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El papa Francisco, Jorge Mario Bergoglio (Argentina, 1936 – Vaticano, 2025). /WMagazín

Francisco, el papa que alertó sobre la “globalización de la indiferencia” y ser “insensibles al grito de los demás”

El escritor español publicó en 2025 la novela 'El loco de Dios en el fin del mundo', resultado de su viaje a Mongolia con el pontifice argentino fallecido el 21 de abril. Publicamos un framgento del libro donde Cercas da claves del papado de Francisco

Murió el papa Francisco, a los 88 años, que trató de revolucionar la Iglesia, fue anticlerical y estuvo en lucha consigo mismo. El escritor español Javier Cercas fue uno de los que mejor lo conoció, pues lo acompañó a su viaje a Mongolia en 2022, hablaron y le abrieron las puertas del Vaticano. De aquella experiencia surgió la novela El loco de Dios en el fin del mundo (Random House). Un libro que narra su viaje con el Papa a Mongolia, habló con él y con personal del Vaticano y la Iglesia Católica para crear este retrato transversal del pontífice y el mundo que lideraba.

Francisco, Jorge Mario Bergoglio (Argentina, 17 de diciembre de 1936 – Vaticano, 21 de abril de 2025) fue el Papa número 266 al suceder a Benedicto XVI. Fue elegido el 13 de marzo de 2013, en el segundo día del Cónclave.

El siguiente es un fragmento de la novela de Javier Cercas:

El loco de Dios en el fin del mundo

Javier Cercas

¿Es tan excepcional que el papa viaje al fin del mundo? ¿Tan raro es que visite un país de la periferia o de eso que solemos llamar periferia? ¿Un país de nuestra periferia religiosa, porque Mongolia es una sociedad de aplastante mayoría budista y minúscula minoría católica, pero también de nuestra periferia política y geográfica, porque Mongolia es un país alejado de los grandes centros de poder y huérfano de relevancia política, económica o geoestratégica, salvo por el hecho de hallarse encajado entre dos imperios, el ruso y el chino, que durante siglos se lo disputaron?

La primera vez que el papa Francisco salió de Roma fue para visitar la isla de Lampedusa. Poco después de que resultara elegido 266.º Sumo Pontífice de la Iglesia Católica a las siete y cinco de la tarde del 13 de marzo de 2013, tras un cónclave que se prolongó por espacio de algo más de veinticuatro horas y exigió cinco votaciones de los miembros del Colegio Cardenalicio, el papa leyó en un periódico que las playas de aquel pedazo de tierra italiana habían recibido muchos de los más de veinticinco mil cadáveres de emigrantes muertos durante la última década en su intento de cruzar el Mediterráneo desde las costas africanas, huyendo del hambre, la miseria y las guerras. El 8 de julio, cuatro meses después, Francisco celebró una eucaristía multitudinaria en el estadio deportivo de la isla y, dirigiéndose a los presentes tras un altar levantado con madera de una de las balsas naufragadas y sujetándose con una mano el solideo para que no se lo llevara el viento, preguntó: “¿Quién es el responsable de esta sangre?”. Luego denunció lo que llamó “la cultura del bienestar, que nos lleva a pensar solo en nosotros mismos y nos hace insensibles al grito de los demás”, alertó contra la “globalización de la indiferencia” y solicitó “la gracia de llorar por la crueldad del mundo, por nuestra propia crueldad y también por la crueldad de quienes, de manera anónima, toman decisiones que provocan dramas como éste”.

Aquello fue una declaración de principios en toda regla: el primer papa latinoamericano, el primer papa llamado Francisco, el primer papa jesuita empezaba su mandato denunciando urbi et orbi los desmanes cometidos por los ricos y los poderosos contra los pobres y los indefensos. “No crean que he venido a traer paz a la Tierra”, dijo Jesucristo, y el papa hubiera podido repetirlo en aquel viaje inaugural: además de una declaración de principios, el discurso de Lampedusa era una declaración de intenciones.

Ése fue su primer viaje; de nuevo: ¿tan raro es el último?

En mayo de 2023, tras sus diez primeros años de pontificado, Francisco había concluido cuarenta y una visitas apostólicas a cincuenta y nueve países; no es un número excepcional. Pablo VI, en la segunda mitad del siglo XX, fue el primer pontífice que salió de Italia desde 1809, pero solo visitó nueve países. Los papas ulteriores han sido papas trotamundos: durante sus veinticinco años de papado, Juan Pablo II visitó ciento veintinueve países; durante sus ocho años de papado, Benedicto XVI visitó veintitrés. En el caso de Francisco lo llamativo no es el número de países sino su nombre. Por orden cronológico: Brasil, Turquía, Francia, Albania, Corea del Sur, Jordania, Palestina e Israel, Uganda y República Centroafricana, Kenia, Cuba y Estados Unidos, Ecuador, Bolivia y Paraguay, Bosnia y Herzegovina, Sri Lanka y Filipinas, Suecia, Georgia y Azerbaiyán, Polonia, Armenia, Grecia (Lesbos), México, Myanmar y Bangladesh, Colombia, Portugal, Egipto, países bálticos, Irlanda, Suiza, Chile y Perú, Tailandia y Japón, Mozambique, Madagascar y Mauricio, Rumanía, Bulgaria y Macedonia del Norte, Marruecos, Emiratos Árabes Unidos, Panamá, Chipre y Grecia, Hungría y Eslovaquia, Irak, Bahrein, Kazajistán, Canadá, Malta, Congo y Sudán del Sur, Hungría. Un hecho llama de inmediato la atención en este listado heteróclito: la escasez de países centrales en la cosmovisión occidental; la abundancia de países que, por razones diversas, solemos considerar periféricos.

