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Detalle de la porta del libro ‘En el último trago nos vamos’, de Edgardo Cozarinsky.

Estos son y así suenan los 14 libros que aspiran al V Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez (1)

Lee en primicia pasajes de las obras preseleccionadas a este importante galardón. Relatos entre la exploración y la tradición impregnados de innovación de autores argentinos, chilenos, colombianos, cubanos, españoles, mexicanos y peruanos. Primera entrega con siete de ellos

Presentación WMagazín. Entre la exploración y la tradición, en estructuras y enfoques temáticos, impregnada de aliento innovador se mueven los catorce libros de cuentos preseleccionados al V Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez. Es uno de los más importantes de su género en español que distingue al mejor volumen de cuentos publicado en 2017. Relatos que parecen buscar una respuesta o explicación al origen de vacíos afectivos y emocionales; porque más allá de exponer diferentes geografías que van desde el paso del tiempo, desencuentros amorosos hasta viajes a las raíces maternas o de la muerte, se trata de historias que escenifican la máscara del teatro de la vida mostrando, filtrando, lo que ella esconde y el por qué de cada máscara.

WMagazín publica en primicia pasajes de los catorce libros de cuentos preseleccionados. Lo haremos en dos entregas de siete pasajes literarios cada una. Con ellos proponemos un viaje por la geografía de la cuentística más contemporánea de España y Latinoamérica. Un viaje en la voz de tres autores argentinos, tres colombianos, tres mexicanos, dos españoles, y uno de Cuba, otro de Chile y uno más de Perú. De esta preselección de cuentos publicados en 2017 saldrán cinco nombres que se anunciarán en septiembre y el premio al ganador se entregará a comienzos de noviembre, en Bogotá.

Los autores preseleccionados al V Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez, son: por Argentina son Edgardo Cozarinsky, por En el último trago nos vamos (Editorial Tusquets); Santiago Craig, Las tormentas (Editorial Entropía), y Pablo Colacrai con Nadie es tan fuerte (Editorial Modesto Rimba). Los tres escritores colombianos preseleccionados son: Alejandra Jaramillo Morales, y su libro de cuentos Las grietas (Tragaluz); Andrés Mauricio Muñoz, Hay días en que estamos idos (Seix Barral) y María Ospina Pizano con su libro Azares del cuerpo (Laguna Libros). Los escritores mexicanos preseleccionados son: Antonio Ortuño con La vaga ambición (Páginas de Espuma),  Claudina Domingo, Las enemigas (Sexto Piso) y Carlos Velázquez con el libro de cuentos La efeba salvaje (Sexto Piso). Los autores españoles son Francisco López Serrano, con El holocausto de las mascotas (Editorial Baile del Sol)César Ibáñez París,  Los árboles de Petia (Lastura editores). Por Cuba, la escritora Legna Rodríguez Iglesias, por su libro Mi novia preferida fue un bulldog francés (Alfaguara); por Chile, Constanza Gutiérrez, y su libro Terriers (Editorial Montacerdos); y por Perú, el escritor  Paul Baudry, autor del volumen El arte antiguo de la cetrería (Editorial Peisa).

Así son y así suenan los primeros siete libros de cuentos de Baudry, Colacrai, Cozarinski, Craig, Domingo, Gutiérrez e Ibáñez (en este enlace puedes ver la segunda entrega):

Paul Baudry: 'El arte antiguo de la cetrería'

