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Detalle de la portada del libro ‘La vaga ambición’, de Antonio Ortuño.

Estos son y así suenan los 14 libros que aspiran al V Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez (y 2)

WMagazín publica en primicia la segunda y última entrega con pasajes de relatos de los otros siete autores preseleccionados al premio de cuento. Se trata de Jaramillo, López, Muñoz, Ortuño, Ospina, Rodríguez y Velázquez y sus historias de humor, ironía, literatura y la fragilidad del ser humano

Presentación WMagazín. El humor, la ironía, el sarcasmo, la literatura misma, los dramas absurdos y la fragilidad del ser humano marcan la lectura de los otros siete autores preseleccionados al V Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez: Alejandra Jaramillo Morales, Francisco López Serrano, Andrés Mauricio Muñoz, Antonio Ortuño, María Ospina Pizano, Legna Rodríguez Iglesias y Carlos Velázquez. Se trata de uno de los premios literarios más importantes de su género en español que distingue al mejor volumen de cuentos publicado el año anterior.

WMagazín termina de publicar en primicia los catorce pasajes de cuentos de igual número de autores preseleccionados. Con ellos proponemos un viaje por la geografía de la cuentística más contemporánea de España y Latinoamérica. Un viaje en la voz de tres autores argentinos, tres colombianos, tres mexicanos, dos españoles, y uno de Cuba, otro de Chile y uno más de Perú. De esta preselección de cuentos publicados en 2017 saldrán cinco nombres que se anunciarán en septiembre y el premio al ganador se entregará a comienzos de noviembre, en Bogotá.

Los autores preseleccionados al V Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez, son: por Argentina son Edgardo Cozarinsky, por En el último trago nos vamos (Editorial Tusquets); Santiago Craig, Las tormentas (Editorial Entropía), y Pablo Colacrai con Nadie es tan fuerte (Editorial Modesto Rimba). Los tres escritores colombianos preseleccionados son: Alejandra Jaramillo Morales, y su libro de cuentos Las grietas (Tragaluz); Andrés Mauricio Muñoz, Hay días en que estamos idos (Seix Barral) y María Ospina Pizano con su libro Azares del cuerpo (Laguna Libros). Los escritores mexicanos preseleccionados son: Antonio Ortuño con La vaga ambición (Páginas de Espuma),  Claudina Domingo, Las enemigas (Sexto Piso) y Carlos Velázquez con el libro de cuentos La efeba salvaje (Sexto Piso). Los autores españoles son Francisco López Serrano, con El holocausto de las mascotas (Editorial Baile del Sol)César Ibáñez París,  Los árboles de Petia (Lastura editores). Por Cuba, la escritora Legna Rodríguez Iglesias, por su libro Mi novia preferida fue un bulldog francés (Alfaguara); por Chile, Constanza Gutiérrez, y su libro Terriers (Editorial Montacerdos); y por Perú, el escritor  Paul Baudry, autor del volumen El arte antiguo de la cetrería (Editorial Peisa).

Los invitamos a asomarse al universo narrativo de Jaramillo, López, Muñoz, Ortuño, Ospina, Rodríguez y Velázquez:

Alejandra Jaramillo Morales: 'Las grietas'

