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La escritora mexicana Elena Garro con su gato Conradino, en su casa de Las Lomas, Ciudad de México, 1964./ Foto de Kati Horna – Cortesía editorial Espinas

Elena Garro exploró en ‘Inés’ la maldad y se adelantó a su tiempo en estilo y fusión de vida, realidades, ficción y denuncia de maltratos

La escritora mexicana consolida su lugar de prestigo en la literatura en español del siglo XX y del boom latinoamericano. En España, editorial Espinas, publica la novela autobiográfica de su travesía por el infierno en su matrimonio con Octavio Paz. WMagazín publica un pasaje del libro que muestra su maestría literaria

Presentación WMagazín La escritora, dramaturga, periodista y guionista mexicana Elena Garro (Puebla, 1916-Cuernavaca, 1998) obtiene, poco a poco, el sitio destacado que le corresponde en la literatura latinoamericana del siglo XX, tanto en la crítica especializada como en la memoria colectiva universal. Y la edición en España de su novela Inés, de 1995, bajo el sello de Espinas, es una prueba de sus ideas y maestría narrativas. La vida real como una travesía hacia una pesadilla de dolor y crueldad infligidas por el ser que amas y en quien confías, en una prosa donde confluyen diversas realidades y denuncias.

Elena Garro es considerada una de las pioneras del realismo mágico por novelas como Los recuerdos del porvenir (1963) y en Inés da un paso más allá. Se adelantó a su tiempo no solo en el estilo del realismo mágico, pues Inés data de un boceto de comienzos de los años sesenta, un periodo crucial en su vida personal y germinador en lo profesional tras su divorcio del Nobel mexicano Octavio Paz, sino también de la fusión de autobiografía y ficción para contar el maltrato que vive una mujer por parte de los hombres y de la sociedad.

Su obra, e Inés, en concreto, es un punto donde confluyen líneas temporales de diversas realidades: la real, la soñada, la imaginada, la surrealista, la impuesta por otros y la de los miedos reales, sociales y atávicos. Todas ellas se mezclan y crean una nueva realidad con una prosa natural, de notario o testigo, que no se enreda en adornos; es una voz clara, segura, temblorosa, serena o emocionada, según el momento, dentro de una realidad irreal, de pesadilla, por momentos.

La novela narra la situación de maltrato de una mujer en diferentes ámbitos. Inés, según describe la editorial Espinas, es “una joven española víctima de un grupo de intelectuales y artistas que la someten a un mundo de crueldad y abusos. Como en un juego de espejos, Garro teje la historia de Inés con su propia experiencia personal, incluyendo referencias directas a su vida junto a Octavio Paz y a la violencia que tanto ella como su hija Helena padecieron”. La novela muestra la travesía infernal que vive esa mujer “a partir de la cual traza un retrato desgarrador de la misoginia y la desigualdad que dominan la sociedad. Además, la novela sirve también para ajustar las cuentas con su marido. En Inés, Elena Garro explora la maldad como un eje central. Inspirada en hechos reales ocurridos en París entre 1959 y 1962”.

En la novela están algunos de los temas con los que solía abordar e inquietar a la sociedad de la época como esa misma denuncia pública de maltratos y violaciones de diferente índole a la mujer, para cuestionar el modelo heteronormativo, reclamar la libertad femenina y, en general, abogar por la presencia de la mujer en diferentes esferas.

Elena Garro afrontó diferentes obstáculos en su vida que eclipsaron su carrera literaria: desde los sentimentales con Octavio Paz, con quien se casó muy joven viviendo bajo su sombra hasta 1959, e incluso esa misma sombra se habría prolongado más allá del divorcio; hasta los sociales, porque muchos intelectuales y medios de comunicación mexicanos, después de la tragedia de la noche de Tlatelolco, en 1968, cuando ella acusó a cierta élite de azuzar lo ocurrido, le dieron la espalda durante dos décadas, justo los años en que afloró y se reconoció el llamado boom latinoamericano. Tras aquellas declaraciones del 68 la escritora se autoexilió en Estados Unidos. Cuando volvió a México, en los años ochenta, el panorama era otro.

