
Fotograma de la película ‘Cónclave’, de Edward Berger, basada en la novela homónima de Robert Harris /WMagazín
Historia de los papas: poder, ambición, violencia, progreso, intriga, política y pugnas entre la tradición y el futuro
La salud delicada del pontífice Francisco ha desatado las especulaciones. WMagazín recomienda varios libros para conocer la historia de los 266 papas, sus claroscuros y cómo es la elección de uno, cuyo título existe desde el año 306
La cristiandad triunfó a partir del año 306 y el título de Papa se creó cuando el obispo Siricio lo asumió hacia finales del siglo IV. Diecisiete siglos después, el mundo mira al Vaticano expectante ante la salud del papa Francisco, el pontífice número 266 de la Iglesia Católica. Su nombre es Jorge Mario Bergoglio (Buenos Aires, Argentina, 17 de diciembre de 1936, 88 años) que sucedió a Benedicto XVI tras renunciar al pontificado. Pase lo que pase, su continuación, renuncia, incapacidad o muerte, ya ha desatado la maquinaria de la imaginación, las intrigas y las estrategias por la carrera de su sucesión y los intereses de quienes querrían una Iglesia más tradicional y otros una más acorde a los tiempos.
La historia de los papas y del Vaticano está poblada de ayuda a la gente, progreso y arte; pero, también, de ambición, polémica, violencia, escándalo, corrupciones de toda índole, venganzas, secretos, leyendas e intrigas más que novelescas. Su poder e influencia en la sociedad y en la política son incalculables, al punto que han determinado el destino de millones de personas y del mundo.
El primer Papa fue Pedro, quien pudo serlo desde los años 30 (cuando murió Jesucristo) o 42 (cuando llegó a Roma), hasta el 64 o 67. La iglesia católica ha tenido 264 papas y 266 papados, este desajuste de números se debe a que Benedicto IX fu Papa en tres ocasiones: el número 145 (del año 1032 al 1044), el 147 (abril y mayo de 1045) y el 150 (del año 1047 al 1048). El papa es, ante todo, obispo de Roma, y se le llama desde santo padre, hasta vicario de Cristo, pasando por sumo Pontífice. Desde 1929 tiene el título de soberano de la Ciudad del Vaticano. Sólo diez papas han ostentado el título por más de veinte años (el pontificado más largo fue el de Pío IX, durante 31 años, 7 meses y 22 días), y 42 lo han sido durante menos de un año (el más breve fue el de Urbano VII, durante trece días).
WMagazín ha seleccionado tres libros, dos ensayos y una novela, que permiten conocer mejor la historia del Vaticano, la vida de los papas y los mecanismos actuales de la elección del Pontífice.
La historia de los Papas o descenso al micromundo del poder y la perversidad
Los Papas. Una historia
John Julius Norwish. Prólogo de Antony Beevor. Traducción de Christian Marti-Menzel (Reino de Redonda)
El historiador John Julius Norwich escribe sobre la historia de los pontífices del cristianismo, una saga de poder, violencia, rivalidad, ambición y traición en Los Papas. Una historia (Reino de Redonda). Este libro es una joya de la cultura general no solo para conocer la historia de los pontífices, sino para entender y comprender mejor parte del destino de la humanidad en los últimos dos mil años. Norwich se adentra, con una prosa muy cuidada y amena, en los orígenes y desarrollo de esa institución y sus entresijos, que termina siendo un micromundo del poder y la perversidad. Esta obra tiene como prologuista al historiador Antony Beevor quien recuerda:
“La cristiandad consiguió triunfar a partir de 306, año en el que Constantino fue aclamado en York por la legión romana como sucesor del emperador Diocleciano. Su influencia en el curso de la historia difícilmente se puede exagerar. No solo hizo del cristianismo la religión oficial del Imperio romano, sino que su decisión de trasladar la capital imperial a Constantinopla condujo a un gran cisma entre la Iglesia de Occidente y lo que se convertiría en las Iglesias Ortodoxas de Oriente. A pesar de que abandonó Roma tras su visita en 326, su construcción de las grandes basílicas, por encima de todas ellas la de San Pedro en la Colina Vaticana, preparó el terreno para la gloria futura de la Iglesia Católica. Sin embargo, durante mucho tiempo los obispos de Roma, tal como reconoció el papa Silvestre I, disfrutaron de poco poder. Las herejías, los cismas y los Antipapas constituyeron su destino durante varios siglos en un mundo fragmentado, obsesionado con las minucias del dogma y del poder político. El propio Constantino el Grande intentó imponer la unidad durante el Concilio de Nicea en 324, pero esta no duró mucho. Menos de sesenta años después, en 381, el emperador Teodosio el Grande prohibió todos los cultos paganos y heréticos. “En menos de un siglo, una iglesia perseguida se había convertido en una iglesia perseguidora”, subraya Norwich. Los judíos pasaron a ser un objetivo al considerárselos los asesinos de Cristo. Extrañamente, incluso hoy en día el hecho de que Cristo y sus apóstoles fueran ellos mismos judíos, parece ser una contradicción inmencionable entre las mentes antisemitas.