Comienzo del cuento Fugitiva:
NATASHA SE ACERCÓ A LA PUERTA QUE ESTABA ABIERTA de par en par, se asomó con un gesto de prudencia, como queriendo ser invisible, y al no ver a nadie alrededor, dio unos golpes en la puerta. Se acababa de bajar de una camioneta que le dio chance desde la Vía al Mar y la trajo hasta Punta Canoa. Llegó al caserío por una vía destapada rodeada de una vegetación árida, donde lo más prominente eran los totumos, que estaban en la época del año en que todavía se ven muy verdes, y de vez en cuando un árbol de matarratón florecido, que, pensó Natasha, parecía ser lo único que producía aire en medio de toda esa tierra amarilla y rugosa por donde pasaba el camino. Antes de llegar, en la última curva, vio el mar y esa presencia borró en Natasha la sensación agobiante que le estaba generando el paisaje. En ese punto el mar es imponente, tiene la fuerza del mar abierto, y aunque sus aguas son de color café, tienen un coraje que la hizo estremecer y le dio una sensación de plenitud.
–Adelante, ya bajo –contestó la voz de una mujer desde algún lugar de la casa que Natasha no pudo precisar.
El conductor de la camioneta sabía dónde vivía Adelaida Suárez y la dejó justo frente a la casa, que se encontraba entre las primeras, en la entrada al caserío. Las casas que alcanzó a ver Natasha eran todas bajas de techos metálicos y rodeados de cercas de alambre muy derruidas. La casa de Adelaida tenía una cerca de machimbre muy tupida en los lados y más esporádica en el frente. Cuando Natasha se bajó de la camioneta vio que la puerta de la cerca estaba abierta, igual que la de la casa. Adentro de la cerca se veía una pequeña casa antigua, hecha en tierra pisada, que había sido pintada de colores verdes, con zócalo verde oscuro y el resto
verde limón. Colgadas de los aleros se veían muchas materas con flores de colores y los árboles que rodeaban la casa daban la sensación de no estar en medio de la aridez de la zona. La pulcritud de su pintura, en comparación con las otras casas vecinas, le confirmó a Natasha que esa debía ser la casa de la mujer que venía a buscar, pues por muchos años que llevara fuera de la ciudad no se la imaginaba viviendo en una casa tan descuidada como las otras.
Estaban en la época de los vientos. La brisa movía una de las ventanas y ese golpeteo fue la compañía de Natasha en la entrada a la casa. Por demás había un silencio absoluto de ruidos humanos. Cuando entró sintió de inmediato una mezcla de olores de sal marina e inciensos. Las paredes dentro de la casa eran azules, unas oscuras y otras más tendiendo al turquesa, y aunque era una casa vieja tenía muchas ventanas y al fondo una gran puerta de vidrio, abierta también, por donde pasaba la brisa y se oían las olas en su ir y venir. Natasha caminó hasta esa puerta y aunque ya oía las olas se le sobresaltó el corazón cuando, al llegar al quicio, vio el mar a tan pocos pasos. No sabía dónde sentarse. Había sillas dentro de la casa y afuera había una hamaca y dos sillas muy bajas, hechas en madera de terminados muy artesanales, una frente a la otra, como…

Francisco López Serrano: 'El holocausto de las mascotas'

Comienzo del cuento En las entrañas del bosque:

¡Quieta, Rol, tranquila! –gritó Bea al gran dóberman mientras se giraba hacia la parte trasera del coche con esa mezcla de condescendencia y enternecimiento que acostumbran a usar con sus perros quienes han sido sabia y sutilmente adiestrados por ellos.

Yo estaba sentado en el lado del copiloto, paralizado de terror. Al entrar en el  auto no había reparado en la presencia de Rol, que debía de hallarse tumbada en el asiento trasero, hasta que no me hube acomodado en él. Entonces observé por el rabillo del ojo cómo una enorme cabeza de perro, con sus fauces babeantes y sus afilados colmillos, se abalanzaba hacia mí gruñendo y dando feroces ladridos que no eran, ni mucho menos, de bienvenida.

Circulábamos ahora por una transitada avenida de la ciudad en dirección a la autopista. En el interior del vehículo sonaba a todo volumen Klilling is my business de Megadeth, según Bea su grupo favorito, lo cual no me impedía, acurrucado e inmovilizado por el miedo en el asiento, oír a mi espalda los gruñidos hostiles del dóberman, mientras sentía en la nuca su fétido aliento y su continuo babeo.

-No te preocupes –había intentado tranquilizarme Bea a gritos por encima del estrépito de la música, los gruñidos del perro y el ruido del motor-, es una perra muy buena, incapaz de hacerle daño a nadie.

