Franz Kafka: cinco ideas para conocer mejor a uno de los escritores que cambió la forma de mirar y escribir
Conmemoramos el centenario de la muerte, 1924, del autor de 'La metamorfosis' y 'El proceso' a traves del análisis de Reiner Stach, Juan Jose Millás o Andrés Neuman, en sendos libros. Asuntos que van desde cómo dedicó su vida a la literatura hasta su identidad desplazada. Homenaje de WMagazín, con la colaboración de Endesa
Presentación WMagazín Franz Kafka fue uno de los escritores del siglo XX que cambió la forma de mirar la vida y el modo de convertirla en literatura. Nació en Praga, República Checa, el 3 de julio de 1883, y murió en Kierling, Austria, el 2 de junio de 1924. Detectó la crisis existencial del individuo en la edad moderna y algunos de los males que aquejan a la sociedad juntados en una narrativa donde conviven lo real, lo fantástico, lo existencialista y lo crítico. Entre sus obras más relevantes figuran La metamorfosis, El desaparecido, El proceso, El castillo y El desaparecido (o América). Kafka se sentía un tanto extraño y eso se reflejaba en sus relaciones sociales y familiares. Tres famosas cartas dan idea de su vida interior y sus vínculos externos: Carta al padre, Cartas a Felice (su prometida) y Cartas a Milena (su amiga).
Franz Kafka estudió Derecho por imposición del padre, con quien tuvo una relación difícil, y trabajó en una compañía de seguros, en la oficina jurídica de indemnizaciones por accidente.
WMagazín repasa su obra y su vida en el centenario de su muerte a través de cinco temas que ayudan a conocer mejor su literatura y su pensamiento. Ello a través de extractos de expertos incluidos en algunos de sus libros:
Una vida dedicada a la literatura
Reiner Stach
En Kafka. Los primeros años y los años de las decisiones. Traducción del alemán: Carlos Fortea (Acantilado)
“Sin duda Kafka era todo lo contrario de un marginal, estaba socialmente integrado y llegó, al fin y al cabo, a subdirector de departamento con derecho a pensión. Pero no amaba su profesión, y la relativa seguridad que le ofrecía había sido comprada al precio de una formación desproporcionadamente larga y agotadora… a costa de su vida, por consiguiente. Los márgenes de decisión, la multiplicidad de opciones que hoy los jóvenes reclaman como naturales, quedaron fuera de su alcance. Siendo ya un treintañero vivía con sus padres y, a excepción de unos pocos meses pasó toda la vida en la misma ciudad, rodeado de un pequeño y casi constante círculo de amigos. Lo que poseía fue devorado por la enfermedad y la hiperinflación. Del «mundo» vio poco, y lo poco que vio casi siempre corriendo, bajo la presión de restrictivos permisos vacacionales. También fueron escasos sus intentos de procurarse compensaciones: nadar, remar, hacer gimnasia, el trabajo en el jardín, el descanso en sanatorios, excursiones al campo y los modestos excesos de las tabernas de Praga. Pero, sobre todo, es estremecedora la desproporción entre los desesperados esfuerzos que hizo durante toda su vida por alcanzar la plenitud sexual y erótica y la escasa y rara dicha alcanzada, que jamás se dio con libertad y jamás se recibió con libertad.
A esas restricciones y pérdidas se añade el inmenso sacrificio de tiempo y energía que Kafka dedicó a la literatura. Veía el acto de escribir como el verdadero eje de su existencia; la escritura lo calmaba y estabilizaba, le hacía feliz y le daba seguridad en sí mismo. Pero también aquí el balance, la proporción entre inversión y beneficio, es casi estrafalario. Por cada página manuscrita que consideró digna de ser publicada hubo diez, quizá veinte páginas que quiso ver destruidas. Todos los proyectos que desbordaban el ámbito de un relato corto fracasaban. Lo mismo cabe decir de los intentos hechos en otros géneros literarios: el lenguaje de la poesía le fue inaccesible, la planeada autobiografía no se llevó a efecto, y también sus pocos y no muy entusiastas experimentos en el ámbito de la creación dramática carecieron de resultados tangibles. Imaginemos que en el legado de un compositor se encontraran, junto a unas pocas obras terminadas de música de cámara, decenas de composiciones interrumpidas, entre ellas tres sinfonías incompletas. ¿Un fracasado? ¿Un incapaz? Brod intentó durante largos años ocultar esta situación, sin precedentes en la historia de la literatura, mediante una tendenciosa estrategia editorial. Pero hoy ya no hay nada que ocultar, la edición crítica de las obras existe, y es inevitable la impresión de que, como escritor, Kafka dejó tras de sí un campo de ruinas.
