García Márquez: atlas del amor, el deseo y las pasiones de toda estirpe en sus cuentos y novelas (2)
La publicación del inédito 'En agosto nos vemos', del Nobel colombiano, la historia de una mujer casada de mediana edad que explora su feminidad, su deseo, su sexualidad y sus sentimientos fuera del matrimonio, nos sirve para recordar que el amor es un elemento clave en la obra del escritor. Repasamos pasajes amorosos cruciales de toda su obra. Especial de WMagazín, con la colaboración de Endesa
La publicación de la novela corta inédita En agosto nos vemos, de Gabriel García Márquez (1927-2014), no solo es el acontecimiento literario de 2024, sino que recuerda la importancia del mundo femenino en su obra, y de la mujer con sus deseos, amores y pasiones. Ellas, más que los hombres, son quienes suelen tomar las decisiones, empujan el destino de los sentimientos y con ello hacen avanzar el mundo.
En agosto nos vemos relata la vida de Ana Magdalena Bach, una mujer casada de mediana edad que explora su feminidad, su deseo, su sexualidad y sus sentimientos fuera del matrimonio. (Puedes ver la primera entrega de este especial AQUÍ).
El Nobel colombiano empezó a escribir esta historia como un cuento, a finales del siglo XX, que iría dentro de un volumen con otros cuatro relatos. El 18 de marzo de 1999 leyó el primer capítulo de esta nouvelle en Casa de América de Madrid (España). Luego entró en la escritura de sus memorias, Vivir para contarla, y en la novela corta Memorias de mis putas tristes, su última libro publicado en 2004. En ese mismo periodo, En agosto nos vemos empezó a transformarse en novela. Llegó a escribir cinco versiones, pero no le terminó de convencer el resultado. Dejó el proyecto a un lado en los momentos en que avanzó su alzheimer, hacia finales de la primera década del siglo XXI. Varios expertos analizaron, para WMagazín, la pertinencia o no de publicar este inédito póstumo.
La publicación de esta nouvelle se hará el 6 de marzo de 2024 cuando García Márquez hubiera cumplido 97 años, al tiempo que se conmemora una década de su muerte, el 14 de abril de 2014. El libro tiene 120 páginas y lo edita Penguin Random House en español, salvo en México y Centroamérica, donde lo publica Planeta, bajo el sello Diana.
A partir de este suceso literario rendimos homenaje al escritor de clásicos contemporáneos como El coronel no tiene quien le escriba, Cien años de soledad, El otoño del patriarca, Crónica de una muerte anunciada y El amor en los tiempos del cólera, para recordar que el amor es un elemento clave en la obra García Márquez y que la mujer es quien suele tomar las decisiones y garantizar que el mundo siga girando. Recordamos pasajes amorosos cruciales de toda su obra para crear el siguiente Atlas del amor, el deseo y la pasión de toda estirpe:
Los mejores pasajes amorosos en la obra de García Márquez
Amores soñados: Ojos de perro azul (1950)
“Afuera el viento aleteó un instante, se quedó quieto después y se oyó la respiración de un durmiente que acababa de darse vuelta en la cama. El viento del campo se suspendió. Ya no hubo más olores. ‘Mañana te reconoceré por eso’, dije. ‘Te reconoceré cuando vea en la calle una mujer que escriba en las paredes: ‘Ojos de perro azul’. Y ella, con una sonrisa triste —que era ya una sonrisa de entrega a lo imposible, a lo inalcanzable—, dijo: ‘Sin embargo no recordarás nada durante el día’. Y volvió a poner las manos sobre el velador, con el semblante oscurecido por una niebla amarga: ‘Eres el único hombre que, al despertar, no recuerda nada de lo que ha soñado”.
***
Amores sin condiciones: La mujer que venía a las seis (1950)
“Durante todo este tiempo José había estado moviéndose detrás del mostrador, removiendo objetos, quitando una cosa de un lugar para ponerla en otro. Estaba en su papel.
—Quiero verte contenta —repitió. Se detuvo bruscamente, volviéndose hacia donde estaba la mujer.
—¿Tú sabes que te quiero mucho? —dijo.