Comienzo del cuento Miniatura de la muerte:
«Horas antes de firmar el contrato para que Michael Anderson pudiera llevar su libro a la pantalla chica, Ray se había preparado un jugo de naranja. La casa de Beverly Hills tenía una cocina de baldosas por donde había caminado descalzo hasta el extractor. Junto al fregadero, donde un dinosaurio de plástico luchaba con los trastes, había cortado las frutas pensando en los consejos de su médico. La incontinencia no era un problema grave pero sí incómodo, sobre todo ahora que vivía de sus conferencias por Estados Unidos. El galeno tenía razón. No era posible tener que disertar sobre ciencia ficción delante de cientos de personas sin estar obligado a escabullirse cada media hora para encontrar un maldito baño. ¿Pero llevar un diario de micciones? Eso era para vejetes achacosos, olvidadizos e incapaces de sostenerse el pito.
Ray se sirvió un buen vaso, hasta el tope.
Luego, abriéndose paso entre los vampiros inflables que estaban sentados en la sala, entró a su habitación para alistarse. La cita con Anderson era importante, cierto, pero, como sucedía a menudo en la televisión, también se trataba de congeniar con los encargados de efectos especiales para que no hubiera malentendidos innecesarios. Abrió el armario para elegir una corbata. ¿La de Godzilla? Mientras buscaba las llaves del Cadillac que descansaba bajo una palmera, sintió una punzada. La mano vaciló sobre el picaporte. Para no tener que orillarse al borde de la carretera, una meadita era, quizá, lo más conveniente. Sin embargo, Ray miró su reloj, se acomodó el mechón pringoso y optó por salir disparado hacia los estudios de la Metro-Goldwyn-Mayer.
Nunca había manejado de manera tan imprudente.
Las curvas —flanqueadas por rocas, buganvillas y paneles publicitarios— se entrelazaban como si tejieran una mortaja. Por fin, se detuvo delante de un hangar. Había una cola de camionetas polarizadas que esperaban su turno para cruzar la tranquera. Tocó la bocina. El atardecer arrebolaba su cuello, marcando las arrugas blancas y profundas que cortaban su piel. Golpeó el timón, exasperado. Un jardinero, que estaba regando los cactus que adornaban la entrada de la empresa, mojó sus llantas. Ray empezó a acelerar, impaciente, imaginando que el auto de enfrente se transformaba en una nave extraterrestre dispuesta a pulverizar a los actores que sobreparaban para firmar autógrafos. Mientras fantaseaba, una sombra se acercó a la ventana. May I have your keys, sir? La sonrisa del valet parking le devolvió la esperanza de no llegar tarde. Le entregó el manojo de llaves, y juntó los bocetos de la ciudad de Aczán que estaban regados sobre el otro asiento. Se bajó de su Cadillac, esquivó los vehículos varados y atravesó los jardines exuberantes que la productora cultivaba en medio del desierto. Al llegar al hall, le mostraron el camino hasta el elevador.
—Por aquí, señor Bradbury —dijo la asistente que lo recibió en el sexto piso…».

Pablo Colacrai: 'Nadie es tan fuerte'