(…)
El propio Kafka ha evocado una y otra vez la imagen de un abismo interior, tanto en sus diarios como en sus cartas: ‘Lo único que tengo son unas pocas fuerzas, que se concentran en la literatura a unas profundidades que no se advierten en un estado normal…’. ‘Total indiferencia y embotamiento. Una fuente seca, agua a una profundidad inalcanzable, y aun así incierta’. Lo mismo se repite, de forma parecida, en innumerables variaciones. La verdad no viene de arriba, como inspiración o gracia; y tampoco procede de los reinos de este mundo, de la experiencia sensorial, el trabajo o la compasión humana; la verdadera literatura viene únicamente de las profundidades, y lo que no tiene sus raíces en ellas es inventado, es mera ‘construcción’. La imagen es ilustrativa, es evidente al menos para él, para su caso, aunque quizá en lugar de la ‘verdad’ conjurada por Kafka en tantos lugares sería mejor poner el más cauteloso concepto de la autenticidad. Pero si es así, si la imagen de una profundidad interior de difícil acceso dice realmente algo sobre la potencia estética de Kafka, a veces abrumadora, pero a veces también desfalleciente por entero, no queda más remedio que seguirle allí, incluso bajar un poquito más y echar un vistazo”.
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La metamorfosis en el siglo XXI
Juan José Millás
En el prólogo de La metamorfosis. Traducción de Isabel Hernández. Ilustraciones de Antonio Santos (Nórdica Libros).
“Una vez perdido el pudor, me entregué sin culpa también a la lectura de Kafka, de todo Kafka, aunque cuando tenía un rato volvía a La metamorfosis, que era el lugar del crimen, por decirlo de un modo rápido. Y regresaba, lo mismo que el criminal, para preguntarme cómo había sido posible la ejecución de aquella obra (después de todo, leerla es una forma de escribirla). No importa cuántas veces penetre uno en este libro; al final siempre se pregunta lo mismo: ¿cómo lo ha hecho? Y es que se trata de una novela sin forro. Quiero decir con ello que le das la vuelta y es exactamente igual por un lado que por otro: ni siquiera es fácil advertir, una vez colocada del revés, esa fina cicatriz que en los calcetines delata si se encuentran de uno u otro lado. No hay forma de verle las costuras. Y nosotros, qué le vamos a hacer, estamos educados para hablar de las costuras. Gran parte de la crítica literaria consiste en un ejercicio de retórica sobre las costuras. Sin ellas, los estudiosos de este o de aquel autor se habrían quedado sin trabajo, o sin becas. Pues bien, en esta novela no hay cicatrices por las que perderse, o por las que introducir el dedo en la llaga. Si tratas de abrirla para verle el mecanismo te la cargas porque la caja que la contiene y la maquinaria son la misma cosa. Nos gustaría decir que es una pieza de relojería, pero tampoco sería cierto. Los relojes fascinan por el ritmo de las ruedas dentadas que transmiten el movimiento de un lado a otro del artefacto. Pero aquí tampoco hay ruedas dentadas, casi no hay artefacto. Si me apuran, no hay ni movimiento. La simpleza aparente del relato es tal que la distinta consideración de que gozaba en los medios que si uno va levantando capas de materiales narrativos en busca del motor primordial, cuando levanta el último velo no hay nada detrás. Nada. En eso, curiosamente, La metamorfosis nos recuerda a la vida.
(…)
Y es que, si no hay duda de que La metamorfosis puede ser calificada desde algún punto de vista como una novela de humor, también, y simultáneamente, nos parece una novela de terror. Quizá en esta mezcla reside su acierto. A partir de su lectura uno comprende que el terror sin la risa, o viceversa, es puro género, y el género, ya lo sabemos, es una enfermedad que a veces le sale a la literatura. Cuando al atravesar las páginas de un libro el lector duda de si debe reír o llorar, excitarse o calmarse, padecer o gozar, porque no hay notas a pie de página, ni guías turísticos que lo indiquen, es cuando uno puede tener la seguridad de encontrarse frente a una verdadera obra de arte en cuyo interior de nada sirven los recursos morales o estéticos prefabricados. Pese a ello, como decíamos antes, La metamorfosis puede ser leída, y seguramente comprendida, por un lector no experimentado, por un adolescente que apenas haya comenzado a construir su biografía lectora. ¿Se puede dar más en tan poco espacio?
