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La filóloga y escritora Irene Vallejo, autora de ‘El infinito en un junco, lee un pasaje en vídeo para WMagazín.

Irene Vallejo viaja en ‘El infinito en un junco’ al origen, el hechizo y las revoluciones del libro

La filóloga y escritora española rastrea la génesis de uno de los grandes inventos de la humanidad en un ensayo que es "un viaje al comienzo de lo que somos". WMagazín publica un vídeo de la autora leyendo su obra y algunos pasajes de la misma

Presentación WMagazín «Este es un viaje al comienzo de lo que somos». Es un viaje al origen del milagro del libro y los lectores, a cuando empezó su creación, a aquellos tiempos en que de las narraciones orales se pasó a hacer visible lo contado en piedra, arcilla, seda, piel, árboles, plástico y luz… Milagro y fascinación narrados con rigor y embrujo por Irene Vallejo en El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo (Siruela). Páginas como si hubieran nacido de un relato alrededor de la hoguera sobre este gran invento de la humanidad. (En 2020 obtuvo el Premio Nacional de Ensayo).

WMagazín publica varios pasajes de El infinito en un junco y un vídeo en el cual su autora leyó su libro el 15 de junio de 2019 en el acto de WMagazín Avances literarios de viva voz, en la Feria del Libro de Madrid, donde participaron otras cuatro escritoras.

Es la historia del libro casi como una novela de aventuras, una historia existencial, un volumen de cuentos o un thriller. Cuanto misterio y felicidad esconde un libro. Cuantas historias hay detrás de cada libro desde hace 35 siglos. Libros en diferentes formas y formatos que albergan historias de vida que buscan la perpetuidad del ser humano en su anhelo de que nunca se apague la imaginación.

«Cuento las aventuras de los libros. Cómo empezó todo. El ‘Érase una vez…’ en Grecia y Roma. He viajado a la antigüedad en busca de las primeras veces, al alfabeto, al paso de las narraciones orales a la narrativa escrita, a las primeras librerías, bibliotecas. A los libros más antiguos de los que tenemos noticias, a cuando aparecieron los primeros lectores, las primeras lectoras. Es un viaje al comienzo de lo que somos», explicó Irene Vallejo en el acto de WMagazín en la Feria del Libro de Madrid 2019.

«Una admirable indagación sobre los orígenes del mayor instrumento de libertad que se ha dado el ser humano: el libro», señala Rafael Argullol.

Los dejamos con varios pasajes de este periplo con escalas en los campos de batalla de Alejandro y en la Villa de los Papiros bajo la erupción del Vesubio, en los palacios de Cleopatra y en el escenario del crimen de Hipatia, en las primeras librerías conocidas y en los talleres de copia manuscrita, en las hogueras donde ardieron códices prohibidos, en el gulag, en la biblioteca de Sarajevo y en el laberinto subterráneo de Oxford en el año 2000:

Irene Vallejo lee un fragmento de su libro 'El infinito en un junco', en el acto de WMagazín en la Feria del Libro de Madrid 2019. /WMagazín

'El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo'

Por Irene Vallejo

La génesis. Misteriosos grupos de hombres a caballo recorren los caminos de Grecia. Los campesinos los observan con desconfianza desde sus tierras o desde las puertas de sus cabañas. La experiencia les ha enseñado que solo viaja la gente peligrosa: soldados, mercenarios y traficantes de esclavos. Arrugan la frente hasta que los ven hundirse otra vez en el horizonte. No les gustan los forasteros armados.

Los jinetes cabalgan sin fijarse en los aldeanos. Para cumplir su tarea deben aventurarse por los violentos territorios de un mundo en guerra casi permanente. Son cazadores en busca de presas de un tipo muy especial. Presas silenciosas, astutas, que no dejan rastro ni huella.

Si estos inquietantes emisarios se sentasen en la taberna de algún puerto, a comer pulpo asado, hablar y emborracharse con desconocidos (nunca lo hacen por prudencia), podrían contar grandes historias de viajes. Se han adentrado en tierras azotadas por la peste. Han atravesado comarcas asoladas por incendios, han contemplado la ceniza caliente de la destrucción y la brutalidad. Han tenido que beber aguas repugnantes que les han causado diarreas monstruosas. Cuando la noche les sorprende lejos de cobijo, solo su capa les protege de los escorpiones. Han conocido el tormento enloquecedor de los piojos y el miedo constante a los bandoleros que infestan los caminos.