Comienzo del cuento El regreso del Coelacanto:
Será como volver al pasado, pensé esta mañana cuando en el diario me preguntaron si quería cubrir el recital de El Regreso del Coelacanto. Porque ahora ya hace mucho tiempo que no los escucho, pero a El Regreso los sigo desde siempre, desde que eran pibes, y yo también, y ellos tocaban en las fiestas del barrio y del club. Así que dije sí de inmediato, sin dudarlo. Nunca escribo sobre espectáculos y no sé muy bien cómo hacerlo, pero me gustó la idea de, por un fin de semana, abandonar la sección policiales. Además, cubrir un recital nunca puede ser más difícil que un choque, un robo o un asesinato. Y lo mismo, exactamente lo mismo (es como volver al pasado) pienso ahora que, después de muchos años, vuelvo a entrar con Paula a este bar (santuario del rock local) al que vine tantas veces con ella, y veo que casi todo está como antes. (Así lo voy a escribir: escuchar a El Regreso del Coelacanto es, para muchos de nosotros, como volver al pasado.) Me gusta, es un buen comienzo, pienso mientras Paula elige una mesa un tanto alejada y yo la sigo. Cuando nos atiende el mozo pedimos pizza, cerveza y maníes.
Ella dice que tiene un poco de calor y se saca la camperita de hilo que traía puesta. Está hermosa con los hombros desnudos, muy hermosa. Debería decírselo, pero no se lo digo. Pienso, en cambio, ahora que el mozo nos destapa la cerveza y Paula la sirve inclinando los vasos para que no haga espuma, en la inmensa casualidad de que yo nunca haya escrito nada sobre música para el diario y ahora me pidan que cubra justamente a El regreso, con lo mucho que los admiro. O como si ella se obstinara siempre en volver de cualquier forma, pienso después, mientras brindo con Paula y los vasos llenos hacen en el aire un ruido seco, inútil.  Inmediatamente me obligo a olvidar esa idea. Seguramente ella ya no va a los shows de El Regreso. Yo dejé de hacerlo ni bien nos separamos. El Regreso era nuestro territorio común, nuestro lugar en el mundo. Y ella, como yo, no debe querer revivir aquellas épocas. Y si esta noche vine igual, pienso, no fue por ella. Fue por trabajo. Exclusivamente por trabajo. Casi obligado, diría. Y a Paula la traje porque no me gustan los tipos que salen solos, haciéndose los interesantes o queriendo dar lástima. Claro que no le conté nada. ¿Para qué? Sólo le pregunté si quería venir conmigo a ver a una banda de rock, que tenía entradas gratis para los dos, y listo. Eso es suficiente, ni una palabra más. En general, intento no contarle mucho de mi pasado así evito ponerme nostálgico. Paula ya me lo dijo mil veces: soy insoportable cuando me pongo nostálgico.

Edgardo Cozarinski: 'En el último trago nos vamos'

Comienzo del cuento La otra vida:
Johnson anheló toda su vida ver un fantasma,
pero no lo consiguió, aunque bajó a las criptas de
las iglesias y golpeó los ataúdes. ¡Pobre Johnson!
¿Nunca miró las marejadas de vida humana que
amaba tanto? ¿No se miró siquiera a sí mismo?
Johnson era un fantasma, un fantasma auténtico;
un millón de fantasmas lo codeaba en las calles
de Londres.
Carlyle: Sartor Resartus , III, 8.
Pocos minutos después de ser atropellado por un Peugeot 3008, que prosiguió sin detenerse ha­cia la avenida Almirante Brown, Antonio Grazia­ ni se incorporó en medio de la calzada desierta de Paseo Colón y cruzó hacia Parque Lezama. No dudó siquiera un instante de que estaba muerto, pero esta certeza no le impidió respirar honda­mente el aire ya fresco, esa brisa que alivia el calor a fines de una noche de diciembre. Aún no eran las 5 y ya empezaba a clarear con la primera, tímida luz del día.
No le llamó la atención la ausencia de heridas visibles, de todo dolor. Se sacudió someramente el polvo adherido a la ropa, pasó sin detenerse ante la iglesia ortodoxa de la calle Brasil, que tan­to lo intrigaba en su infancia, y echó una mirada rápida a las persianas bajas del restaurante que en años recientes había frecuentado. Se dirigía al bar Británico, confiado en que estaría abierto, como solía, las veinticuatro horas. No se equivocaba. Dos mesas solamente estaban ocupadas y en una de ellas reconoció a Gustavo Trench, un amigo muerto dos años atrás.
—Antonio… No sabía… —Trench se mostró auténticamente sorprendido—. ¿Desde cuándo?
—Hace unos minutos. Me atropelló un auto cuando cruzaba Paseo Colón.
Una mujer sin edad salió de atrás de la barra y se acercó a ellos  Sus ojos se hundían en una in­trincada red de arrugas, el maquillaje de colores vivos parecía señalar el lugar que habían ocupado rasgos ya vencidos, el pelo se elevaba en una rígi­da composición color caoba. Sin una palabra, interrogó con la mirada a Antonio. Este señaló lo que bebía su amigo. La miró alejarse: le había parecido curiosamente ausente bajo la efusión de maquillaje y tintura, ahora le parecía casi transpa­rente. Trench percibió su extrañeza .
—Ya pronto se va a borrar —informó—. Hace casi tres años que murió.
La mujer volvió con un vaso de fernet. Anto­nio bebió un trago, otro, y se quedó mirando el líquido oscuro donde flotaban dos cubitos de hielo; no dijo una palabra, pero Trench, de nue­vo, creyó necesario explicar.
—Sí, tiene el mismo gusto . ¿Qué esperabas?

