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La escritora estadounidense Jesmyn Ward. / Fotografía de Beowulf Sheehan-Sexto Piso

Jesmyn Ward y su libro del año sobre el corazón de la «pesadilla americana»

La injusticia social tras el conflicto racial en EE UU es el tema de 'La canción de los vivos y los muertos', premio a la mejor novela 2017 en su país. Con 40 años es la única mujer en ganar dos veces este galardón

Presentación WMagazín. Con Jesmyn Ward (Misisipi, 1977), una de las verdaderas revelaciones literarias de la década en Estados Unidos, abrimos nuestra temporada de Avances Literarios del tercer y último cuatrimestre del año. Es la única mujer en haber ganado dos veces el Premio Nacional del Libro en su país en narrativa, y en muy poco tiempo y con solo cuarenta años: Quedan los huesos (2011-Ediciones Siruela) y La canción de los vivos y los muertos (2017-Sexto Piso). Un logro solo alcanzado por autores como Saul Bellow, John Cheever, William Faulkner, William Gaddis, John Updike o Philip Roth.

WMagazín avanza en primicia un pasaje de La canción de los vivos y los muertos que editará Sexto Piso en español y Periscopi en catalán, y que llegará a las librerías españolas el 10 de septiembre. La novela traza un fresco íntimo e histórico de las desigualdades sociales que están detrás del conflicto racial y la búsqueda de identidad. Ward denuncia esta situación a través de un episodio concreto en el que confluyen tres generaciones de una misma familia con un lenguaje limpio y emotivo.

Es «una narración tan bella y tersa, desgarradora y elocuente que corta la respiración», señaló el jurado del Premio Nacional del Libro. Los elogios de la prensa estadounidense han sido unánimes. Para The New York Times Book Review se trata de «una sutil epopeya de tres generaciones y los fantasmas que los acechan, y un retrato de aquello a lo que la gente corriente en circunstancias extraordinarias se aferra, y aquello que trata de dejar atrás». Y para Margaret Atwood es «una desgarradora novela que ahonda en el corazón insepulto de la pesadilla americana».

Jesmyn Ward es autora de obras como Where the Line Bleeds (2008) y Quedan los huesos, que en 2011 obtuvo en Estados Unidos el National Book Award. También es autora del libro de memorias Men We Reaped (2013), finalista del National Book Critics Circle Award, y editora de la antología de ensayos y poemas The Fire This Time: A New Generation Speaks About Race (2016).

La canción de los vivos y los muertos  narra la vida de Jojo, de trece años, y su hermana menor Kayla que viven con sus abuelos negros en una granja en la costa del Golfo de Misisipi, con la compañía siempre esporádica de su madre, Leonie, una mujer que desearía ser mejor madre de lo que es, atormentada y en ocasiones reconfortada por las visiones de Given, su hermano asesinado cuando era adolescente. Cuando el padre de Jojo y Kayla, un hombre blanco, va a salir de prisión –Parchman Farm, la misma penitenciaría en la que el abuelo de Jojo cumplió una condena injusta durante su juventud–, Leonie insiste en ir a recogerlo con los niños. Durante el azaroso viaje, Jojo, Kayla y Leonie deberán aprender a relacionarse como familia, y Jojo conocerá a Richie, otro niño con quien descubrirá el legado de la esclavitud y la importancia de reconciliarse con el pasado.

'La canción de los vivos y de los muertos'

Por Jesmyn Ward

(…) Un ángel de la muerte entre las escápulas, mi nombre, «Joseph», en la base del cuello entre marcas de tinta con las huellas de mis pies de cuando era bebé.

–Volveré –dijo.

Entonces bajó del porche, hizo un gesto con la cabeza, se llevó las bolsas de basura al hombro y se dirigió a la camioneta, donde lo esperaba su papá, Big Joseph, el hombre que nunca jamás pronunció mi nombre. Parte de mí quería hacerle la peineta cuando se pusieron en marcha, pero la mayor parte de mí tenía miedo de que Michael se bajara de la camioneta y me pegara, así que no hice nada. Por aquel entonces no me daba cuenta de que Michael a veces estaba presente y otras veces no, a veces me veía y otras veces, días enteros, semanas enteras, no. De que en aquel momento yo no le importaba nada. Michael salió del porche y no volvió a mirar atrás, ni siquiera después de echar las bolsas en la parte trasera de la camioneta y sentarse en el asiento delantero. Parecía que seguía concentrado en sus pies rojos y descalzos. Pa dice que un hombre debe mirar a la cara a otro hombre, así que me quedé allí, mirando a Big Joseph dando marcha atrás, a Michael cabizbajo, hasta que salieron del camino de acceso y se metieron en la calle. Y entonces escupí como escupe Pa, me bajé del porche y salí corriendo en busca de los animales, a sus cuartos secretos del bosque.