La mujer lo miró con frialdad.
—¿Siii…? ¡Qué descubrimiento, José! ¿Crees que me quedaría contigo por un millón de pesos?
—No he querido decir eso, reina —dijo José—. Vuelvo a apostar a que te hizo daño el almuerzo.
—No te lo digo por eso —dijo la mujer. Y su voz se volvió menos indolente—. Es que ninguna mujer soportaría una carga como la tuya ni por un millón de pesos.
José se ruborizó. Le dio la espalda a la mujer y se puso a sacudir el polvo en las botellas del armario. Habló sin volver la cara.
—Estás insoportable hoy, reina. Creo que lo mejor es que te comas el bistec y te vayas a acostar.
—No tengo hambre —dijo la mujer.
Se quedó mirando otra vez la calle, viendo los transeúntes turbios de la ciudad atardecida. Durante un instante hubo un silencio turbio en el restaurante. Una quietud interrumpida apenas por el trasteo de José en el armario. De pronto la mujer dejó de mirar hacia la calle y habló con la voz apagada, tierna, diferente.
—¿Es verdad que me quieres, Pepillo?
—Es verdad —dijo José, en seco sin mirarla.
—¿A pesar de lo que te dije? —dijo la mujer.
—¿Qué me dijiste? —dijo José, todavía sin inflexiones en la voz, todavía sin mirarla.
—Lo del millón de pesos —dijo la mujer.
—Ya lo había olvidado —dijo José.
—Entonces, ¿me quieres? —dijo la mujer.
—Sí —dijo José.
Hubo una pausa. José siguió moviéndose con la cara revuelta hacia los armarios, todavía sin mirar a la mujer. Ella expulsó una nueva bocanada de humo, apoyó el busto contra el mostrador y luego, con cautela y picardía, mordiéndose la lengua antes de decirlo, como si hablara en puntillas:
—¿Aunque no me acueste contigo? —dijo.
Y sólo entonces José volvió a mirarla:
—Te quiero tanto que no me acostaría contigo —dijo.
Luego caminó hacia donde ella estaba. Se quedó mirándola de frente, los poderosos brazos apoyados en el mostrador, delante de ella, mirándola a los ojos. Dijo:
—Te quiero tanto que todas las tardes mataría al hombre que se va contigo.
En el primer instante la mujer pareció perpleja. Después miró al hombre con atención, con una ondulante expresión de compasión y burla. Después guardó un breve silencio, desconcertada. Y después rió, estrepitosamente.
—Estás celoso, José. ¡Qué rico, estás celoso!”.
***
Amores domesticados: El coronel no tiene quién le escriba (1961)
“En el curso del almuerzo el coronel comprendió que su esposa se estaba forzando para no llorar. Esa certidumbre lo alarmó. Conocía el carácter de su mujer, naturalmente duro, y endurecido todavía más por cuarenta años de amargura. La muerte de su hijo no le arrancó una lágrima.
Fijó directamente en sus ojos una mirada de reprobación. Ella se mordió los labios, se secó los párpados con la manga y siguió almorzando.
-Eres un desconsiderado -dijo.
El coronel no habló.
-Eres caprichoso, terco y desconsiderado -repitió ella. Cruzó los cubiertos sobre el plato, pero en seguida rectificó supersticiosamente la posición-. Toda una vida comiendo tierra, para que ahora resulte que merezco menos consideración que un gallo.
-Es distinto -dijo el coronel.
-Es lo mismo -replicó la mujer-. Debías darte cuenta de que me estoy muriendo, que esto que tengo no es una enfermedad, sino una agonía.
El coronel no habló hasta cuando no terminó de almorzar.
-Si el doctor me garantiza que vendiendo el gallo se te quita el asma, lo vendo en seguida -dijo-. Pero si no, no.
Esa tarde llevó el gallo a la gallera. De regreso encontró a su esposa al borde de la crisis. Se paseaba a lo largo del corredor, el cabello suelto a la espalda, los brazos abiertos, buscando el aire por encima del silbido de sus pulmones. Allí estuvo hasta la prima noche. Luego se acostó sin dirigirse a su marido.