—Tras un momento de silencio, continuó—. Vas a encontrar todo igual. Pero a los que no vas a en­contrar es a los que todavía no cruzaron la línea.

Solamente nos vas a ver a nosotros, en los mismos lugares, con la misma cara y la misma voz. A los otros no los vas a ver ni vas a poder comu­nicarte con ellos.
Antonio no respondió. Se sentía perplejo, menos por la existencia nueva que le iban descu­briendo que por su falta de asombro, más aún: por su serena aceptación de lo que, minutos an­tes, lo hubiera llenado de miedo. Se quedó mi­rando a la mujer del bar, que parecía hacer unas cuentas en un cuaderno de tapas duras y cada
tanto llevaba a la boca un lápiz para mojar la punta con saliva. Trench se sentía obligado a guiar los primeros pasos del amigo en territorio incógnito .
—Como te dije: tres años .
—¿Y después?
—No sé . Los que saben ya no pueden contar.
* * *
Había amanecido. Los amigos salieron a la calle. La brisa de fin de la noche no se había ex­tinguido del todo con la salida del sol, aún agita­ba levemente los follajes del parque y parecía…».

Santiago Craig: 'Las tormentas'

Comienzo del cuento Mudanza:
Pensamos que ahora todo iba a andar mejor. Por eso nos mudamos. Cerca, a quince cuadras de casa, sin cambiar de barrio. Nos fuimos a una calle arbolada, detrás de la estación. Una casa más grande. Arriba tenía una terraza la casa nueva, una veleta de metal con un gallo que apuntaba siempre al mismo lado. Tenía un tanque negro de agua que a la tarde proyectaba en el suelo una sombra de robot. Le decíamos “casa” a la otra, a la anterior. Tardamos unos meses en dejar de decirle a esta “la casa nueva”.
Veníamos de vivir quince años en un departamento sin sol y nos fascinaron el cielo, el aire, las ventanas anchas. El techo anaranjado que no se acababa nunca y que era un espacio nuevo y enorme para jugar. Nos vimos corriendo los cuatro con baldes y mangueras; sentimos la mediasombra en el patio interno tamizando el paso del aire fresco. Nos deslumbró una vida que imaginamos ahí, una vida posible. No pensamos en la instalación eléctrica, los problemas de humedad, el calor pegajoso, las puertas hinchadas. Teníamos ganas de no estar más allá, en nuestra casa, de irnos a otra parte, hacer otras cosas. Por eso la elegimos.
Cuando trajeron los canastos a casa, a la casa vieja, había una línea rosa en el cielo. Yo había bajado para ayudar a los de la mudadora, pero me dijeron que no, que no hacía falta. Me quedé parado y los vi descargar, apilar, subir, bajar, desapilar. El que más se movía era bajito y tenía tatuada la provincia de Buenos Aires en el gemelo de la pierna derecha. Me pidió un cigarrillo y, como me quedaba uno, lo compartimos. Me habló del cielo, dijo que estaba lindo, pero que iba a llover. Yo le conté que ahí, encima de las plazas, siempre se veían a la tarde esos colores. Son parecidos, dijo, el celeste y el rosa. Me dijo también que teníamos muchas cosas, que era una mudanza grande. Le hablé del aparador, de los sillones, de la mesa de la cocina. “Lo peor de todo son las cosas más chicas”, dijo. “Los juguetes, los discos, los libros.” Me dijo que no se terminaban nunca, que se reproducían. Me dijo que ojalá nos mudáramos a una casa grande, para que entrara todo. Hablamos un rato más de otras cosas. Del barrio, del calor, de la Copa Libertadores. Cuando terminamos el cigarrillo, siguió en lo suyo.
A la noche, en la cama, acorralados por los canastos y las cajas, planeamos con Mercedes los pasos a seguir. Le dije, como si fuera mi idea, como si se me hubiera ocurrido en el momento, que lo difícil iba a ser embalar las cosas más chicas y que eso era lo primero que teníamos que hacer. Dije “los libros”, dije “los discos”, dije “los juguetes”. Le conté que el chico de la mudadora me había preguntado si habíamos leído todos los libros. “¿Y qué le dijiste?” “Le dije que algunos sí y que otros no.” Los libros ahora estaban en cajas. En setenta y dos cajas. La única luz en el cuarto era la tele, el único sonido. Era blanca la luz, era intensa. Falsa. Daban Family Guy y Peter, el papá, corría desnudo en una base militar, dos soldados lo tiraban al suelo y le pegaban con sus palos. Nosotros no estábamos mirando, pero veíamos igual. Mercedes me acariciaba el pecho distraída; yo, las piernas.
“¿Cuántos libros habremos leído entre los dos?”…