Es lógico que teman a los bandidos de cuchillos afilados. El rey de Egipto les ha confiado grandes sumas de dinero antes de enviarlos a la otra orilla del mar para cumplir sus órdenes. En aquel tiempo, solo unas décadas después de la muerte de Alejandro, viajar llevando una gran fortuna era muy arriesgado, casi suicida. Y aunque los puñales de los ladrones, las enfermedades contagiosas y los naufragios amenazan con hacer fracasar una misión tan cara, el faraón insiste en enviar a sus agentes desde el país del Nilo, cruzando fronteras y grandes distancias, en todas las direcciones. Desea apasionadamente, con impaciencia y dolorosa sed de posesión, esas presas que sus cazadores secretos rastrean para él, haciendo frente a peligros desconocidos.

Los campesinos que se sientan a fisgonear a la puerta de sus cabañas, los mercenarios y los bandidos habrían abierto unos ojos asombrados y una boca incrédula si hubieran sabido qué perseguían los jinetes extranjeros.

Libros, buscaban libros.

Era el secreto mejor guardado de la corte egipcia: el Señor de las Dos Tierras, uno de los hombres más poderosos del momento, daría la vida (la vida de otros, claro; siempre es así con los reyes) por conseguir todos los libros del mundo para su gran biblioteca de Alejandría. Perseguía el sueño de una biblioteca absoluta y perfecta, la colección donde reuniría todas las obras de todos los autores desde el principio de los tiempos.

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Primeras bibliotecas. Creo que el punto de partida es tan fantástico como el viaje en busca de las Minas del Rey Salomón o del Arca Perdida, pero los documentos atestiguan que existió de verdad en la mente megalómana de los reyes de Egipto. Tal vez allá, en el siglo III a. C., fue la única y última vez que se pudo hacer realidad el sueño de juntar todos los libros del mundo sin excepción en una biblioteca universal. Hoy nos parece la trama de un fascinante cuento abstracto de Borges —o, quizá, su gran fantasía erótica—. En la época del gran proyecto alejandrino, no existía nada parecido al comercio internacional de libros. Estos se podían comprar en ciudades con una larga vida cultural, pero no en la joven Alejandría. Los textos cuentan que los reyes usaron las enormes ventajas del poder absoluto para enriquecer su colección. Lo que no podían comprar, lo confiscaban. Si era preciso rebanar cuellos o arrasar cosechas para hacerse con un libro codiciado, darían la orden de hacerlo diciéndose que el esplendor de su país era más importante que los pequeños escrúpulos. La estafa, por supuesto, formaba parte del repertorio de cosas que estaban dispuestos a hacer para conseguir sus objetivos. Ptolomeo III ansiaba las versiones oficiales de las obras de Esquilo, Sófocles y Eurípides conservadas en el archivo de Atenas desde su estreno en los festivales teatrales. Los embajadores del faraón pidieron prestados los valiosos rollos para encargar copias a sus minuciosos amanuenses. Las autoridades atenienses exigieron la exorbitante fianza de quince talentos de plata, que equivale a millones de dólares de hoy. Los egipcios pagaron, dieron las gracias con pomposas reverencias, hicieron solemnes juramentos de devolver el préstamo antes de que transcurrieran —digamos— doce lunas, se amenazaron a sí mismos con truculentas maldiciones si los libros no volvían en perfecto estado y a continuación, por supuesto, se los apropiaron, renunciando al depósito. Los dirigentes de Atenas tuvieron que soportar el atropello. La orgullosa capital de tiempos de Pericles se había convertido en una ciudad provinciana de un reino incapaz de rivalizar con el poderío de Egipto, que dominaba el comercio del cereal, el petróleo de la época. Alejandría era el principal puerto del país y su nuevo centro vital. Desde siempre, una potencia económica de esa magnitud puede extralimitarse alegremente. A todos los barcos de cualquier procedencia que hacían escala en la capital de la Biblioteca se les sometía a un registro inmediato. Los oficiales de aduanas requisaban cualquier escrito que encontraban a bordo, lo hacían copiar en papiros nuevos, devolvían las copias y retenían los originales. Estos libros tomados al abordaje iban a parar a las estanterías de la Biblioteca con una breve anotación aclarando su procedencia («fondo de las naves»).

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Materiales para fabricar sueños. En diferentes épocas, hemos ensayado libros de humo, de piedra, de tierra, de hojas, de juncos, de seda, de piel, de harapos, de árboles y, ahora, de luz –los ordenadores y e-books–. Han variado en el tiempo los gestos de abrir y cerrar los libros, o de viajar por el texto. Han cambiado sus formas, su rugosidad o lisura, su laberíntico interior, su manera de crujir y susurrar, los peligros al acecho y la experiencia de leerlos en voz alta o baja. Han tenido muchas formas, pero lo incontestable es el éxito apabullante del hallazgo.