–Venga, hijo –dice Pa.

Cuando empieza a caminar hacia la casa, yo lo sigo, e intento apartar el recuerdo de Leonie y Michael peleándose, flotando como niebla en un día húmedo y frío. Pero el recuerdo me sigue, a pesar de que yo estoy siguiendo el rastro de sangre de los órganos que Pa ha dejado en la tierra, un rastro que señaliza el amor tan claramente como las migas de pan que Hansel esparció por el bosque.

El olor del hígado en la sartén se queda pegado en el fondo de mi garganta a pesar de que Pa le ha echado antes grasa de tocino. Cuando Pa lo sirve, el hígado huele, pero la salsa que ha hecho para acompañarlo forma un pequeño corazón alrededor de la carne, y me pregunto si Pa lo habrá hecho a posta. Lo llevo a la habitación de Ma, pero no entro porque sigue dormida, así que regreso con la comida a la cocina, y Pa le pone encima una servilleta de papel para que se mantenga caliente y después lo veo trocear la carne y aliñarla con ajo y apio y pimiento morrón y cebolla, que hace que me piquen los ojos, y lo pone todo a hervir.

Si Pa y Ma hubieran estado aquí aquel día, habrían evitado que Leonie y Michael se pelearan. «El niño no tiene que ver esas cosas», habría dicho Pa. «No querrás que tu hijo piense que así es como se trata a las personas», habría dicho posiblemente Ma. Pero no estaban aquí. Y eso no suele ocurrir. No estaban aquí porque se habían enterado de que Ma tenía cáncer y Pa tuvo que llevarla al médico. Era la primera vez que recuerdo que dependían de Leonie para cuidarme. Después de que Michael se fuera con Big Joseph, se me hacía raro sentarme a la mesa con Leonie y hacerme un sándwich de patatas fritas mientras ella miraba a la nada y cruzaba las piernas y se golpeaba los pies y dejaba que el humo del cigarro le saliera de entre sus labios y le rodeara la cabeza como un velo, a pesar de que Pa y Ma odiaban que fumara en casa. Se me hacía raro estar a solas con ella. Había apagado los cigarrillos en una Coca-Cola vacía que se había bebido, y cuando le di un mordisco al sándwich, me dijo:

_Qué pinta más asquerosa.

Se había limpiado las lágrimas después de la pelea con Michael, pero aún le quedaban restos en la cara, un brillo reseco por donde habían caído.

_Pa se los come así.

_¿Qué pasa, que haces todo lo que haga Pa?

Negué con la cabeza porque parecía que eso era lo que esperaba de mí. Pero me gustaba casi todo lo que hacía Pa: la postura que ponía cuando hablaba; la forma en que se peinaba el pelo hacia atrás y se lo engominaba y parecía un indio de esos que salen en los libros del colegio sobre los choctaw y los creek; me gustaba cuando me dejaba sentarme en su regazo y conducir el tractor por la parte de atrás de la casa; me gustaba cómo comía, de forma uniforme, rápida, ordenada; me gustaban las historias que me contaba antes de dormir. Cuando yo tenía nueve años, Pa era bueno en todo.

–Pues no lo parece.

En vez de responder, engullí la comida. Las patatas estaban saladas y eran gruesas, apenas tenían mayonesa y kétchup, y se me quedaron un poco atascadas en la garganta.

–Hasta el ruido es asqueroso –dijo Leonie. Dejó caer el cigarrillo en la lata y la puso a mi lado–. Tira eso.

Salió de la cocina, fue al salón y cogió una de las gorras de béisbol que Michael había dejado en el sofá y se la puso con la visera baja, tapándole la cara.

–Volveré –dijo.

