Ernest Hemingway, la maestría del narrador que capturó el rumor de la vida
Se cumplen 60 años de la muerte de uno de los grandes escritores del siglo XX, autor de 'Adiós a las armas', 'Por quién doblan las campanas' y 'El viejo y el mar'. Su influencia se extiende a escritores y periodistas
Los rumores de la vida. En las novelas y cuentos de Ernest Hemingway siempre hay un rumor de vida, el rumor de las pisadas en busca de algo, de la guerra, del goce, de voces, de gritos, del amor y del desamor, de la espera, de la duda, de la aventura y, claro, el rumor de la muerte.
Tras quitarse la vida en su casa de Ketchum, Idaho, el 2 de julio de 1961, había nacido el 21 de julio de 1899, dejó un gran legado literario con historias en las que se siente el palpitar de la existencia como uno de sus mejores cronistas, que, además, participó en las dos guerras mundiales y en la Guerra Civil española. Vivió entre las puertas del infierno y las del paraíso, pues tenía su lado más hedonista con juergas y actividades de placer y pasatiempos ruidosas.
La influencia de su escritura alcanzó tanto a escritores como a periodistas. Desde sus imitadas frases cortas y contundentes hasta esa idea que potenció de insinuar más que mostrar. Indicar que más allá de lo expresado se esconde y espera otro mundo. Más vida, y que lo que se ve o él cuenta es solo una pequeña parte. Ese es el rumor de la propia vida.
Ernest Hemingway supo narrar la manera en que los pliegues de las emociones surgen y ondulan sin que las personas se den cuenta. Tristezas, alegrías, melancolías, enfados e ilusiones se abren paso en sus historias y suelen mostrar al héroe que duerme en cada uno. Sus obras ponen en duda el concepto de eso mismo llamado heroicidad porque entre lo que muestra y lo subterráneo emerge la duda sobre qué es en realidad la derrota, qué es la victoria. Quizás como su propia existencia de lo que muchos consideran sobreactuación masculina que lidiaba con demonios interiores, como los rumores sobre su inseguridad sexual. “Esa fue una parte que lo destruyó al final de su vida”, ha señalado su biógrafa Mary V. Dearborn.
Hace cien años, en la década de los años veinte del siglo XX, entró en la literatura. Empezó con los cuentos Tres relatos y diez poemas en 1923 y En nuestro tiempo, en 1925. Al año siguiente publicó las novelas Aguas primaverales y su primer gran éxito: Fiesta. En 1929 llegó su confirmación como narrador con la novela con Adiós a las armas. En 1937 Tener y no tener y en 1940 Por quién doblan las campanas. Tras la Segunda Guerra Mundial, en 1950, publicó Al otro lado del río y entre los árboles. Luego, en 1952, su obra maestra El viejo y el mar. Y dos años más tarde, en 1954, le concedieron el Premio Nobel de Literatura.
Pero Ernest Hemingway siguió escribiendo, siguió retando su propio mundo interior para transfigurarlo en literatura. Así surgió su relato Las nieves del Kilimanjaro aparecida en el mismo año de su muerte (1961). Y dejó unas cuantas obras póstumas.
Bordear el abismo
Sabía de lo que escribía: en su juventud estuvo en la Primera Guerra Mundial en Italia como conductor de ambulancias donde fue herido, se acercó a la Guerra Civil española a mediados de los años treinta, en la Segunda Guerra Mundial vio el desembarco de Normandía, con un grupo de milicianos estuvo en la liberación de París; sobrevivió a varios accidentes entre ellos a dos aéreos durante sus famosos safaris por África. Este bordear el abismo lo alternó con una vida en busca de goce y placer, desde su relación con grandes artistas como Picasso en París y sus famosas visitas a los Sanfermines de Pamplona (España), sus juergas en Madrid, su romance con Ava Gardner y hasta fue testigo de la revolución cubana.
Hemingway vivió zigzagueando el abismo. Creía que buscaba, pero en realidad huía. Y de ese trayecto surgió su legado literario. “Asomándose al abismo como un adolescente feliz e inconsciente que quiere saber qué hay al fondo del desfiladero. Qué se siente en los lindes de la vida y la muerte. Desafiar. Sobrevivir. Una especie de amor-decepción-desencanto por todo”, escribí en El País.
“El mayor problema de Hemingway es Hemingway. Esa mezcla de whisky y testosterona que le abrió tantas puertas durante su vida resulta ahora una máscara risible, una máscara cándida, tediosa; un ruido que se superpone a su escritura y la distorsiona hasta convertirla en un momento remoto del pasado”, escribe Juan Carlos Méndez Guédez en WMagazín a propósito de su libro Al otro lado del río y entre los árboles.
La paradoja, añade el escritor venezolano, «es que para salvarnos de Hemingway lo mejor es leer a Hemingway. Virtuosismo absoluto en el género del cuento, donde sus elipsis, su economía verbal y su laconismo, construyeron verdaderas piezas de genial sugerencia y resonancia. Vértigo humano, profundidad y brillante uso del diálogo en varias de sus novelas, como es el caso de Al otro lado del río y entre los árboles, una de las piezas narrativas más desconocidas del autor estadounidense”.