Masticó oraciones hasta un poco después del toque de queda. Entonces el coronel se dispuso a apagar la lámpara. Pero ella se opuso.
-No quiero morirme en tinieblas -dijo”.
***
Amores compartidos: El ahogado más hermoso del mundo (1968)
“Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No solo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación. (…)
Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con solo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquel era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
—Tiene cara de llamarse Esteban.
Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban”.
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Amores suplicantes: El otoño del patriarca (1975)
“Buscaba los lugares solitarios de la casa para cantar sin ser oído tu primer valse de reina, para que no me olvides, cantaba, para que sientas que te mueres si me olvidas, cantaba, se sumergía en el cieno de los cuartos de las concubinas tratando de encontrar alivio para su tormento, y por primera vez en su larga vida de amante fugaz se le desenfrenaban los instintos, se demoraba en pormenores, les desentrañaban los suspiros a las mujeres más mezquinas, una vez y otra vez, y las hacía reír de asombro en las tinieblas no le da pena general, a sus años, pero él sabía de sobra que aquella voluntad de resistir eran engaños que se hacía a sí mismo para perder el tiempo, que cada tranco de su soledad, cada tropiezo de su respiración lo acercaban sin remedio a la canícula de las dos de la tarde ineludible en que se fue a suplicar por el amor de Dios el amor de Manuela Sánchez en el palacio del muladar de tu reino feroz de tu barrio”.
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Amores odiados: Crónica de una muerte anunciada (1978)
“Ángela Vicario se atrevió apenas a insinuar el inconveniente de la falta de amor, pero su madre lo demolió con una sola frase:
-También el amor se aprende.
A diferencia de los noviazgos de la época, que eran largos y vigilados, el de ellos fue de solo cuatro meses por las urgencias de Bayardo San Román. (…)
Dueña por primera vez de su destino, Ángela Vicario descubrió entonces que el odio y el amor son pasiones recíprocas”.
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Amores obsesivos: El amor en los tiempos del cólera (1985)
“Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. (…)
En realidad, era muy poco lo que sabía Fermina Daza de aquel pretendiente taciturno que había aparecido en su vida como una golondrina de invierno, y del cual no hubiera conocido ni siquiera el nombre de no haber sido por la firma de la carta. Había averiguado desde entonces que era el hijo sin padre de una soltera laboriosa y seria, pero marcada sin remedio por el estigma del fuego de un único extravío juvenil. Se había enterado de que no era mensajero del telégrafo, como ella suponía, sino un asistente bien cualificado con un futuro promisorio, y pensó que había llevado el telegrama a su padre solo como un pretexto para verla a ella (…)
Fue el año del enamoramiento encarnizado. Ni el uno ni el otro tenían vida para nada distinto de pensar en el otro, para soñar con el otro, para esperar cartas con tanta intensidad como las contestaba. Nunca en aquella primavera de delirio, ni en el año siguiente, tuvieron ocasión de comunicarse de viva voz”.
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Amores agonizantes: Del amor y otros demonios (1994)
“Abrió la maletita de Sierva María y puso las cosas una por una sobre la mesa. Las conoció, las olió con un deseo ávido del cuerpo, las amó, y habló con ellas en hexámetros obscenos, hasta que no pudo más. Entonces se desnudó el torso, sacó de la gaveta del mesón de trabajo la disciplina de hierro que no se había atrevido a tocar, y empezó a flagelarse con un odio insaciable que no había de darle tregua hasta extirpar de sus entrañas hasta el último vestigio de Sierva María. El obispo, que había quedado pendiente de él, lo encontró revolcándose en un lodazal de sangre y lágrimas.
‘Es el demonio, padre mío’, le dijo Delaura. ‘El más terrible de todos’. (…)
El pánico había sido reemplazado por la zozobra del corazón. Delaura no tenía sosiego, hacía las cosas de cualquier modo, flotaba, hasta la hora feliz en que huía del hospital para ver a Sierva María”.
- Próxima entrega: continuamos con los mejores fragmentos de amor, deseo y pasión en cuentos y novelas de Gabriel García Márquez.
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