida licenciosa y las acusaciones de sodomía lo convirtieron en el blanco de las críticas de la conservadora sociedad inglesa. A pocas personas sorprendió que Lady Byron abandonara a un hombre que en su noche de bodas le había dicho: “Te arrepentirás de haberte casado con el diablo”. Pero el verdadero detonante de la ruptura fue que Anna Isabella Milbanke descubrió que Lord Byron había tenido relaciones sexuales incestuosas con su media hermana, Augusta Leigh, y se encargó de hacérselo saber al mundo. La presión social hizo que el poeta abandonara Inglaterra para siempre. El exilio en Venecia fue una verdadera liberación sexual para él. “A decir verdad, aquí todo el mundo es pícaro”, escribiría a su hermana Augusta en diciembre de 1816, “hasta el punto de que nadie considera que una dama ha transgredido la modestia del matrimonio si solo tiene un amante, ya que esto es lo habitual. Algunas tienen dos, tres, y así sucesivamente hasta veinte. Luego dejan de contar”. Lord Byron tomó como primera amante a una veneciana casada, Mariana Segati, y cuando rompió con ella, la reemplazó por una docena. Luego desfilaron por su cama muchas más: “Algunas eran condesas y algunas esposas de zapateros, algunas nobles, algunas de medio pelo, algunas de baja condición y todas putas”. Al cabo de dos años había sometido su cuerpo a tales abusos de sexo y alcohol, que comenzaron a peligrar su salud y sus arcas. Los ahorros traídos desde Inglaterra menguaban y sus únicos ingresos eran los derivados de la publicación de sus obras. A su casa llegaban cartas llenas de buenos consejos, pero entonces respondía a sus amigos cosas por el estilo de “lo que gano con el cerebro me lo gasto con los cojones y así será mientras me quede un penique o un testículo”. A su amigo James Webster le confesó: «en dos años he tenido muchas mujeres, creo que al menos doscientas de uno u otro tipo, quizás más, porque últimamente ya no llevo la cuenta”.

Con todo, su activa vida sexual le dejaba tiempo para escribir y en esos años produjo una de sus obras más estudiadas, los dos primeros cantos de Don Juan (Stendhal siempre prefirió la figura y los textos de Casanova), de 1819, donde dio la vuelta al mito al no presentarlo como un seductor, sino como un hombre seducido por las mujeres. Para evitar las críticas más ácidas de sus enemigos ingleses, el editor de Byron, John Murray, publicó Don Juan en Londres como si fuera anónimo; pero el poeta tuvo que reconocer su autoría cuando se enteró de que otros se hacían pasar como sus verdaderos creadores e, incluso, fueron publicadas varias versiones del “tercer canto”. Indignado, Byron escribía a sus amigos londinenses para desenmascarar a los impostores y argumentaba que para pintar pasiones fuertes era preciso haberlas probado. “El Don Juan no podría haberlo escrito alguien que no hubiera utilizado su herramienta en una diligencia, en un coche de punto, en una góndola, contra una pared, en una carroza, en un birlocho, en una mesa o debajo…”.

De esa vida disoluta lo sacó de golpe el amor de una mujer casada, la Condesa Teresa Guiccioli. Byron dejó a sus amantes y cambió su vida sedentaria por un nomadismo que dictaban sobre todo los itinerarios de ella y los vaivenes de las guerras. Así pasó varios meses tras los pasos de la Guiccioli y su marido, entre Venecia, Ravena y otras ciudades italianas. Al final, Teresa se separó de su esposo y se fue a vivir con Lord Byron en una propiedad de la familia de ella. Pero el espíritu de aventura tocó de nuevo a las puertas del corazón del poeta. En su correspondencia consta que hizo planes para embarcarse a
Sudamérica y luchar con las tropas de Simón Bolívar (otro donjuán de baja estatura), pero finalmente se embarcó rumbo a Grecia en 1824 para luchar contra la ocupación turca. Allí contrajo la malaria y murió a los 36 años, cumpliendo así la supuesta maldición que caía sobre los amados de los dioses que, según los clásicos griegos, “siempre mueren jóvenes”.

Hay hombres que a simple vista no parecen dotados para la seducción, pero de ellos emana una energía especial, una fuerza irresistible. Es posible que ciertas mujeres presientan en ellos una especie de sabiduría erótica. Son hombres que se deslumbran ante un cuerpo desnudo y, si se les brinda la oportunidad, muy seguramente sabrán dónde acariciar y cómo y por cuánto tiempo, recorrerán el camino más oscuro e íntimo, ese que los hombres bellos y seguros no transitan jamás. Los donjuanes feos besarán con lengua y dientes, acariciarán con una ternura infinita y darán placer, pero no con la actitud de quien hace un favor, sino con la alegría de quien recibe acceso a un mundo misterioso y sagrado. Explorarán con pasión la piel hasta adueñarse de cada uno de sus humores, hasta comprenderla
como si fuera la propia y, sobre todo, se entregarán a fondo, sin guardarse nada para sí mismos. Pueden desarrollar un verdadero talento para intuir el amor y vivirlo con intensidad e ímpetu.

La moraleja, también, podría ser que hay un tipo de hombre cuya única razón de ser es dejarse encandilar por los misterios de las mujeres, hombres parecidos a esos textos escritos con tinta invisible que sólo pueden ser leídos bajo cierto tipo de luz. Son como llaves que penetran la cerradura del universo femenino y lo abren para los otros de su género. Puede que, sin saberlo, sean ellos los elegidos, porque tal como dijo Ortega y Gasset: “Un donjuán no es el hombre que hace el amor a las mujeres, sino aquel a quien las mujeres hacen el amor”.

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Margarita Borrero
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