El origen de Inés, recuerda Patricia Rosas Lopátegui, en su introducción, procede de las experiencias de la escritora entre 1959 y 1962, cuando vivía con su hija Helena —conocida en el ámbito familiar como la Chata— en la capital francesa. “En la trama del relato interrelaciona la victimización de Inés, a quien conoció en París, con sus vivencias en torno a Octavio Paz. En la novela aparecen algunos sucesos que Garro registró en uno de sus diarios:

7 de junio de 1960

(…) No tengo un centavo en todo el mundo. Es difícil el suicidio; lo he pensado y resulta complicado. Tal vez pastillas. Octavio es un perro rabioso: pateó a la Chata. Luego me llamó para anunciarme: «Tu hija es insoportable». Me cité con ella en el Relais Plaza. Lloraba mucho. Chata vino con Silvana, que está escandalizada de las golpizas de Octavio. No tengo con qué pagar el hotel. No hay nadie en el mundo. No puedo dormir, pensar, hacer nada. Fui a la embajada: o le piden perdón las criadas a la Chata o se va a la calle conmigo. Escena horrible”.

Es así como, añade la editorial, “el relato sigue a Inés, una joven inocente que pronto se verá atrapada en un círculo de rituales crueles y violencia despiadada. Secuestrada por unas figuras siniestras que la obligarán a bajar a los rincones más oscuros del mundo real y simbólico, donde el sufrimiento no tiene propósito más allá del placer de quienes lo infligen. En este universo de horror y degeneración, la autora muestra un realismo turbio e implacable y no solo denuncia el machismo, sino también las estructuras de clase que oprimen a los más vulnerables”.

A continuación un pasaje de Inés, de Elena Garro:

Inés

Por Elena Garro

Ilustración de Jana Domínguez, para la portada de la novela ‘Inés’, de Elena Garro (Espinas). /WMagazín

Una noche la casa empezó a destruirse sola. ¡Tenía que suceder! Caían los muebles rotos, caían blasfemias, se sacudían las paredes, el piso se estremecía antes de hundirse. La voz del Demonio la llamaba a gritos: «¡Inés…! ¡Inés…!». Ella no se movió. Sabía que alguna vez la casa terminaría así: ¡Suicidada! Era tiempo de que se cortara el cuello, después de tanta blasfemia. Se echó a reír a carcajadas. Los techos caerían abajo en unos instantes. De pronto cayó sobre ella un bulto gordo y pesado, era Gina.

—¡Inés! ¡Me mata!

Recordó la mano justiciera de Dios y le pareció natural que la casa volara dinamitada por ella.

—¡Puta! ¡Dame esas acciones! —ahora era la voz del señor Javier que deseaba hacer desaparecer las acciones cometidas en esa casa por él y por La Loba. Una carcajada estridente coreó la reclamación.

—¡Se las di a Torrejón, a Torrejón, a Torrejón!

—y las carcajadas continuaron.

Alguien entró a la cocina y revolvió los cuchillos. Inés vio que era Gina, que había salido de su cuartucho y que volvía hacia ella armada de un cuchillo enorme. Le urgió en voz baja.

—Inés, Inés, ¡ayúdame a matarlo!

La doncella miró a la señora Gina que llevaba los cabellos revueltos y la mirada sanguinolenta.

—¿A quién? —preguntó en un susurro.

—A él, a Javier. ¡Me odia! ¡Odia a Torrejón!

—Deme el cuchillo a mí —le dijo con suavidad, y se lo quitó de la mano.

—¡Hay que matarlo! —urgió Gina.

—¡No matarás! —contestó Inés, y retrocedió hasta el umbral de la puerta de su cuartucho.