Así pues, el que parecía el autor del absurdo se nos revela de súbito como el escritor del sentido. Y el libro que se nos venía presentando como una novela de terror deviene ahora en un relato de humor. Lo curioso es que todo ello, referido a La metamorfosis, es rigurosamente cierto. Más aún: tratándose de una novela fantástica, La metamorfosis es al mismo tiempo sorprendentemente realista. Tampoco es de extrañar, después de todas estas contradicciones, que sin dejar de ser uno de los relatos más sencillos de su siglo sea también el más complejo”.
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Consagración e identidad desplazada
Andrés Neuman
En el prólogo de Cuentos completos. Traducción: Alberto Gordo (Páginas de Espuma)
“Oscilando entre una aparente indiferencia y una extrema susceptibilidad, su inteligencia sensible termina refutando o parodiando al súper hombre de su época, ese que protagonizaba las políticas y las poéticas. Vulnerable, pudorosa y dubitativa, en incurable estado de incertidumbre, la figura de Kafka nos resulta quizás un siglo más cercana que las sobreactuaciones épicas de Hemingway o Henry Miller, por mencionar dos casos en sus antípodas. ‘mis dudas se levantan en círculo alrededor de cada palabra’, confiesa en su diario, ‘las veo antes que la palabra’. Esas dudas son el fantasma final de toda su escritura, en la cual hasta los fantasmas dudan de su propia existencia.
Su inapelable consagración a largo plazo se basa, entre otros factores, en su aversión al éxito a corto plazo, en una suerte de desconfianza estructural con respecto a la noción misma de triunfo. El arranque de Para que reflexionen los jinetes se revela memorable en este sentido: ‘Pensándolo bien, nada puede tentarnos a querer ser el primero en una carrera’. Kafka escribe como un hombre cansado de todo aquello que nunca tuvo, filosóficamente agotado por unos intentos de los que prefirió abstenerse.
En esta huida de todo centro juega un papel crucial su identidad desplazada, hecha de minorías superpuestas: demasiado judío para el canon alemán de entreguerras (recordemos que sus tres hermanas, al igual que Milena, murieron en campos de concentración), demasiado germanófono para la tradición nacional checa, demasiado incómodo para el futuro soviético de su Praga natal, demasiado distinto de su propio padre. Quizá por eso sea tan de nadie y tan nuestro. En Una visita a la mina, atravesando túneles, leemos: ‘Debemos apartarnos, incluso hacia donde no hay espacio para apartarse’. Su corresponsal y traductora Milena Jesenská sintetizó como nadie esta actitud en una necrológica con aroma a epitafio:
‘demasiado sabio para vivir, demasiado débil para luchar, de esos que se someten al vencedor y acaban por avergonzarlo’.
Junto a las infinitas interpretaciones que ha merecido la mutación de Samsa, hay una más modesta y corporal: se trata de un trabajador consumido por sus esfuerzos. Poco antes de su publicación, Kafka lamenta en su diario algo no tan distinto de aquel célebre comienzo. ‘Hoy, cuando iba a dejar la cama, simplemente me he doblado sobre mí mismo. La razón es muy sencilla; estoy del todo agotado por exceso de trabajo’.
Su narrativa posee un nervio político y elusivo en el mismo trazo, manteniéndose igual de refractaria a la ingenuidad que al panfleto. La guerra actúa en ella como asedio, rara vez como asalto, ejerciendo una presión implícita sobre sus personajes”.
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El amor y Felice
Franz Kafka
En Cartas 1914-1920, Obras completas V. Edición dirigida por Jordi Llovet. Traducción: Carlos Fortea (Galaxia Gutenberg)
“783. a felice bauer, berlín Praga, probablemente domingo 1 y lunes 2 de noviembre de 1914 [Membrete:] H.K.