Claudina Domingo: 'Las enemigas'

Comienzo del cuento Corazón de la montaña:
¿No será una traición? ¿Estar acostada en el asiento reclinable del servicio de lujo, con las piernas bien estiradas? El anzuelo en el esternón se tensó. Pero ni cómo darse el lujo de llegar fatigada. Además de las cinco horas a San Luis, faltaba el viaje en carretera hasta el pueblo. Doblaste las falanges de los dedos hacia adentro; no tronaron. Doblaste entonces las muñecas y la izquierda hizo un clic apagado que te dio un poco de aire. Viste (¿y así era en todos los camiones?) que las ventanas no se podían abrir. ¿Cómo entonces, si a mitad del viaje…? Tuviste náuseas y ganas de orinar al mismo tiempo, pero esto ya no te inquietaba. Habías aprendido que era una trampa del cuerpo para hacerte bajar la guardia. Pensaste en la pastilla y, también, en el día que, frente al espejo, te descubriste adormecida a causa de los cinco gramos de Citalopram que ya tomabas tras dos meses de búsqueda. Volviste a echar llave a la idea de tomarte una mitad. Sólo si era muy necesario, sólo sino tomarlo interfiere con tu propósito: estar viva, fuerte y viva, para buscarla; buscarla hasta dar con ella. En un horizonte que siempre llevas a la altura del pecho: el mundo que se abrió como una flor al desaparecer tu hija. Cada pétalo es inmenso, cada pétalo tiene sus intersticios y una madre es una arañita minúscula que se puede aniquilar de un soplo. En los pechos, la señal. En el estómago y la vejiga y la cabeza, la respuesta a la señal. Ahí venía otra vez, con las patas resbaladizas, la
somnolencia causada por la corriente brava de tus obsesiones. El cuerpo, eléctrico, pendiente de las evoluciones de la angustia. Volviste al otro pensamiento; ni siquiera un pensamiento, sólo la imagen: los pies despegándose de la cornisa de la azotea. Y volviste a aferrarte al mundo: ¿cómo así? ¿cómo así? ¿cómo así? Uno no tiene hijos para verlos desaparecer. No se ama a una hija para perderla. Dios es justo. El amor existe. Y el amor de una madre es lo más justo que hay en el mundo. Una mancha indecisa, como una ola ínfima, te cerró los ojos.