Bea seguía conduciendo impasible; mostrando, ante la feroz hostilidad del animal hacia mí y su persistente babeo sobre mi cuello, esa indolencia embobada con que algunas madres contemplan con una sonrisa extasiada en los labios cómo su pequeño vástago nos destroza la biblioteca o nuestros mejores discos, mientras maldecimos por dentro poniendo una sonrisa de resignación e impotencia al no poder, en presencia de la madre, darle un guantazo al cabroncete destructor.

Ante la imposibilidad de salir corriendo, y a falta de otra cosa mejor que hacer, aquella situación, y la sensación de extremo peligro en que me hallaba, invitaba cuando menos a considerar los pasos que me habían llevado hasta ella.

Bea, que trabajaba de empleada en una gasolinera en donde yo solía repostar, y con la que llevaba algún tiempo tonteando, tras suscitarse en uno de aquellos fugaces pero intensos flirteos nuestra común afición al senderismo, había aceptado acompañarme a una excursión al monte a condición de que fuéramos en su coche. Al principio no di importancia a aquel requisito, al fin y al cabo hay gente que sólo es capaz de moverse en coche si conduce, algunos llegan incluso a marearse si no lo hacen. Sólo ahora comprendía el alcance de su imposición aparentemente inocua y la terrible realidad que encerraba.

Yo había hecho ya mis planes respecto a aquella amena jornada de campo. Tenía muy clara la estrategia que debía seguir durante el viaje e incluso había elegido un lugar tranquilo en el corazón del bosque. Desde el comienzo de nuestros escarceos todo había ido viento en popa, y a lo largo de aquella idílica excursión debía ir marcando el terreno poco a poco, procurando que lo que tenía que ocurrir al final ocurriera. Todo consistía en que la buena disposición que Bea venía evidenciando hacia mí hallara el cauce adecuado. Pero la buena disposición de una mujer es algo que, al parecer, no siempre debe darse por sentado. La realidad, como dijo un poeta, trae verbos irregulares que es preciso aprender a conjugar, y ahora, con la maldita perra detrás acechando mis gestos, atenta al más mínimo amago de acercamiento a Bea para abalanzarse con sus afilados colmillos sobre mi yugular, las cosas no se prometían tan fáciles.

Entre tanto su despreocupada dueña conducía a toda velocidad y Megadeth continuaba sonando a todo volumen en el reproductor de cedés.

-Espero –gritó – que no te moleste que haya traído a la perra. No tenía con quien…

Andrés Mauricio Muñoz: 'Hay días en que estamos idos'