Afuera continuaba el estrépito de muebles rotos, de blasfemias, de pasos pesados y de rugidos. La casa se estremecía. Inés se sentó en la orilla de su catre, estaba muy cansada y la tormenta que se abatía sobre el salón la aturdía. Aturdida, recordó que no había olvidado el mandamiento: «No matarás», y tal vez esa frase terrible le produjo aquella enorme fatiga. Gina se sentó junto a ella y la abrazó.

—¡Ayúdame Inés! ¡Quiere matarme! —le susurró Gina al oído.

—¿Dónde está Dios? —preguntó Inés.

—¡No seas coñona! ¡Hay que matar a este! ¡Ayúdame! —le suplicó Gina en voz muy baja. Estaba temblorosa.

Entró Javier desnudo, con los cabellos blancos en desorden, la cara enrojecida por la ira y con un cubo de basura en la mano.

—¡Basura! ¡Basura! —gritó mientras vertía sobre ambas comida podrida, excrementos, latas vacías, materias descompuestas y papeles usados. Javier volvió a salir como un endemoniado, para volver con más basura que arrojó sobre ellas, al tiempo que repetía:

—¡Basura! ¡Basura!

Inés permaneció quieta, con el rostro cubierto por desperdicios pestilentes. Gina, tumbada sobre la cama, temblaba bajo la porquería acumulada sobre ella. Javier entró varias veces, después dejó de blasfemar y abandonó el cuartucho. Ambas permanecieron inmóviles, mirando la ventanita alta y enrejada por la que empezaba a filtrarse la luz débil de la mañana. Febril, Gina buscó el cuchillo entre la basura.

—¡Ayúdame a matarlo, Inés! —le volvió a suplicar.

Inés no se movió, el cuchillo estaba bajo su espalda. Seguramente el señor Javier, al golpearla, la hizo caer de espaldas. Vio de pie a la señora Gina, tenía la ropa desgarrada, los ojos desorbitados y se mordía los labios con furor. La vio salir y decidió seguirla. La encontró frente al señor Javier, que continuaba desnudo y con los cabellos erizados, buscando algo detrás de las fotografías, a las que luego estrellaba en el suelo para revisar dentro de los cartones que mantenían el cuadro.

Arrancó de la pared la fotografía mayor de la vieja desnuda con el sexo encadenado, la vieja parecida a Almeida, y la arrojó con violencia. Las astillas saltaron en todas direcciones, pero tampoco ahí encontró lo que buscaba. Al quitar la foto, dejó al descubierto un hueco hecho en la pared en donde se escondía un teléfono. Javier marcó un número:

—¡Jesús, venga ahora mismo por mí! —ordenó con voz descompuesta.

El nombre de Jesús produjó un calorcito en el pecho de Inés, que ya no escuchó cuando el señor le daba la dirección a su primo. «Jesús, es Jesús, es Jesús…», se repitió sintiendo que también le subía una tibieza a los ojos casi de lágrimas.

—¿Te vas? —rugió Gina con ojos desorbitados.

—Sí, me voy. A ver quién te compra ahora las joyas, las cremas, los trajes. ¡Vieja! ¡Estás muy vieja! Mírate con las tetas colgantes. Te mantienes a fuerza de tratamientos de belleza, a ver quién te los paga ahora —y se echó a reír satisfecho, mientras que Gina sorprendida se contemplaba los pechos, iguales a dos globos vacíos.

—La señorita Irene… —dijo Inés con voz sonámbula.

—Está con su madre —le contestó el señor Javier con voz reposada.

Gina, con el cabello revuelto, lo miraba sombría. Necesitaba los papeles que Javier guardaba en la mano. La casa estaba convertida en escombros: las sillas rotas, el buzón rojo hecho astillas, la cortina desgarrada, los objetos destrozados, solo el caballito naranja permanecía intacto, contemplando con sus ojos de vidrio aquellas ruinas.

—¡Esto no va a quedar así! ¡Morirá alguien! —afirmó Gina dando un paso adelante.

***

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