Volviste a pensarlo en el camino empedrado hacia Real de Catorce: nada es real, nada existe, todo es un sueño, algo peor que un sueño pero menos real que una pesadilla. El pensamiento es un error y la vida es frágil, anómala, un accidente. Ahora que te hablas buscando tranquilizarte has dado con tantas ideas desechables. Porque, luego de pensar un rato, te das cuenta de que las ideas que habían sido tan relucientes unos minutos antes se convierten en basura. Entonces el mundo deja su fachada de irrealidad y puedes ver delante de ti las cosas, duras y tangibles: Te llamas Rosa Montoya, tienes una hija. El mundo puso velos entre tú y ella el 15 de septiembre del 2013. Esta fecha existe. Aunque se comprobara que todo lo demás es irreal, esta fecha tiene un sabor, su aroma, todos sus nervios prendidos de tu cuerpo por una multitud de tallos que crecen conforme sienten tu tibieza. Una enredadera no es una planta parásita sino un arbusto trepador. Así, la fecha existe por sí sola pero ha crecido como una plaga por tu cuerpo. Y tú has dejado de ser una flor para convertirte en una llaga. El camión traquetea sobre el camino empedrado. Allá está Jazmín, tu hermana. Anda diciendo que vio a tu hija, en octubre, pasearse con una gringa entrada en años por Real. Hazte el favor: Lina, tan dulce, tan lista, sus ojos negros y almendrados como ventanas moras… con una mujer… vieja. Pero eso sería mejor que todo lo que te han dicho, todo lo que has pensado, cosas que se te suben al cuerpo como alimañas y no te dejan respirar, dormir, sin que pronuncien su nombre en tus entrañas. Ya estás cerca. Ya está cerca Jazmín. Ojalá no hubieras tenido que volverla a ver.

Te bajaste del camión a la salida del túnel. Te acomodaste el suéter y la bolsa, pero tuviste la impresión de que el calcetín derecho te estorbaba. Hacía más calor…
  •  Claudina Domingo: Las enemigas (Editorial Sexto Piso) México.

Constanza Gutiérrez: 'Terriers'

Comienzo del cuento Caza de conejos:

Cuando llegamos ese verano, los conejos ya casi habían desenterrado nuestra casa por completo. Siempre supimos que eran plaga en el campo, pero ese año se habían desatado: había cientos, miles, un millón. Mi papá empezó a pasar horas afuera, cambiando y pegoteando PVC, y el ruido que hacía me ponía los pelos de punta. Me moría de nervios. Poco antes había descubierto un nuevo pasatiempo que requería de soledad y un poco de concentración, y con mi papá y mi mamá entrando y saliendo a cada rato, gritándose de adentro hacia afuera y de afuera hacia adentro, no había caso. Cada vez que los oía venir tenía un segundo para subirme el cierre del pantalón y fingir que estaba leyendo o viendo tele. No soy una súper niña: era imposible, así que empecé a pasar muchas horas afuera yo también. Me iba con la Manola, mi perra, al estero que estaba al final de la parcela, o a los columpios, que ya me quedaban un poco chicos y a la Manola no le importaban para nada.

La principal entretención de ese verano fue cazar conejos. Nacho y yo esperábamos cada noche a que fuesen las diez, justo después de las noticias, y salíamos al patio, él con la escopeta y yo con la linterna, a cegarlos y dispararles. Nos sentábamos junto al estero, atentos a los sonidos del bosque (podíamos escuchar a los insectos y también a una lechuza) y esperábamos, ansiosos, a que los conejos salieran de sus madrigueras. Nunca matamos más de un conejo por noche, excepto la del dieciséis de enero – la recuerdo perfecto –, en que matamos tres y nos sentimos los cazadores más expertos del planeta. Cuando volvimos a la casa el papá estaba orgulloso y nos palmoteó la espalda. Fuimos donde los vecinos (en el campo ser vecino es un decir) a ofrecer conejos, y supongo que todos comieron eso al día siguiente. Nosotros también. La mamá hizo un kuchen de mora y jugamos cartas hasta tarde. Pregunté si podía tomar whisky y conté que pensaba que había descubierto mi vocación: iba a ser cazadora. Por supuesto, no tuve permiso para tomar nada y mi papá me preguntó si no me daba pena dedicarme a la caza. Ignacio se me adelantó, mostrando sus paletas redondeadas:

— ¡Cómo nos va a dar pena, si los conejos casi nos botan la cabaña! No seai ridículo po, papá.