Comienzo del cuento La mata, la matica:
—Amor, se murió la mata.
Me quedé mirando a Sora como si reconociera en su expresión adormilada mi propia cara de angustia. Aunque seguía dormida me di cuenta de que mis palabras se escurrieron por entre alguna fisura de su sueño, porque comenzó a mover su cuerpo hacia un costado como si pretendiera buscar una nueva posición para quedar profunda de nuevo. Unos segundos después, tal vez porque el eco de mi sentencia seguía rebotando dentro de su cabeza, abrió los ojos. Me miró en forma extraña. Pude advertir cómo sus pupilas recorrían el cuarto, esmeradas en apropiarse del contexto antes de volver a mí de nuevo. Entonces creí prudente darle, darnos, la última estocada.
—La mata, amor, se murió la mata. —Le sostuve una mirada cargada de reproche, como pidiéndole una explicación.
—Ashshhh, la matica. —Arrugó la boca y levantó las cejas—. ¿Dónde estaba?
La mata, la matica, estaba en el baúl del carro. Siempre estuvo ahí. Ese día, cuando llegamos del entrenamiento de fútbol de Nicolás, nuestro hijo de seis años, me disponía a abrir el baúl cuando Sora me interrumpió con la mano; no, amor, espera, primero ayúdame a bajar estos paquetes, que están como pesados. Miré su mano en alto, consciente de que desde el inicio de nuestra relación una mano en alto era un gesto al que había que procurarle la debida atención, si es que no quería querellas de ningún tipo. Entonces procedí con los paquetes, que en verdad estaban bastante pesados, para después atender otro de sus requerimientos; amor, por favor, ve con el niño, ayer estuvimos haciendo tareas, pero aún queda una pendiente y de pronto se nos olvida. Fue esa la razón por la que subimos al segundo piso con Nicolás y nos pusimos a leer el cuento El lápiz rezongón, para sacar entre los dos un resumen. Mientras leíamos, la mata tuvo que haber pensado, si es que las matas pueden pensar como nosotros aunque no puedan expresarlo como no sea con sus hojitas marchitas mirando hacia el piso, que era su destino quedarse dentro del baúl toda la semana hasta marchitarse por completo, mientras a nosotros nos absorbían las rutinas.
—Ven, déjame verla —solicitó Sora, mientras se limpiaba los ojos con la mano.
Cuando la traje, Sora permaneció inexpresiva durante algunos segundos. Nicolás todavía dormía, así que por el momento teníamos la libertad de pensar con serenidad, sin chillidos de ningún tipo. La vi mirar la mata con detenimiento, estudiarla también por los costados, levantarla a la altura de sus ojos; después, con mucha sutileza, su dedo índice levantó una de sus hojas, tan solo para comprobar cómo caía de nuevo, sin la más mínima intención de dar la pelea por su vida. Sora parecía una experta a punto de emitir un veredicto. Llegué a pensar que todavía era posible aferrarnos a alguna esperanza, aunque fuera remota. Unos minutos más tarde levantó…

Antonio Ortuño: 'La vaga ambición'

Comienzo del cuento Provocación repugnante:
Está de pie al costado del teatro, junto a un ventanal oscurecido por capas sobrepuestas de hollín y escarcha. La nieve cae lánguida del cielo negro y disuadiría a otros, menos resignados, de permanecer allí. Los espectadores se alejan calle abajo, envueltos en abrigos de zorro o chincilla. Una última pareja, chica y chico, asoman al quicio del pórtico. Han salido después que los demás: la chica avanza con lentitudes de enferma. Se les ve, pese a todo, animosos. Cruzan impresiones sobre la obra o, más probable aún, elucubran dónde cenar. Alcanzan a nuestro hombre pero es evidente que no piensan quedarse junto a él. Intercambian frases. Ella le coloca un beso minúculo en la mejilla, punteada de pelitos mal rasurados. El tipo le estrecha la mano con fuerza excesiva, que no podemos saber si transmite cordialidad o significa «estate quieto, te estoy mirando». Nuestro hombre vuelve a quedarse solo cuando ellos desaparecen al doblar la esquina. Ya no tiene prisa. Sabe que ella se dejará llevar y no volverá a verla antes de mañana. Solo piensa en fumar.
Es alemán pero no rubio y ni siquiera atlético. Walter, a su servicio, mucho gusto. Eso diría si nos atreviéramos a acercarnos. Luce unos mostachos que, pese a los retratos que los divulgan, siempre imprecisos, parecen claramente manchados de sopa. Pero respeto, respeto antes de que esta insolencia progrese, porque Walter no es cualquier Walter. Es (o, mejor, será, porque esta noche es nadie: un viajero, un turista, un intruso) el elegido: un pensador como ningún otro. El hermano mayor de la corriente crítica que nos rodea. Es decir, que nos tiene rodeados. Él no lo sabe pero tú conoces tu futuro. ¿No has leído a Walter? Pues entonces es que casi no perteneces al siglo. Ni a este ni al que pasó ni quizá, tampoco, al venidero. Su palabra es lo más cercano a la verdad  y él fue el último, quizá, en creer posible la existencia de la verdad. Theodor, su buen amigo, sabe de lo que habla y dice que charlar con Walter es como ser niño y presentir las luces del árbol de Navidad tras la puerta: la inminencia, la belleza angélica de la revelación, bullen en su cabeza, en su lengua, en la mano crispada con que escribe. Walter no solo brilla: es entrañable. En el intento de entenderlo nos entendemos.
Pero nada de esto ha ocurrido aún porque es diciembre de 1926 y Walter está de pie afuera de un teatro en Moscú –manos en las bolsas y un cigarro en la comisura– por varios motivos. Algunos de ellos intelectuales. Como que es un vagabundo al que las fronteras y taras de Alemania asfixian. Como que quiere conocer cara a cara el régimen que la Revolución de Octubre instaló en Rusia y decidir, in situ, si se afiliará al comunismo, margarita que ha deshojado sin tomar aún ninguna determinación. el Paraíso en la Tierra es lo que Octubre prometió. Pero Walter no es un compañero de ruta crédulo ni un vulgar militante.