El título de Papa no se creó hasta que el obispo Siricio lo asumió hacia finales del siglo IV. Su sucesor, Inocencio I, negoció con Alarico el Visigodo cuando este invadió Italia y ocupó Roma en 410. El imperio occidental de Augusto, que comprendía desde la península ibérica hasta el Rin y al norte hasta la muralla de Adriano, se acercaba efectivamente a su fin, aunque Alarico muriera a causa de unas fiebres y Atila el Huno se retirara de Italia en 452 sin haber saqueado la Ciudad Santa. La suerte de Roma no duró. Tres años más tarde, los vándalos llegaron y arrasaron la ciudad durante dos semanas, dejando apenas nada detrás.
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El nacimiento del progreso del mundo occidental cuando se abrió la puerta a la razón
La invención del poder. Papas, reyes y el nacimiento de Occidente
Bruce Bueno de Mesquita. Traducción: Lorenzo Luengo (Siruela)
El politólogo estadounidense Bruce Bueno Mesquita explica en La invención del poder. Reyes, papas y el nacimiento de Occidente (Siruela) por qué las raíces del progreso occidental (prosperidad, libertad, tolerancia, etc) empezaron con la firma del Concordato de Worms, el 23 de septiembre de 1122. Fue cuando se iniciaron, en serio, la separación de poderes entre la Iglesia y los estados-nación. El camino para terminar con las teocracias y permitir, entre otras cuestiones, avances científicos y dar espacio a la razón. Es la respuesta que da Bruce Bueno de Mesquita a la pregunta de por qué Occidente se convirtió en la civilización más poderosa.
Bruce Bueno de Mesquita recurre a sus conocimientos como especialista en gestión política y acuerdos de alto nivel para ofrecer su teoría: que un compromiso entre iglesias y naciones-Estado que, a todos los efectos, intercambiaban dinero por poder y poder por dinero, en el Concordato de Worms incentivó el crecimiento económico, facilitó la secularización y mejoró el destino de los ciudadanos. En los siglos siguientes, los que han mostrado una dinámica competitiva similar entre Iglesia y Estado han obtenido a la larga mejores resultados que aquellos que no. Esta génesis planteada por Bueno de Mesquita habla de quiénes somos y de dónde venimos:
“No es mi intención celebrar, denigrar o negar los logros europeos. Mi objetivo consiste más bien en explicar las maniobras estratégicamente calculadas de papas y reyes para alcanzar dichos logros. Con ese fin exploraremos los orígenes históricos de la excepcionalidad occidental entendida como el producto de tres tratados firmados en el siglo XII. Veremos, como una cuestión de lógica, pero con pruebas en la mano, que se puede extraer una relación directa entre esos tratados y las variaciones en la secularización de Europa, su crecimiento económico, su compromiso o su eventual abandono de la Iglesia católica, y la creación de un gobierno parlamentario responsable. Esos vínculos lógicos no pasan ni por la religión ni por la monarquía, si bien ambos son un instrumento para su consecución. El vínculo con la excepcionalidad pasa por la competencia regulada que los tres tratados pusieron en liza. (…).
Este libro sostiene que el Concordato de Worms, un acuerdo prácticamente ignorado y olvidado que se firmó el 23 de septiembre de 1122, así como sus precursores, suscritos por la Iglesia católica y los reyes de Inglaterra y Francia en 1107, son el pilar que permitió la mayor prosperidad de Europa del norte frente a la Europa del sur, que unas partes de Europa rompieran con la Iglesia católica cuando otras mantenían su adhesión a ella, que unos reinos europeos desarrollaran gobiernos responsables que destacaron por encima de otros, y que la ciencia arraigara y diera mejores frutos en algunas partes de Europa que en otras. En pocas palabras, el Concordato de Worms puso los cimientos que darían lugar en Francia a la creación de la excepcionalidad occidental y a la gradual dispersión hacia el norte de sus efectos para diseminarse después por todas partes. Esa excepcionalidad, esa tolerancia, prosperidad y libertad comenzaron a forjarse y a extenderse cuatrocientos años antes de Lutero y de la Reforma protestante».
