El thriller del verano que despierta secretos en el lector: ‘El deseo de los accidentes’
¿Qué consecuencias tiene satisfacer nuestros deseos más íntimos? Rafael Caunedo ha creado una historia donde víctimas y culpables se confunden. WMagazín publica un pasaje de la novela
Presentación WMagazín ¿Qué consecuencias tiene en nuestra vida satisfacer nuestros deseos más íntimos? ¿Sobre todo aquellos que no nos atrevemos a confesar y que pueden ser motivo de delito? Estas preguntas sobrevuelan todo el tiempo el thriller psicológico del verano donde víctimas y culpables se confunden en El deseo de los accidentes, de Rafael Caunedo, en editorial Destino.
WMagazín publica un pasaje de esta novela psicológica que recuerda las historias de la serie de televisión Alfred Hitchcock Presenta no solo en la tensión narrativa de la aparente serenidad que poco a poco envuelve unas vidas sobre las que se cierne un acontecimiento que parece inminente.
El argumento de El deseo de los accidentes es sencillo: un matrimonio, ella policía antidisturbios y él profesor de Historia de un instituto, no está en su mejor momento. Ella vuelve al trabajo tras la baja maternal y un suceso tuerce el destino; mientras él escribe un libro. La editorial describe El deseo de los accidentes como «un thriller psicológico con tintes de domestic noir que nos habla sobre el lado más oscuro del matrimonio, los conflictos de la maternidad, las consecuencias de seguir nuestros instintos y la obsesión por la búsqueda de la verdad».
Rafael Caunedo (Madrid, 1966) es autor de las novelas Plan B (2009, Premio Atlantis Isla de las letras), Helmut (2011), Se acabó (2014) y Lo que ella diga (2017). Con El deseo de los accidentes ha vivido un cambio:
«Los temas que más me gustan y que más sugerentes me resultan los aportan las personas normales, sin buscar excentricidades. Es el trato psicológico lo que siempre me ha atraído como escritor y como lector. El cambio que, de manera intencionada, he querido dar con esta novela no gira en torno a la temática, sino a la estructura y el ritmo. He buscado que el lector se meta en la historia con mayor rapidez y con más intensidad. Se trata de un argumento que genera interés por sí mismo, pero yo lo aumento provocando cierta sensación de adicción en el lector. La cercanía de los personajes, su humanidad -para lo bueno y para lo malo-, la empatía o el rechazo que provocan, los ambientes reconocibles, las atmósferas trabajadas, la agilidad de los diálogos, el ritmo de los capítulos, la visualidad y, sobre todo, esa sensación cinematográfica que siempre intento trasladar. Yo pienso en cine cuando escribo, y eso se nota».
El detonante o el primer soplo de inspiración de El deseo de los accidentes surgió en el momento más inesperado:
«Cualquier historia de ficción siempre empieza por una pregunta. La mía me surgió cuando vi a una mujer antidisturbios que salía de una furgoneta de la policía, volviendo del trabajo junto a sus compañeros. Todo el mundo sabe en qué consiste la jornada laboral de un antidisturbios. Pues bien, me quedé mirando a esa chica policía ataviada con todo tipo de protectores, y pensé: ¿llegará a casa ahora y le contará un cuento a su hijo antes de acostarle? ¿Podrá olvidar lo que acaba de hacer unas horas atrás? Después, una pregunta lleva a otra, y así decidí que ese perfil me resultaba interesante para trabajar sobre él: una mujer antidisturbios que vuelve a trabajar tras su baja maternal. Luego, con la libertad creativa que me da la ficción, la metí en problemas y nació El deseo de los accidentes».
Te dejamos con un pasaje clave de El deseo de los accidentes:
'El deseo de los sueños'
Rafael Caunedo
Habían decidido posponer el tema «Eva Benjamín» por unos días. Blanca le había prometido no hacer nada sin consultárselo antes. Todo se habla, le había dicho él, pero a veces es mejor callar. Después de varias conversaciones, habían llegado al acuerdo de dejar pasar un tiempo, aguardar a que el caso se enfriara en los medios, y actuar después en consecuencia. Para Alberto lo lógico era dar un paso atrás, guarecerse en el anonimato y no complicarse. El arte de la discreción como filosofía de vida. Pero Blanca no lo tenía tan claro. A pesar de ello accedió a esperar, aunque presagiaba la etapa tan incómoda que se avecinaba, llena de dudas, accesos de rabia, frustración y unas ganas terribles de hablar con Eva y justificarse ante ella.
Fueron días grises, tristes, insomnes y distantes, entrampados en la confusión. La convivencia era forzada y apenas existía comunicación. Dos ratones buscando cada uno su propia salida del laberinto. Y Edurne no ayudaba despertándose a las dos y a las cinco, como un reloj. Blanca hundida en su depresión. Alberto buscando una vía de escape.
Y Sorrentino vino en su ayuda.
No fue una decisión rápida. Le costó tomarla. La inseguridad y las dudas formaron una combinación que le paralizaba. De poder hacerlo, hubiera detenido el tiempo para no precipitarse, aunque sabía que, por más plazo que tuviera, su indecisión no disminuiría. Quería retrasar el momento en que se enfrentara a su mujer para decírselo. «¿O tal vez sea mejor mentirle?».
