Fantasmas e interioriades de la Unión Europea con Robert Menasse
'La capital', premio a la mejor novela en alemán 2017, es un fresco de la vida cotidiana, política y social de Bruselas. WMagazín avanza un pasaje de esta obra que muestra las fisuras y los retos del proyecto europeo
Presentación WMagazín. Pocas novelas han hecho un viaje al interior de la Unión Europea. Robert Menasse lo hace en La capital (Seix Barral) al crear un fresco de la vidad cotidiana, política y social de Bruselas, la capital de la Unión Europea. Una narración que zigzaguea entre la comedia, la sátira y el drama para mostrar las luces y las sombras del corazón de Europa y desde ahí las fisuras y retos de este proyecto político y económico único en el mundo. La obra obtuvo el Premio Buchpreis a la mejor novela en alemán en 2017.
WMagazín avanza en primicia el comienzo de La capital que editorial Seix Barral publicará el 4 de septiembre en España. Narra la vida de cinco personajes conectados pero con historias que avanzan paralelas en las oficinas, reuniones, congresos y en la vida privada que ayudan a entender las costuras que unen el proyecto europeo.
La novela ha sido señalada como una House of Cards a la europea. «Un fantasma recorre Europa… y un cerdo recorre el centro de Bruselas mientras, a pocos metros, en un hotel, un hombre muere asesinado de un tiro en la nuca. Bienvenidos a Bruselas, capital de la peor burocracia y de los mejores sentimientos. Con motivo del aniversario de la Comisión Europea, un grupo de personajes entre los que se encuentran funcionarios, lobbistas, expertos, supervivientes de Auschwitz y un comisario de policía se dividen entre seguir luchando por mantener a flote el sueño común del viejo continente o hacerlo en nombre de sus propios intereses».
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La capital
Por Robert Menasse
¡Por ahí va un cerdo! David de Vriend lo vio al abrir una ventana del salón para pasear la mirada una última vez por la plaza antes de abandonar para siempre el piso. No era un sentimental. Había vivido allí sesenta años, había visto esa plaza a lo largo de sesenta años, y ahora aquello había llegado a su fin. Eso era todo. Era su frase preferida: siempre que contaba, informaba, atestiguaba algo, decía dos o tres frases y después: «Eso era todo». Para él, esa frase era el único resumen legítimo de cada momento o capítulo de su vida. La empresa de mudanzas había recogido los pocos enseres que se llevaba a la nueva dirección. Enseres: una palabra curiosa pero que a él no le decía nada. Luego los hombres de la empresa encargada de dejar completamente vacía la vivienda llegaron para llevarse todo lo demás, no sólo lo que no estaba bien clavado y remachado, sino también los clavos y los remaches: arrancaron, desmontaron, transportaron, hasta que el piso quedó vacío y como recién barrido. Mientras aún seguían allí la cocina y la cafetera exprés, De Vriend se había hecho un café, había observado a los hombres con cuidado de no interponerse en su camino, durante mucho tiempo había sostenido la taza de café vacía hasta que finalmente la había dejado caer en una bolsa de basura. Luego los hombres se marcharon y el piso quedó vacío. «Como recién barrido», según estipulaba el contrato. Eso era todo. Una última mirada por la ventana. Ahí abajo no había nada que él no conociera, y ahora debía marcharse porque los tiempos habían cambiado; y ahora veía…, sí, en efecto: ¡allí abajo había un cerdo! En pleno Bruselas, en Sainte-Catherine. Tenía que haber salido de la rue de la Braie, corría junto a la valla que habían puesto delante de la casa por las obras, De Vriend se asomó a la ventana y vio que el cerdo, sorteando ahora a algunos transeúntes en la esquina con la rue du Vieux Marché aux Grains, casi chocaba con un taxi.