Yo lo apoyé, qué tonteras preguntaba el papá. Por recomendación suya, dejamos de salir a cazar, pero llenamos el campo de trampas de esas que los agarran del pescuezo.

***

Nuestra casa del campo no era tan grande, pero nos bastaba. Sus dos pisos eran casi de un ambiente, salvo por la pieza de mis papás y los baños, pero la cocina, apenas separada por un mesón, era la misma cosa que el comedor y el living, donde teníamos una tele a perillas para ver las noticias en la noche y muchas fotos de los veranos pasados. Arriba no había paredes, solo una gran pieza a la que que se llegaba por una escalera caracol demasiado estrecha. Mi cama daba a una ventana en el techo y, mientras mi hermano leía, un poco más allá, yo me acostaba a mirar las estrellas pasar haciéndole cariño a la Manola. Ignacio era el encargado de apagar la luz y yo de despertarlo a una hora decente al otro día, antes de que el papá se enojara.

A mediados de enero mi papá seguía arreglando cañerías y tapando hoyos. También habían hecho hoyos alrededor de la piscina, así que era trabajo duro. La piscina no era gran cosa, era más bien chica, de esos típicos riñones de fibra de vidrio, pero mi papá odiaba a los conejos por haberla desenterrado. Lo tenían chato. Era el tema de nuestros desayunos, almuerzos y comidas. Hablábamos tanto de conejos que una noche soñé que me despertaba y la casa estaba sola. Me ponía el traje de baño y partía con mi toalla afuera. Me quedaba ahí parada un rato, mirando como la brisa movía, despacito y con cuidado, el agua de la superficie y luego dejaba mi toalla roja a un lado y, paf, me tiraba tremendo piquero. Cuando sacaba la cabeza del agua, repentinamente, la piscina estaba repleta de conejos que nadaban conmigo. Eran grises y jaspeados, grandotes, y no estaban preocupados por mi presencia: nadaban felices, como si la piscina fuera de ellos. Le conté a mi mamá, mientras jardineaba, y nos reímos un rato.

César Ibáñez París: 'Los árboles de Petia'

Comienzo del cuento Los árboles de Petis:

La verdad es que la vida de Kolia Ivánovich fue triste y dura; sin embargo, lo que contaba solía ser alegre, no sé si por caridad o por supervivencia. Se dio a la bebida tras la muerte de su esposa y sus dos hijos durante la Gran Gripe, que llegó a nuestra zona a principios de 1919 y mató a muchos, quizá a uno de cada cuatro. Ahí siguen, supongo, en la fosa común que en aquellos meses se desinfectaba todos los días con cal viva. Mi madre acabó también entre aquel amasijo de cadáveres… En fin, será mejor que no me vaya por las ramas. Kolia era curtidor, y de los buenos: le traían pieles de toda la comarca. Después de la desgracia trabajaba menos y peor, aunque nunca llegó a la miseria. Es verdad que buscaba quien le diese un trago, pero más por la compañía que por otra cosa. Si bebía estando solo le nacían terribles demonios en el cerebro, deseos de matar y de morir, de modo que huía de la soledad como de la peste. Entendedme, eso no quiere decir que estuviera todo el día en la taberna. Por la mañana trabajaba, al menos algunos días; por la tarde recorría las casas de quienes le dábamos de beber a cambio de sus historias; por la noche se quedaba dormido sobre una mesa o en un rincón de la taberna de Serguéi, que algunas veces conseguía despertarlo para que se fuera a su casa y otras no.