Con el sándwich en la mano, la seguí. La puerta se cerró de golpe y yo la empujé. «¿Vas a dejarme aquí solo?», quería preguntarle, pero el sándwich se me hizo una bola en la garganta, inmovilizada por el pánico que me subía desde el estómago; nunca había estado solo en casa.

–Mamá y Pa llegan ya mismo –dijo, y cerró el coche de un portazo.

Conducía un Chevy Malibu granate claro que Pa y Ma le habían comprado cuando terminó el instituto. Leonie salió del camino de acceso, sacó una mano por la ventana para coger aire o para saludar, no sabría decir bien, y se fue. Quedarme solo en la casa, tan tranquila, me daba como miedo, así que me senté un momento en el porche, pero entonces oí a un hombre cantar en voz alta, cantaba fatal y repetía las mismas palabras una y otra vez.

–Oh, Stag-o-lee, why can’t you be true?

Era Stag, el hermano mayor de Pa, con un bastón largo en la mano. La ropa que llevaba estaba grasienta, hecha jirones, y movía el bastón como si fuera un hacha. Nunca conseguía entender nada de lo que decía; era como si hablara una lengua extranjera, aunque sé que hablaba inglés: se pasaba los días dando vueltas por Bois Sauvage, moviendo el bastón. Andaba erguido igual que Pa, orgulloso igual que Pa. Tenía la misma nariz que Pa. Pero en todo lo demás, no tenía nada que ver con Pa. Era como si hubieran estrujado a Pa como un paño mojado y después, al secarse, hubiera cogido la forma equivocada. Ése era Stag. Una vez le pregunté a Ma qué le pasaba, por qué olía siempre a armadillo, y ella frunció el ceño y me dijo: «Está malito de la cabeza, Jojo». Y añadió: «No le vayas a preguntar a Pa por él».

No quería que Stag me viera, así que me bajé del porche de un salto y me fui corriendo a la parte de atrás, hacia el bosque. Me sentía bien allí, oyendo comer a los cerdos y a las cabras, a los pollos picotear y escarbar. No me sentía tan pequeño, ni solo. Me puse en cuclillas sobre el césped y me quedé observándolos, pensando en que casi podía oír lo que decían, entenderlos. A veces el cerdo gordo de manchas negras en los costados se ponía a gruñir y a mover las orejas, y yo entendía: «Ráscame aquí, niño». Cuando las cabras me chupaban la mano y me daban cabezazos mientras me mordisqueaban los dedos y balaban, yo escuchaba: «La sal es tan fina y está tan rica… Más sal». Cuando el caballo que tiene Pa bajaba la cabeza y brillaba y corcoveaba y sus costados relucían como el barro rojo del Misisipi, yo entendía: «Podría saltar por encima de tu cabeza, niño, y echaría a correr y correr y no verías nada más que eso. Podría hacerte temblar». Pero me daba miedo entenderlos, oírlos. Porque a Stag también le pasaba; a veces Stag se ponía en mitad de la calle y mantenía largas conversaciones con Casper, el perro negro y peludo del barrio.

Pero era imposible no oír a los animales, porque los miraba y los entendía al instante, era como leer una frase y entender las palabras, así, todo de golpe. Entonces, cuando Leonie se fue, me senté en el patio de atrás un rato y estuve escuchando a los cerdos y a los caballos y a Stag cantando, hundiéndose en el silencio como un viento que te azota y luego para. Fui de corral en corral, observando el sol; quería calcular el tiempo que Leonie llevaba fuera, el tiempo que Pa y Ma llevaban fuera, cuándo estarían de vuelta para poder entrar de nuevo en la casa. Iba andando con la cabeza alta, pendiente por si oía las ruedas de algún coche, y por eso no vi la tapa dentada de una lata que asomaba de la tierra, no la vi cuando puse el pie encima, cuando la pisé siguiendo el instinto de caminar. Se clavó hondo. Grité y me caí, sujetándome la pierna, y supe que los animales también me entendían en aquel momento: “¡Déjame ir, diente gigante! ¡Suéltame!”.

En vez de eso, el pie me ardía y sangraba, me senté en el suelo cerca del caballo y lloré y me vino un regusto a kétchup y a ácido y me agarré el tobillo. Tenía demasiado miedo para sacarme la tapa, entonces oí como se cerraba la puerta de un coche y nada más hasta que Pa me llamó y yo respondí y me encontró sentado en el suelo, resollando, con la respiración entrecortada, y sin importarme que mi cara estuviera mojada. Pa se puso a mi lado y me tocó la pierna igual que hace con los caballos cuando les revisa la herradura. En menos de un segundo, la sacó y yo grité. Era la primera vez que pensaba que Pa no había hecho algo bien.