En lo que a mí respecta, Felice, entre nosotros no ha cambiado ni lo más mínimo en los últimos tres meses, ni en el buen ni en el mal sentido. Naturalmente que estoy dispuesto a recibir tu primera llamada, y sin duda habría respondido enseguida tu carta anterior, de haberme llegado. No he pensado escribirte –en el Askanischer Hof quedó demasiado de manifiesto el escaso valor de las cartas y de todo lo escrito–, pero, dado que mi cabeza (incluso en medio de sus dolores, y precisamente hoy) sigue siendo la misma, no deja de ser asaltada por pensamientos y sueños relacionados contigo, y a mis ojos la convivencia que hemos tenido sólo a veces fue amarga, la mayor parte del tiempo fue pacífica y feliz. Por un momento he estado a punto no de escribirte pero sí de enviarte una nota por medio de otra persona –no adivinarás quién–; fue en un momento muy concreto, a punto de dormirme, hacia las cuatro de la mañana, la hora habitual de mi primer sueño. Pero, sobre todo, no pensaba escribirte porque realmente lo más importante de nuestra relación me parecía que estaba claro. Hace mucho que te equivocas cuando dices –y lo haces con frecuencia– que entre nosotros quedan cosas por decir. Lo que nos ha faltado no es decir cosas, sino creer en lo que decimos. Como no podías creer lo que oías y veías, pensabas que había cosas que se quedaban sin decir. No eras capaz de darte cuenta del poder que sobre mí tiene mi trabajo; te percatabas de ello, pero ni de lejos en todo su alcance. En consecuencia, tendías a interpretar de manera incorrecta todas las peculiaridades que la preocupación por ese trabajo, sólo la preocupación por ese trabajo, provocaba en mí, y quedabas confundida. Por si fuera poco, esas peculiaridades (que admito que son execrables, y que a nadie repugnan más que a mí) se te mostraban a ti con especial crudeza. Eso era muy natural, y no sólo por terquedad mía. Verás, tú no sólo eras la mejor amiga, eras al mismo tiempo la mayor enemiga de mi trabajo, al menos desde el punto de vista del trabajo mismo, de ahí que mi trabajo, que te quería por encima de todo, tuviera a la vez que defenderse de ti con todas sus fuerzas, por sentido de autoconservación. Y así era en cada detalle. Pensaba en eso, por ejemplo, cuando en cierta ocasión compartía con tu hermana una cena consistente casi exclusivamente en carne. Si hubieras estado presente, probablemente yo hubiera pedido almendras».
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Relación con el padre
Franz Kafka
En Carta al padre
“Hace poco me preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe darte una respuesta, en parte precisamente por el miedo que te tengo, en parte porque para explicar los motivos de ese miedo necesito muchos pormenores que no puedo tener medianamente presentes cuando hablo. Y si intento aquí responderte por escrito, sólo será de un modo muy imperfecto, porque el miedo y sus secuelas me disminuyen frente a ti, incluso escribiendo, y porque la amplitud de la materia supera mi memoria y mi capacidad de raciocinio.
A ti la cosa siempre te ha resultado muy sencilla, al menos en la medida en que has hablado de ella delante de mí y delante -indiscriminadamente- de muchos otros. Tú piensas más o menos lo siguiente: has trabajado a destajo tu vida entera, lo has sacrificado todo por tus hijos, muy especialmente por mí, lo que me ha permitido vivir «por todo lo alto», he tenido completa libertad para estudiar lo que me ha apetecido, no tengo motivos de preocupación en cuanto al pan de cada día, o sea, no tengo motivo alguno de preocupación; tú no has exigido a cambio gratitud, conoces «la gratitud de los hijos», pero sí al menos una cierta deferencia, alguna que otra muestra de simpatía; en lugar de eso, yo siempre me he escabullido de tu presencia, refugiándome en mi habitación, en los libros, en amigos chalados, en ideas exaltadas; nunca he hablado abiertamente contigo, nunca me he puesto a tu lado en el templo, jamás te he ido a ver a Franzensbad, ni en general he tenido nunca espíritu de familia, no me he ocupado de la tienda ni de tus demás asuntos, te he endosado la fábrica y después te he dejado plantado, a Ottla la he apoyado en su caprichosa testarudez y mientras que por ti no muevo un dedo (ni siquiera te traigo entradas para el teatro), por los amigos lo hago todo.
Si resumes lo que piensas de mí, el resultado es que no me echas en cara nada propiamente inmoral o malo (a excepción tal vez de mi último proyecto matrimonial), pero sí frialdad, rareza, ingratitud. Y me lo echas en cara de una manera como si fuese culpa mía, como si yo hubiese podido cambiarlo todo con sólo dar un giro al volante, mientras que tú no tienes la menor culpa, como no sea la de haber sido demasiado bueno conmigo.
(…)
Es curioso, pero una cierta idea de lo que quiero decir sí que tienes. Así, por ejemplo, hace poco me dijiste: «Yo siempre te he querido, aunque exteriormente no haya sido contigo como suelen ser otros padres, precisamente porque no sé disimular como otros». Yo, padre, nunca he puesto en duda, en general, tu bondad para conmigo, pero esa observación no la considero acertada. Tú no sabes disimular, eso es cierto, pero sólo por ese motivo querer afirmar que los otros padres disimulan es, o bien puras ganas de no dar el brazo a torcer, y entonces no vale la pena seguir discutiendo, o bien (y de eso se trata realmente, en mi opinión) una forma velada de expresar que algo no funciona entre nosotros y que tú has contribuido, aunque sin culpa, a que así sea. Si realmente es esto lo que piensas, estamos de acuerdo”.
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