María Ospina Pizano: 'Azares del cuerpo'

Comienzo del cuento Azares del cuerpo:

Despedirse es cultivar un rocío para unirlo con la secularidad de la saliva.

—José Lezama Lima, Llamado del deseoso

 

 

Con la mano carnosa y firme Martica agarró la de Mirla y se la apretó contra la ingle.

—Téngasela aquí.

La fuerza con que la manicurista la obligaba a tocarse sus propias partes siempre la sorprendía.

—Ábrame más las piernas, levánteme la derecha contra la pared y tiémpleme más aquí.

Martica estiró la piel rugosa y manchada de su clienta. Con la otra mano untó la paleta de cera caliente que despedía olor a limón. Aplicó el líquido pegachento sobre los montículos donde nacían las nalgas de la vieja. Solo durante las escasas sesiones de depilación de los últimos años Mirla se había percatado de esas regiones de forma tan palpable. Había ido perdiendo el hábito de esculcárselas.

Martica arrumó los labios como cuando le hablaba a la difunta perra pequinés que decoraba la sala de su casa en quietud disecada.

—Está flaca, señora Mirlita, qué pecadito. Yo sé que está triste, pero tiene que comer.

Frotó la tira de lienzo blanco sobre la cera untada en la piel y la haló con firmeza.

—Sí, ¿no? Eso es lo que me dice Nora últimamente. Hasta con la niña me manda preguntar si he comido bien. Yo creo que me hacen falta todas esas saliditas que hacíamos con Pepe. Ay carajo, Martica, no me vaya a dejar eso morado.

Martica le arrancó los pelos débiles, los pocos que a su edad le quedaban así de oscuros en todo el cuerpo.

—Ya, ya, lista para la playa y para su debut en televisión. Pero eso sí prométame que esta semana come mejor que se me está volviendo puro hueso, qué pecadito.

Martica no creía que Mirla fuera a irse de viaje como le había anunciado en las últimas dos citas. Seguro lo decía por imaginarse la falta que haría en el mundo, para encontrar algún rescoldo de vitalidad. Cómo se iba a ir de viaje con la poca plata que tenía desde que se había quedado sola. Ni siquiera le había pagado a Martica el último mes de manicuras, pedicuras y cera, que no eran poca cosa. Ella no había querido cobrarle porque no era costumbre suya andar haciendo cuentas con la gente que estaba en duelo. Tampoco se la había tomado muy en serio cuando Mirla le preguntó si la podía conectar con una clienta suya que trabajaba en telenovelas para ver si le salía un trabajito como actriz. Martica le había prometido llamarla, a ver qué podían hacer.

Mirla andaba confundida con algunas cosas desde la muerte de Pepe. Los hijos de él, que siempre le habían increpado hablar del amor a su edad y terminar con una mujer judía, llegaron a la casa de Mirla la semana después de la cremación anunciando que se llevarían algunas cosas que le pertenecían a su padre —unas estatuas precolombinas, algunos cuadros y varios muebles coloniales que Pepe había conseguido tiempo atrás en la demolición de un convento del centro de Bogotá—. Fuera de una modesta cuenta de ahorros que Pepe había abierto a nombre de ambos para un futuro viaje a Curaçao en busca de los antepasados de Mirla, la única otra herencia contundente que le dejó el difunto fue una serie de chucherías de dudoso valor que se resistían a destilar su fantasma.