El hecho es elocuente: el concepto de “periferia” es capital en el pensamiento de Francisco. Durante un discurso pronunciado ante los cardenales reunidos en precónclave el 9 de marzo de 2013, cuatro días antes de que lo eligieran papa, Francisco afirmó que “la Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las geográficas sino también las existenciales: las del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria”. A esas dos periferias, la geográfica —los centros alejados de la metrópoli— y la religiosa —los lugares donde Dios es un Dios ausente, un Deus absconditus—, Francisco aún añadiría una tercera: la periferia social, el lugar de los desheredados de la tierra. Esa triple periferia es el núcleo de la Iglesia de Francisco. “Si la Iglesia se desentiende de los pobres”, declaró en 2020, “deja de ser la Iglesia de Jesús y revive las viejas tentaciones de convertirse en una élite intelectual o moral”. Así que, para Francisco, la Iglesia debe alejarse del centro, de Roma y el Vaticano y la pompa y circunstancia de la burocracia eclesiástica. Hay dos imágenes opuestas de la Iglesia, proclama este papa de intemperie y extrarradio, “la Iglesia evangelizadora que sale de sí, o la Iglesia mundana que vive en sí, de sí, para sí”. La segunda imagen es catastrófica, piensa Francisco; la primera, redentora: por eso Francisco, que alguna vez quiso ser misionero, reivindica el ímpetu misionero de la Iglesia, su vocación de “ir al encuentro del otro en las periferias, que son lugares, pero sobre todo personas necesitadas”.

No puede decirse que, al menos en este punto, Francisco no practique con el ejemplo. Justo antes de acceder al papado, cuando ejercía como arzobispo de Buenos Aires, Bergoglio era mucho menos conocido en el norte de la ciudad, donde prospera la clase alta y media porteña —en La Recoleta, Palermo, Belgrano u Olivos—, que en las llamadas villas miseria, los barrios menesterosos de los arrabales donde pasaba los fines de semana callejeando, dando charlas, confesando, entrando en las casas, comiendo y bebiendo y conversando aquí y allá con sus moradores; fruto de esa frecuentación, en agosto de 2009 Bergoglio creó un organismo dedicado a ayudar en los barrios pobres: la Vicaría Episcopal para la Pastoral de las Villas de Emergencia. Esto explica que, por entonces, el primer coordinador de ese organismo asistencial, el padre Di Paola, asegurara que para el futuro papa “el centro de Buenos Aires no es la plaza de Mayo, donde reside el poder, sino las periferias, las afueras de la ciudad”; también explica que, pocos meses antes de ser elegido papa, Francisco declarara que el problema de la Iglesia era que se había encerrado en sí misma, que se había vuelto comodona, autocomplaciente y mundana, y que esas facilidades la habían abocado al desencanto. “Tenemos a Jesús atado en la sacristía”, proclamó Bergoglio. Hay que desatarlo, decía, hay sacarlo de ahí y llevarlo a las afueras, el único lugar que no solo permite “ver el mundo tal cual es”, sino también “encontrar un futuro nuevo”.

Este es el discurso de renovación que en 2013 Bergoglio encarnaba en la Iglesia, el mismo que los cardenales promovieron al sentarlo a él en la silla de san Pedro: en 2013, Bergoglio era el líder de la Iglesia en América Latina, un continente periférico donde el catolicismo estaba encontrando su nuevo futuro; la prueba es que por entonces contaba con un cuarenta y uno por ciento del total de los católicos: 483 millones de mil doscientos. Tal vez nadie era más consciente de las razones de su elección como papa que el propio Bergoglio, y por eso las primeras palabras que pronunció desde el balcón de la basílica de San Pedro fueron estas: “Hermanos y hermanas, buenas tardes. Como sabéis, el deber de un cónclave es dar un obispo a Roma. Parece que mis hermanos cardenales han ido a buscarlo casi al fin del mundo”. También habría podido decir: han ido a buscarlo a la periferia.

Así que para el papa Francisco el viaje a Mongolia no es una excepción: es la norma. Francisco viaja a Mongolia para encontrar un futuro nuevo y para ver el mundo tal cual es desde el único lugar desde donde a su juicio puede verse: la periferia, el fin del mundo. Francisco viaja a Mongolia para seguir siendo Francisco.

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Javier Cercas
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