Cuando Leonie llegó a casa aquella noche, no dijo nada. Creo que no se fijó en mi pie hasta que Pa se puso a darle voces, una y otra vez: «Maldita sea, Leonie». Yo estaba medio dormido por los calmantes, nervioso por los antibióticos, con todo el pie vendado de blanco, muy apretado, y vi que Pa le daba un golpe a la pared para enfatizar: «¡Leonie!». Ella se acobardó, se apartó de él y luego dijo en voz baja: «Tú a su edad estabas cogiendo ostras en el muelle, y mamá cambiando pañales». Y añadió: «Ya es mayorcito». Dijo: «¿Estás bien, verdad, Jojo?». Y yo la miré y dije: «No, Leonie». Fue algo nuevo, cuando la vi frotarse las manos y hablar con sus dientes torcidos, no oí «mamá» en la cabeza, sino su nombre: Leonie. Cuando lo dije, se rio. El sonido salió de su interior como si se lo hubieran sacado con una pala. Pa la miró como con ganas de darle un guantazo, pero después reculó y se puso a resoplar como cuando se le echan a perder las cosechas o cuando una de las cerdas pare una camada medio muerta: decepcionado. Se sentó conmigo en uno de los dos sofás del salón. Ésa fue la primera noche que dejó a Ma dormir sola en la cama. Yo dormí en el sofá de dos plazas, y él en el otro, en el que, como Ma estaba cada vez más enferma, acabó quedándose.

La cabra huele a ternera cocida. Incluso tiene el mismo aspecto, oscura y fibrosa, en la olla. Pa la toca con una cuchara para ver si está tierna, y coloca la tapa dejando una rejilla para que el vapor haga nubes en el aire.

–Pa, ¿por qué no me cuentas otra vez lo de tu historia con Stag?

–¿Que te cuente qué? –pregunta Pa.

–Lo de la cárcel de Parchman –respondo.

Pa se cruza de brazos. Se inclina para oler la cabra. –¿No te la he contado ya? –pregunta. Me encojo de hombros. A veces creo que me parezco a Stag en la nariz y en la boca. A Stag y a Pa. Me gusta saber en qué cosas son diferentes. En qué cosas somos todos diferentes.

–Ya, pero quiero oírla otra vez –le digo.

Esto es lo que hace Pa cuando estamos solos, nos sentamos hasta tarde en el salón o fuera, en el patio o en el bosque. Me cuenta historias. Historias de cuando comían espadañas que recogía su padre del pantano. O de cuando su madre y la familia de su madre recogían barba de viejo para rellenar los colchones. A veces me cuenta la misma historia hasta tres y cuatro veces. Cuando las cuenta, siento como si su voz fuera una mano que me quiere alcanzar, que me acaricia la espalda, y yo puedo liberarme de lo que sea que siento, como que nunca llegaré a ser tan alto como Pa, tener la misma seguridad que él. Me hace sudar y quedarme clavado a la silla de la cocina…

Puedes leer a continuación todos los Veranos de Avances Literarios Exclusivos WMagazín:

1- Álvaro Pombo: Retrato del vizconde en invierno (Destino- Incluye vídeo del autor leyendo).

2- Danny Orbach: Las conspiraciones contra Hitler (Tusquets).

3- Marcos Giralt Torrente: Mudar de piel (Anagram-Incluye vídeo del autor leyendo).

4- Mircea Cartarescu: Cegador, 1: El ala izquierda (Impedimenta).

5- Muhsin Al-Ramli: Los jardines del presidente (Alianza-Incluye vídeo del autor leyendo).

6- Gabriel García Márquez: El escándalo del siglo (Literatura Random House).

7- Kate Millett: Sita (Alpha Decay).

8- Robert Menasse: La capital (Seix Barral).

9- María Zambrano y Ramón Gaya: corespondencia 1949-1990 (Pre-Textos)

10- Jesmyn Ward: La canción de los vivos y los muertos (Sexto Piso)

 

Jesmyn Ward
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