La invención de los libros ha sido tal vez el mayor triunfo en nuestra terca lucha contra la destrucción. A los juncos, a la piel, a los harapos, a los árboles y a la luz hemos confiado la sabiduría que no estábamos dispuestos a perder. Con su ayuda, la humanidad ha vivido una fabulosa aceleración de la historia. La gramática compartida que nos han facilitado nuestros mitos y nuestros conocimientos multiplican nuestras posibilidades de cooperación, uniendo a lectores de distintas partes del mundo y de generaciones sucesivas a lo largo de los siglos. Como dice Stefan Zweig en el memorable final de Mendel, el de los libros: “Los libros se escriben para unir, por encima del propio aliento, a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido”.

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Mujeres que tejen y cuentan. Mi madre me leía libros todas las noches, sentada en la orilla de mi cama. El lugar, la hora, los gestos y los silencios eran siempre los mismos: nuestra íntima liturgia. Mientras sus ojos buscaban la página donde la víspera abandonamos la lectura, la suave brisa del relato se llevaba todas las preocupaciones del día y los miedos intuidos de la noche. Aquel tiempo de lectura me parecía un paraíso pequeño y provisional –después he aprendido que todos los paraísos son así, humildes y transitorios.

Desde tiempos remotos las mujeres han contado historias, han cantado romances y enhebrado versos al amor de la hoguera. Mi madre desplegó ante mí el universo de las historias susurradas, y no por casualidad. A lo largo de los tiempos, han sido sobre todo las mujeres las encargadas de desovillar, en la noche, la memoria de los cuentos. Las tejedoras de relatos y retales. Durante siglos han devanado historias al mismo tiempo que hacían girar la rueca o manejaban la lanzadera del telar. Por eso textos y tejidos comparten tantas palabras: la trama del relato, el nudo del argumento, el hilo de una historia, el desenlace de la narración. Devanarse los sesos, bordar un discurso, hilar fino, urdir una intriga. Por eso los viejos mitos nos hablan de la tela de Penélope, de las túnicas de Nausicaa, de los bordados de Aracne, del hilo de Ariadna, de la hebra de la vida que hilaban las Moiras, del lienzo de los destinos que cosían las Nortas, del tapiz mágico de Sherezade.

Aunque ya no soy aquella niña, escribo para que no se acaben los cuentos.

Escribo porque no sé coser, ni hacer punto, nunca aprendí a bordar, pero me fascina la delicada urdimbre de las palabras. Cuento mis fantasías ovilladas con sueños y recuerdos. Me siento heredera de esas mujeres que desde siempre han tejido y destejido historias. Escribo para que no se rompa el viejo hilo de voz.

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Aliado eterno. El libro ha superado la prueba del tiempo, ha demostrado ser un corredor de fondo. Cada vez que hemos despertado del sueño de nuestras revoluciones o de la pesadilla de nuestras catástrofes humanas, el libro seguía ahí. Como dice Umberto Eco, pertenece a la misma categoría que la cuchara, el martillo, la rueda o las tijeras. Una vez inventados, no se puede hacer nada mejor. Por supuesto, la tecnología es deslumbrante y tiene fuerza suficiente como para destronar a las antiguas monarquías. Sin embargo, todos añoramos cosas que hemos perdido —fotos, archivos, viejos trabajos, recuerdos— por la velocidad con la que envejecen y quedan obsoletos sus productos. Primero fueron las canciones de nuestras casetes, después las películas grabadas en VHS. Dedicamos esfuerzos frustrantes a coleccionar lo que la tecnología se empeña en hacer que pase de moda. Cuando apareció el DVD, nos decían que por fin habíamos resuelto para siempre nuestros problemas de archivo, pero vuelven a la carga tentándonos con nuevos discos de formato más pequeño, que invariablemente requieren comprar nuevos aparatos. Lo curioso es que aún podemos leer un manuscrito pacientemente copiado hace más de diez siglos, pero ya no podemos ver una cinta de vídeo o un disquete de hace apenas algunos años, a menos que conservemos to-dos nuestros sucesivos ordenadores y aparatos reproductores, como un museo de la caducidad, en los trasteros de nuestras casas. No olvidemos que el libro ha sido nuestro aliado, desde hace muchos siglos, en una guerra que no registran los manuales de historia. La lucha por preservar nuestras creaciones valiosas: las palabras, que son apenas un soplo de aire; las ficciones que inventamos para dar sentido al caos y sobrevivir en él; los conocimientos verdaderos, falsos y siempre provisionales que vamos arañando en la roca dura de nuestra ignorancia.

Irene Vallejo
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    4 comentarios

    1. Qué libro tan atractivo! Seré muy feliz cuando pueda leerlo.
      Ojalá que la vida me alcance, para disfrutarlo.
      Gracias.
      Julián Pérez Arias
      Promotor de lectura
      Cali. Colombia
      Celular 3117706930

    2. Leí el ensayo ya hace tiempo, lo conservo en mi cabecera, me pareció extraordinario, te atrapa y no lo puedes dejar hasta terminarlo.Con ustedes acabo de releer está parteque nos regalaron.

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