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El cónclave puertas adentro: la oscuridad de la ambición
Cónclave
Robert Harris. Traducción: Raúl García Campos (Grijalbo)
¿Qué suele suceder cuando parece inminente la muerte de un papa, qué se hace cuando fallece y cómo se pone en marcha y funciona el cónclave que habrá de elegir al sucesor? Muchos artículos de prensa, libros y películas han escrito sobre estos momentos. No faltan, incluso, novelas que especulan y recrean la muerte para el mundo exterior de un papa, cuando de puertas para adentro es un asesinato. Lo cierto es que se debe engrasar toda una maquinaria que moviliza a docenas de cardenales que vienen por todo el mundo rumbo al Vaticano para hacer esa elección.
Robert Harris (Inglaterra, 1957) fue un periodista de la BBC y de The Observer especializado en thrillers históricos exitosos en ventas como la ucronía Patria, donde la Alemania nazi resulta vencedora en la Segunda Guerra Mundial, o los basados en la Roma antigua con títulos como Pompeya y la trilogía Imperium, inspirada en la vida del gran orador Cicerón. Y en 2016 publicó Cónclave una novela que desentraña todas las preguntas formuladas al comienzo de este apartado sobre la muerte y sucesión de un papa. Ya en su momento se convirtió en un superventas y su adaptación al cine, bajo la dirección de Edward Berger y protagonizada por Ralph Fiennes, con siete nominaciones a los premios Oscar 2025, ha vuelto a colocar el libro en la actualidad.
Novela y película describen detalladamente, desde los edificios donde se hospedan los cardenales, hasta la Capilla Sixtina y su arreglo para acoger el cónclave, hasta los diferentes procesos del antes, preparación y ejecución de este evento que debe elegir un pontífice para los católicos. Una novela en sí misma la sola estructura y su descripción. Salvo algunas licencias literarias y de ficción para encajar las piezas hacia el final con vocación política acorde a estos tiempos de apertura, igualdad y respeto a todos que, quizá, le gustaría a Robert Harris.
“El Papa ha muerto y los cardenales se reúnen para elegir a su sucesor. El escenario está preparado para un enfrentamiento en este esplendido retrato del poder, la corrupción y el engaño”, dijo The Guardian. “Apasionante, la versión eclesiástica de House of Cards”, la calificó The Times. “Un relato sobre las maquinaciones a más alto nivel dentro de la Iglesia católica. Un libro fascinante”, según The New York Times
El siguiente es un pasaje de Conclave:
“La historia del cónclave empezó algo menos de tres semanas más tarde.
El Santo Padre había fallecido el día siguiente a la festividad de San Lucas Evangelista, es decir, el decimonoveno día de octubre. El resto de octubre y la primera semana de noviembre fueron dedicados al funeral y a las congregaciones casi diarias del Colegio Cardenalicio, cuyos miembros habían afluido a Roma procedentes de todos los rincones del mundo para elegir al sucesor. Se celebraron diversas reuniones privadas, durante las cuales se debatió acerca del futuro de la Iglesia. Para alivio de Lomeli, si bien de vez en cuando habían surgido diferencias entre los progresistas y los tradicionalistas, siempre se habían resuelto sin mayor controversia.
Ahora, en el día de la festividad de San Herculano Mártir —domingo, siete de noviembre—, se encontraba en el umbral de la capilla Sixtina, flanqueado por el secretario del Colegio Cardenalicio, monseñor Raymond O’Malley, y por el maestro de celebraciones litúrgicas pontificias, el arzobispo Wilhelm Mandorff. Los cardenales electores se recluirían en el Vaticano esa misma noche. La votación comenzaría al día siguiente.