Con frecuencia, Kolia Ivánovich les atribuía los cuentos a sus abuelos, siguiendo un orden peculiar: los de crímenes a su abuelo paterno, los de amores a su abuela paterna, los de magia y fantasía a su abuelo materno y los de malentendidos y situaciones graciosas a su abuela materna. Supongo que la clasificación le servía para memorizarlos, y sé que a nosotros nos servía para sugerirle el tipo de historia que queríamos oír. La que os voy a contar ahora le correspondía al padre de su madre, y Kolia la relataba del siguiente modo:

—Mi abuelo Petia, que, por si no lo sabíais, era cartero en el servicio postal de su majestad el Zar de todas las Rusias, hablaba con los árboles. No es que pudiera conversar con ellos como yo con vosotros, pues todo el asunto se reducía a una pregunta y una respuesta, ni tampoco podía hablar con cualquiera, porque solo le respondían los abedules y los robles, pero, al fin y al cabo, hablaba con los árboles. Os preguntaréis, y con razón, cómo pudo enterarse de semejante capacidad, habida cuenta de que las personas no suelen dirigirse a los vegetales para charlar con ellos. Yo, de hecho, solo me dirijo a las plantas para comérmelas, y con frecuencia me las como sin haberlas saludado previamente. Hablarles a las flores tiene más tradición, por aquello de transmitirles los sentimientos que deseamos que ellas, a su vez, transmitan a nuestras amadas o a nuestros fallecidos, pero he de reconocer que hablar a los árboles suena más a locura que a efusión sentimental… En fin, que la cosa fue como sigue: mi abuelo Petia, enamorado por primera vez de la que ciertamente no fue mi abuela, estaba seguro de ir a ser rechazado, y no por falta de atractivo, claro, sino por falta de dinero, el eterno problema. Intentó un acercamiento y, como se temía, lo único que recibió a cambio de su tierno amor fue burla y desprecio. Un cartero no debe aspirar a la hija de un terrateniente, por poco productivas que sean las tierras del terrateniente. Desesperado, se sentó bajo un abedul y exclamó: “Cruel destino, ¿por qué has permitido que Cupido me ate a quien me aprecia lo mismo que a un cagajón de asno?”. A lo que el abedul contestó con voz cantarina: “El amor de los jóvenes no está en su corazón, sino en sus ojos”. Mi abuelo se dio el susto que podéis imaginar, se levantó como si hubiera tenido un muelle en el trasero, miró por todos lados en busca del bromista, no halló a nadie y se quedó asombrado y perplejo. Repitió la pregunta, no hubo respuesta esta vez. Tras algo de reflexión, concluyó que había sido un hada la parlanchina, y como no quería tener nada que ver con los habitantes subterráneos, decidió olvidar el asunto y sufrir en silencio su amor contrariado.

Los ganadores del V Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez en sus ediciones anteriores son: en 2017 el español Alejandro Morellón por El estado natural de las cosas (Caballo de Troya), en 2016 el colombiano Luis Noriega por Razones para desconfiar de sus vecinos (Penguin Random House); en 2015 la boliviana Magela Baudoin con La composición de la sal (Plural Editores); y en la primera edición, en 2014, el argentino Guillermo Martínez, con Una felicidad repulsiva (Destino). Este premio es una convocatoria del Ministerio de Cultura de Colombia y la Biblioteca Nacional de Colombia. Surge de la iniciativa del Plan Nacional de Lectura y Escritura “Leer es mi cuento”, que promueve el Gobierno Nacional de Colombia. Nació con la intención de aumentar los índices de lectura en el país, así como de respaldar y promover la calidad literaria de este género y ampliar el espectro de concursos literarios dentro y fuera de Colombia. Puedes ver aquí el artículo sobre ganador de 2017: Alejandro Morellón, AQUÍ.

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