—¿Vio Martica que conseguí otras tijeritas? ¿Usted cree que las pueda subir al avión?

Desde la tragedia Mirla alimentaba una creciente colección de tijeritas de todo tipo. Como empresaria del cuerpo, catalogadora de uñas, pelos y pellejos, Martica no podía entender ese interés por el brillo de unas tijeras más allá de su utilidad. Pero le celebró la iniciativa a la clienta, fingiendo curiosidad, como estrategia terapéutica. En vida Pepe había sido un coleccionista de colecciones. Mirla llevaba sesiones consultándole a Martica sobre qué hacer con ellas. ¿Guardaba o regalaba cientos de cajitas de fósforos de todo el mundo, relojes de pulsera antiguos que habían pertenecido a generaciones anteriores de Valencias, afiches de cine de viejas películas de Hollywood y, la más rara y la que Mirla menos entendía porque nunca había estado inmersa en los fetiches católicos, la colección de relicarios donde yacían astillas de huesos de santos o beatos decimonónicos? Martica había coincidido con ella en que esa podría despertar algún interés mercantil. Hasta le ayudó a Mirla a poner un anuncio en los avisos clasificados del periódico pero nada que aparecía algún interesado.

Legna Rodríguez Iglesias: 'Mi novia preferida fue un bulldog francés'

Comienzo del cuento V Wanda:
Mi esposo y yo somos novios desde la adolescencia.
La casa donde vivíamos tenía una sola planta.
Nosotros solos construimos la segunda.
Mano a mano y ladrillo a ladrillo.
Con escalera de caracol.
A todo el pueblo le daba envidia la escalera.
Y la pintamos de rojo.
El color de la pasión.
Yo salí embarazada enseguida.
Del varón primero y después de la hembra.
Mi esposo quería la parejita.
Y tuvimos la parejita.
Y a los dos los parí en la casa porque no dio
tiempo a llevarme a la ciudad.
Mi esposo se emborrachó y se cayó en una cuneta, las dos veces.
Y no dio tiempo a llevarme.
Las dos veces pujé, como una mujer, y los muchachos salieron.
El varón se parece a mí y la hembra se parece a él.
Siempre es así, parece.
Cosas de genética.
Hace veinte años que estamos juntos.
Casados por lo civil y por la Iglesia.
A todo el pueblo le dio envidia cuando nos casamos por la Iglesia.
Ni que fueran tan cristianos, decían.
Ni que creyeran tanto en Dios, decían.
Que Dios los perdone.
Y los guarde.
El papá de mi esposo vive a una cuadra de nosotros.
Enviudó hace cuatro años y no se ha vuelto a
juntar con nadie.
Anda sucio por la calle y habla solo.
Yo le doy vueltas.
Le llevo un poco de sopa, si hago sopa.
O un poco de arroz con pollo, si hago arroz con
pollo.
Los muchachos lo iban a ver al principio.
Ahora cada vez menos.
Les da miedo.
El pueblo dice que tiene una escopeta.
Ya mi esposo no es el mismo.
Ni yo soy la misma.
Yo me di cuenta de eso pero él no.
Y estoy cansada.
Hace dos meses le dije que se fuera.
Dio lucha pero al final se fue.
Recogió todo en un gusano, sus ropas y herramientas, y se fue.