La comida acababa de terminar y los tres prelados se encontraban detenidos junto a la cara interior de la pantalla de mármol y hierro forjado que separa el cuerpo principal de la capilla Sixtina del vestíbulo. Juntos analizaban la escena. El suelo temporal de madera estaba casi terminado. Una alfombra beis estaba siendo sujetada con clavos. Asimismo, los operarios procedían a encender los televisores, a introducir las sillas y a montar los escritorios. A dondequiera que uno mirase, veía algún tipo de movimiento. La multitudinaria actividad del techo de Miguel Ángel —con su profusión de cuerpos semidesnudos, sonrosados y grisáceos, que se estiraban, gesticulaban, se postraban y cargaban con diversos elementos— parecía tener ahora, a juicio de Lomeli, su burdo equivalente terrenal. Al fondo de la Sixtina, en el colosal fresco de El juicio final de Miguel Ángel, la humanidad flotaba en medio de un cielo cerúleo en torno al trono de los cielos, al son de un resonante coro de martillos, taladros eléctricos y sierras circulares.
O’Malley, el secretario del Colegio, dijo, con su acento irlandés:
—Bien, eminencia, diría que esta es una representación muy aproximada del infierno.
—No sea blasfemo, Ray —lo reprendió Lomeli—. El infierno se desatará mañana, cuando traigamos a los cardenales. (…)
A ambos lados de la capilla, enfrentadas a lo largo del inmenso pasillo, dos decenas de sencillas mesas de madera habían sido dispuestas en cuatro filas. Solo la mesa más cercana a la pantalla había sido cubierta con paños hasta ahora, y estaba lista para que Lomeli la examinase. Se adentró en la capilla y deslizó la mano por la doble capa de tela: un terso fieltro carmesí que llegaba hasta el suelo, y otro tejido más denso y suave —beis, a juego con la alfombra— que cubría el tablero superior y el borde, y que proporcionaba una superficie lo bastante firme para escribir sobre ella. La mesa contaba además con una Biblia, un libro de oraciones, un misal, una tarjeta identificativa, estilográficas, lápices, una pequeña papeleta y una larga hoja que relacionaba los nombres de los ciento diecisiete cardenales que tenían derecho a voto.
(…)
Recorrió con la mirada la Sixtina en toda su longitud. Le llamó la atención que el hecho de estar sentado un metro por encima de los mosaicos del suelo alterase la perspectiva de la capilla. En la cavidad que tenían bajo sus pies los expertos en seguridad habían instalado diversos inhibidores de frecuencias para impedir las escuchas por medio de aparatos electrónicos. No obstante, una compañía consultora de la competencia insistía en que tales precauciones eran insuficientes. Aseguraba que proyectando rayos láser hacia las ventanas de la galería superior se podrían registrar las vibraciones de los cristales originadas por las voces del interior, ondas que podrían transcribirse en forma de discurso. Así, recomendaba entablar todas las ventanas. Lomeli rechazó la propuesta. La falta de luz diurna y la claustrofobia habrían sido insoportables.
(…)
Bajó del altar. A la izquierda había una puerta, al otro lado de la cual quedaba la sacristía conocida como “la sala de las lágrimas”. Aquí era adonde el nuevo Papa se retiraría nada más resultar elegido para que le pusieran la túnica. Era una habitación pequeña y curiosa, con un techo bajo y abovedado y las paredes enjalbegadas, una especie de mazmorra atestada de muebles: una mesa, tres sillas, un sofá y el trono que sería llevado afuera para que el nuevo pontífice lo ocupara y recibiera en él las promesas de obediencia de los cardenales electores. El centro lo ocupaba un perchero metálico del que colgaban tres sotanas papales blancas —pequeña, mediana y grande— envueltas en celofán, además de tres roquetes y tres mucetas. Una pila de cajas contenía múltiples tallas de calzado papal. Lomeli sacó un par de zapatos, rellenos de papel de seda, y les dio la vuelta. Carecían de cordones y estaban confeccionados en un cuero marroquí rojo sin adornos. Se acercó uno a la nariz y lo olió.
Hay que prever todas las eventualidades, aunque nunca se sabe. Por ejemplo, el papa Juan XXIII era demasiado corpulento incluso para la sotana más grande, por lo que tuvieron que abotonar la pechera y abrir la costura de la espalda. Dicen que se la puso introduciendo primero los brazos, como los cirujanos cuando se cubren con la bata, y que después el sastre papal la cerró volviendo a coserla. —Dejó de nuevo los zapatos en su caja y se santiguó—. Que Dios bendiga a quien sea llamado a calzárselos”.
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