Kai-Uwe Frigge, impulsado hacia delante por el frenazo, cayó de nuevo en el asiento e hizo una mueca. Llegaba tarde. Estaba impaciente. ¿Qué pasaba ahora? No llegaba realmente tarde, sólo que cuando tenía una cita le gustaba llegar diez minutos antes de la hora, sobre todo en días lluviosos, para asearse un momento en el baño, el pelo húmedo, las gafas empañadas, antes de encontrarse con la persona con la que había quedado.
¡Un cerdo! ¿Lo ha visto, monsieur?, exclamó el taxista. ¡Por poco se me mete en el coche! Se inclinó más allá del volante: ¡Por ahí! ¡Por ahí! ¿Lo ve?
Ahora lo veía Kai-Uwe Frigge. Pasó el dorso de la mano por el cristal, el cerdo se marchaba corriendo hacia un lado, el cuerpo húmedo del animal brillaba, sucio y rosado, a la luz de las farolas.
¡Hemos llegado, monsieur! No puedo acercarme más. ¡Bueno, qué cosas! ¡Por poco se me mete un cerdo en el coche! ¡Vaya suerte que he tenido, desde luego!
Fenia Xenopoulou estaba en el restaurante Menelas sentada en la primera mesa junto al ventanal que daba a la plaza. Estaba de mal humor por haber llegado tan pronto. No denotaba mucha seguridad en sí misma lo de estar allí sentada esperando a que él llegara. Estaba nerviosa. Temiendo que hubiera atascos por la lluvia, había calculado mal la duración del trayecto. Ya iba por el segundo ouzo. El camarero rondaba a su alrededor como una molesta avispa. Ella tenía la mirada fija en la copa y se obligó a no tocarla. El camarero trajo una jarra de agua fresca, luego un platito de aceitunas… y exclamó: ¡Un cerdo!
¿Cómo dice? Fenia levantó la vista, vio que el camarero miraba hipnotizado hacia la plaza y entonces lo vio ella también: el cerdo corría en dirección al restaurante en un ridículo galope, las cortas patitas moviéndose rítmicamente hacia delante y hacia atrás bajo el orondo y pesado cuerpo. Ella pensó primero que era un perro, uno de esos repugnantes bichos cebados por viudas, pero no, era un cerdo, en efecto. Casi como sacado de un libro de cuentos; veía el hocico y las orejas como líneas, como contornos, así se dibuja un cerdo a los niños, pero ése parecía salido de un libro infantil de terror. No era un jabalí; aunque muy sucio, se trataba sin lugar a dudas de un rosado cerdo doméstico que tenía algo de demencial, algo de amenazador. Por el ventanal resbalaba el agua de la lluvia, borrosamente Fenia Xenopoulou vio que el cerdo frenaba de pronto delante de unos transeúntes; con las patas estiradas, resbalaba, se ladeaba, doblaba las patas, se incorporaba y retrocedía al galope, ahora en dirección al hotel Atlas. En ese momento, Ryszard Oswiecki abandonaba el hotel. Ya al salir del ascensor, mientras atravesaba el hall, se había echado sobre la cabeza la capucha de su chaqueta, y ahora salía a la lluvia, deprisa pero no demasiado, no quería llamar la atención. La lluvia era una suerte: capucha, paso rápido, dadas las circunstancias eso era completamente normal y poco llamativo. Nadie debía declarar después que había visto huir a un hombre, de tal edad más o menos, de aproximadamente tal altura, y el color de la chaqueta… sí, sí, eso también lo recordaba. Rápidamente se volvió hacia la derecha, oyó voces excitadas, un grito y un jadeo extrañamente chillón. Se paró un instante, miró hacia atrás. Y entonces descubrió al cerdo. No podía creer lo que veía. Había un cerdo entre dos de esos pilares de hierro forjado que bordeaban la explanada del hotel; la cabeza inclinada, en la postura de un toro al ataque, tenía un no sé qué de ridículo, pero también de amenazador. Aquello era un completo misterio: ¿de dónde había salido ese cerdo, por qué estaba allí? A Ryszard