Hemingway fue un amante de España. Llegó a ella a través de los toros. Lo hizo por primera vez en 1923, como corresponsal del Toronto Star, para cubrir los Sanfermines. Luego volvería varias veces. Su novela Fiesta surge de ahí. Y Por quién doblan las campanas procede de la Guerra Civil. Hemingway cubrió el conflicto como corresponsal de periódico North American Newspaper Alliance. Estuvo del bando republicano y fue testigo de varias batallas entre ellas la del Ebro.
Su gran legado
El viejo y el mar, su obra más leída, es una novela corta con la que dio un golpe de mano sobre la mesa cuando muchos lo creían derrotado. “Es un Hemingway representando a los ojos de todo el mundo a uno de sus propios personajes aventureros, atractivos, valientes, osados repleto de eso que llaman ‘ganas de comerse al mundo’ y luego él mismo labrándose su decadencia. Emboscado en su propia nostalgia y sentimientos contradictorios. Pero El viejo y el mar lo rescató del fondo de todo aquello y lo elevó a una categoría universal, fue entonces cuando todos los mitos, tópicos y simbolismo que se pueden decir lo rodearon”.
La historia del pescador Santiago es el resumen y la esencia de todo lo que escribió anteriormente y de lo que parecía su concepción más noble de la vida. «Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado», dice el pescador en mitad de esa lucha con su presa en el Caribe. Lleva 84 días sin pescar y después de dos días y medio de luchar en su pequeña barca con un gran pez los tiburones le devoran la presa. Una derrota que le da una victoria más importante: la moral y la ética, la de la dignidad, la gallardía. Todo ello escrito con un despojamiento de arandelas literarias, sin perder la belleza o creando otra, y tal claridad al servicio del efecto maravilloso frase a frase en una acumulación de intriga y sensaciones que se encaminan hacia un final inolvidable por la forma escrita, por el fondo que esconde y por lo que transmite.
Manolín es el niño al que antes Santiago le enseñaba a pescar, pero que ahora sus padres se lo han prohibido porque consideran que el viejo maestro ya no tiene nada que aportar. Pero Hemingway da una mirada profética sobre los derroteros que ya encarrilaban al mundo, dar la espalda a los maestros, pensar que ya no tienen mucho que aportar y ensalzar la juventud a ultranza y enviar una especie de mensaje que podría decir: «solo enfréntate a algo que sepas que vas a ganar, olvídate de las convicciones».
En este homenaje a Ernest Hemingway lo mejor es que hable él mismo a través de la historia de Santiago en El viejo y el mar. Suena el rumor del oleaje de la costa cubana tras haber luchado con su presa en medio del océano:
«Cuando entró en el puertecito las luces de la terraza estaban apagadas y se dio cuenta de que todo el mundo estaba acostado. (…)
Quitó el mástil de la carlina y enrolló la vela y la ató. Luego se echó el palo al hombro y empezó a subir. Fue entonces cuando se dio cuenta de la profundidad de su cansancio. Se paró un momento y miró hacia atrás y bajo el reflejo de la luz de la calle vio la gran cola del pez levantada detrás de la popa del bote. Vio la blanca línea desnuda de su espinazo y la oscura masa de la cabeza con el saliente hocico y toda la desnudez entre los extremos. (…)
Estaba dormido cuando el muchacho se asomó por la mañana. El viento soplaba tan fuerte, que las barcas de arrastre no se harían a la mar y el muchacho había dormido hasta tarde. Luego fue a la cabaña del viejo como había hecho todas las mañanas. El muchacho vio que el viejo respiraba y luego vio sus manos y empezó a llorar. (…)
Finalmente el viejo se despertó.
-No se levante -dijo el muchacho-. Tómese esto – le echó un poco de café en un vaso.
El viejo cogió el vaso y bebió el café.
-Me derrotaron, Manolín -dijo-. Me derrotaron de verdad.
– Él no le venció. El pez no.
– No. Verdaderamente. Fue después.
-Pedrico está cuidando del bote y del aparejo. ¿Qué va a hacer con la cabeza?
– Que Pedrito la corte para usarla como cebo en las nasas.
-¿Y la espada?
-Puedes quedártela si quieres. (…)
-A partir de ahora volveremos a pescar juntos.
– No. No tengo suerte. Ya no tengo suerte.
-¡Al demonio con la suerte! -respondió el muchacho-. Yo le traeré suerte.
-¿Qué dirá tu familia?
– Me trae sin cuidado. Ayer pesqué dos. Pero ahora pescaremos juntos, todavía tengo mucho que aprender. (…)
-Trae algún periódico de los días que estuve fuera – le pidió el viejo-.
_Tiene que recuperarse cuanto antes, porque me queda mucho por aprender y usted puede enseñármelo. ¿Ha sufrido mucho?
– Mucho -respondió el viejo. (…)
Camino arriba, en su cabaña, el viejo había vuelto a quedarse dormido. Seguía boca abajo y el muchacho estaba a su lado cuidándole. El viejo soñaba con los leones».
- @winstonmanrique
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