Alberto y Blanca eran de ese tipo de parejas que suelen hacerlo todo juntos, como si el matrimonio llevara inherente la obligación de compartir todo lo que no tuviera que ver con el trabajo. Absolutamente todo. Por eso, cuando Alberto decidió aceptar la propuesta de Kate para acompañarla al estreno de la última película de Sorrentino, se sintió culpable, y eso es algo que escuece mucho a quien siempre ha tenido limpia la conciencia. Al principio desechó incluso la idea de valorar la invitación al considerarla inviable, pero, en vista del escaso ánimo de su mujer y lo exultante que se sentía él, decidió aceptar.
—¿Cuándo decías que era eso del estreno? —le preguntó a Kate mientras comían en el colegio.
—¿Vas a venir? —contestó ella abriendo los ojos con alegría.
—¿Ya no quieres que vaya?
—Que sí, stupid, solo que pensé que no ibas a poder.
A Alberto le gustaba el acento irlandés de Kate. Le gustaba hasta cuando lo usaba para insultarlo. Sus dos trencitas enrolladas en mínimos moños detrás de las orejas, la irregular perfección de sus dientes al sonreír, la tez pálida heredada de una genética sin sol y esa fuerza en sus ojos…, todo en ella le iba poseyendo.
—Pues ya ves que sí —dijo Alberto, entregado y rendido a la evidencia.
Quiso aparentar más seguridad de la que tenía. Confirmó a Kate su asistencia al estreno mientras masticaba indiferente un par de judías verdes, aunque en verdad su estómago se removía de puro nervio. Dio un par de vueltas con el tenedor en el aire para dar soltura a sus palabras y remató la frase con una sonrisa. Kate le miró los labios como quien mira algo deseable. La expresión cambia.
Quien piensa en sexo mientras le hacen una foto siempre sale bien.
Desde que se casó, jamás había disfrutado de su ocio sin Blanca. «¿Qué puede pasar?» A la pregunta se contestó con varias posibilidades, algunas de las cuales le preocupaban. Tendría que saber gestionar las emociones si quería que aquello no se le fuera de las manos.
No le gustaba mentir a Blanca. No solía —ni sabía— hacerlo, al menos en asuntos mayores. Mentiras piadosas a lo sumo, de esas con las que se da un sí a una consulta sin apenas haberla oído. Aquel día buscó el refugio del sueño como aliado para huir de posibles preguntas. Aprovechó el cansancio de su mujer para decírselo.
Alberto simulaba leer en la cama mientras ella terminaba en el baño. 11.33 de la noche. Miércoles. Blanca no leía entre semana; acababa tan agotada después de toda una jornada de trabajo que pasaba al sueño profundo con solo apagar la luz de su mesilla. Aunque se encontraba de baja, sin saber por qué, estaba igual de cansada. Exhausta. Alberto miraba el libro que tenía apoyado en el pecho. Veía las letras, las manchas de tinta, pero no las leía. Pensaba en cómo se lo tomaría su mujer. Cuando Blanca salió del baño y destapó su lado de la cama, Alberto estuvo a punto de abortar la misión y dejarla para cuando estuviera mejor preparado, más concienciado. O para cuando se sintiera menos culpable. Blanca se sentó en la cama, le dio la espalda unos segundos, apagó su lámpara y luego se tumbó con un suspiro quejumbroso.
Ahora o nunca.
—Ah, Blanca —dijo sin apartar la mirada del libro—, mañana voy a ir al cine. Un amigo me ha invitado al estreno de la última de Sorrentino.
Se giró y la miró forzando el gesto. Solo era una mentira a medias.
—¿Un amigo? —Tres segundos—. ¿Qué amigo?
—Uno de los nuevos profesores, el de gimnasia.
Por lo visto se las ha pasado un conocido suyo que es periodista. Un día hablamos de Sorrentino y resultóque también es fan. Ya sabes lo que me gusta Sorrentino.
Blanca lo sabía. Se lo había dicho mil veces. «Sí, es muy bueno, jodidamente genial. Lo sé, lo sé.»
—¿Y no puedo ir yo?
—Creo que son entradas muy solicitadas. Tres segundos. La nuez subiendo y bajando por el cuello.
—Ah.
Y se calló. Otro día se hubiera dormido inmediatamente. Aquel no. No era celosa, ni suspicaz, pero aquella novedad en el comportamiento de Alberto la desveló, al menos durante cinco minutos. Ese fue el tiempo que mereció el análisis de la situación. Era tal su cansancio que la mente no le daba para elucubraciones.
Alberto mantuvo el libro cerrado. Blanca le daba la espalda. Se fijó en un pequeño punto rojo al lado del omóplato derecho. Centró en él la mirada. Treinta segundos solo. El hombro musculado de su mujer brillaba. Lo besó creyendo que ella dormía. Sabía ligeramente salada. Después apagó la luz y se colocó mirando hacia el otro lado. Ambos, sin saberlo, aprovecharon la oscuridad para abrir los ojos y buscar respuestas.
O hacerse nuevas preguntas.
- El deseo de los accidentes. Rafael Caunedo (Destino).
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