Oswiecki le daba la impresión de que en esa plaza, al menos en la medida en que él la abarcaba con la vista, la vida se había quedado inmóvil y congelada, los pequeños ojos del animal reflejaban centelleantes la luz de neón de la fachada del hotel: entonces Ryszard Oswiecki empezó a correr. Corrió hacia la derecha, volvió de nuevo la vista atrás, el cerdo, resollando, alzó la cabeza, retrocedió varios pasos, se dio la vuelta y atravesó corriendo la plaza en dirección a la hilera de árboles que había delante del Centro Cultural Flamenco De Markten. Los transeúntes que habían observado la escena seguían con la vista al cerdo y no al hombre de la capucha, y ahora Martin Susman vio al animal. Vivía en la casa contigua al hotel Atlas, abría justo en ese momento la ventana para ventilar, y no daba crédito a sus ojos: ¡aquello parecía un cerdo! Acababa de meditar sobre su vida, sobre las casualidades que habían dado lugar a que él, hijo de campesinos austriacos, viviera y trabajara ahora en Bruselas; por su estado de ánimo, todo le parecía absurdo y extraño, pero un cerdo corriendo libremente por allí abajo, por la plaza, era demasiado absurdo, eso sólo podía ser una estratagema de su imaginación, una proyección de sus recuerdos. Miraba pero ya no veía al cerdo.
El cerdo corría en dirección a la iglesia de Sainte-Catherine, cruzó la rue Sainte-Catherine, se mantuvo a la izquierda, sorteando a los turistas que salían de la iglesia, corrió dejando a un lado la iglesia, el quai aux Briques; los turistas reían, seguramente pensaban que el estresado y ya casi colapsado animal era parte del folclore, algún fenómeno local. Muchos hojearían después la guía de viaje buscando una explicación. ¿No se hostigan también los toros en España, en ciertos días de fiesta, por las calles de la ciudad de Pamplona? Quizá se hace lo mismo en Bruselas con los cerdos. Cuando se presencia lo inexplicable allí donde no se espera comprenderlo todo, qué amena es entonces la vida.
En ese momento, Gouda Mustafa dobló la esquina y casi se topó con el cerdo. ¿Casi? ¿No le había tocado, no le había rozado la pierna? ¿Un cerdo? Gouda Mustafa, presa del pánico, saltó a un lado, perdió el equilibrio y cayó al suelo. Y ahora estaba tendido en un charco, se revolcaba, lo que empeoraba la situación, pero no era el barro de la calle, era el contacto con el animal impuro, si lo había habido, lo que le hacía sentirse sucio.
Vio entonces una mano tendida hacia él, vio el rostro de un señor de edad, un rostro triste, preocupado; mojado por la lluvia, aquel hombre parecía llorar. Era el profesor Alois Erhart. Gouda Mustafa no entendió lo que decía, sólo la palabra okay.
¡Okay! ¡Okay!, dijo Mustafa.
El profesor Erhart siguió hablando en inglés, dijo que él también se había caído ese mismo día, pero estaba tan confuso que dijo «failed» en lugar de «fell». Gouda Mustafa no le entendió y dijo otra vez: ¡Okay!
Pero ya llegaba la sirena. La salvación. Policía. Toda la plaza daba vueltas, centelleaba, vibraba en la luz azul. Los vehículos de emergencia avanzaban velozmente hacia el hotel Atlas. El cielo de Bruselas cumplía con su deber: llovía. Ahora parecía que llovían gotas en reluciente azul. Acompañadas, además, de una fuerte racha de viento que a no pocos transeúntes les arrancó y puso del revés el paraguas. Gouda Mustafa tomó la mano del profesor Erhart, se dejó ayudar. Su padre le había prevenido contra Europa.
- La Capital. Robert Menasse. Traducción de Carmen Gauger. Editorial Seix Barral. Llegará a las librerías el 4 de septiembre.
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8- Robert Menasse: La capital (Seix Barral).