Carlos Velázquez: La efeba salvaje

Comienzo del cuento El resucitador de caballos:
Es el fantasma de un caballo, susurró Imabelle.
Ed se aferró a la escopeta y se asomó por la ventana. El camino estaba desierto. Pero el galope persistía.
Serán unos parejeros.
¿A estas horas?
Nunca faltan los borrachos envalentonados.
Es un caballo fantasma, insistió su mujer.
Malditas gentes sin quehacer, rezongó Ed.
Se recostó con la escopeta sobre el pecho. Se resistía a apegarse a las historias que se rumiaban en el pueblo. Un indio, Mr. Mojo Risin, tenía el don de resucitar a los caballos. Y tal ejercer propiciaba toda clase de apariciones. Puritita superchería, pronunció Ed. Duérmete, le aconsejó la mujer.
El galope se percibió con más ímpetu. Ed abrió la puerta confiado en que volaría de un tiro el sombrero del jinete. Pero afuera de su propiedad no se avistaba bestia alguna. El camino estaba vacío. Se echó sobre la cama contrariado. Debió mirar al animal. Sin importar lo rápido que corriera. Y el galope continuaba sin cesar.
No creo en los espíritus, rumió. Y se quedó dormido abrazado a la escopeta.
Ed se acodó en la barra y reclamó un whisky. Por el espejo encima de la fila de botellas descubrió a Mr. Mojo Risin sentado solo en una mesa. Le costaba creer que aquel indio aficionado a la bebida ostentara poderes. Se presumía que también era curandero. Pero la fama de Mr. Mojo Risin se debía sobre todo a su manera de beber. Trabajaba en el rancho de Augusto Robles como cuidador de caballos. Y todos los días, al terminar su jornada, ocupaba el mismo sitio en la cantina y se congraciaba a emborracharse. Era un indio solitario. No vivía en el pueblo. Ocupaba un choza pasando la cañada. Ed y Mr. Mojo Risin se habían topado en dos o tres ocasiones y no se habían obsequiado ni siquiera un saludo.
Mr. Mojo Risin era célebre como domador de caballos salvajes. Se aseveraba que era capaz de hablar con ellos. Ed se prometió a sí mismo que siempre prescindiría de sus servicios. Sabía que la comunicación más eficiente con un caballo eran el fuete y la rienda.
Eh, Pedro, consultó Ed al cantinero, ¿es cierto lo que se hablantea sobre el indio ese? Porque a mí se me afigura que su único talento es depurar botellas.
Déjalo en paz, respondió Pedro. Y colocó un whisky frente a Ed. Es mi mejor cliente.
Mientras saboreaba su trago, Ed decidió que montaría una guardia afuera de su finca. Dos peones que vigilaran el camino. Voy a atrapar a esos condenados parejeros.
Al salir de la cantina se cruzó con la mirada del indio. Sus ojos eran completamente cristalinos. Como dos canicas de agua. Sin iris, pues.
¿Has traído la tarta?, preguntó Imabelle al ver a Ed entrar por la cocina.
Era el cumpleaños de su hija Clarita.
Claro, mujer.
La depositó en la mesa del comedor y colgó el sombrero en el perchero.
Me crucé con el indio dizque brujo en la cantina, dijo. Ni vuela ni se transforma en coyote ni revive caballos. Sólo es un ebrio.
Imabelle le ordenó lavarse las manos.
Pues en el pueblo aseguran que es milagroso, comentó mientras ponía la mesa. La pobre de Hilda no consiguió embarazarse en dos años de matrimonio. El marido la devolvió a…

Los ganadores del V Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez en sus ediciones anteriores son: en 2017 el español Alejandro Morellón por El estado natural de las cosas (Caballo de Troya), en 2016 el colombiano Luis Noriega por Razones para desconfiar de sus vecinos (Penguin Random House); en 2015 la boliviana Magela Baudoin con La composición de la sal (Plural Editores); y en la primera edición, en 2014, el argentino Guillermo Martínez, con Una felicidad repulsiva (Destino). Este premio es una convocatoria del Ministerio de Cultura de Colombia y la Biblioteca Nacional de Colombia. Surge de la iniciativa del Plan Nacional de Lectura y Escritura “Leer es mi cuento”, que promueve el Gobierno Nacional de Colombia. Nació con la intención de aumentar los índices de lectura en el país, así como de respaldar y promover la calidad literaria de este género y ampliar el espectro de concursos literarios dentro y fuera de Colombia. Puedes ver aquí el artículo sobre ganador de 2017: Alejandro Morellón, AQUÍ.

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