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El escritor y Nobel de Literatura portugués José Saramago (1922-2010). /Foto de la web de Fundación José Saramago

José Saramago: de su poética al compromiso literario en Ensayo sobre la ceguera, Todos los nombres, La caverna…

Conmemoramos el siglo del nacimiento del Nobel portugués, 16 de noviembre de 1922, con un acercamiento a la travesía de su vida y entrega total a la literatura con casi 60 años. Un homenaje de WMagazín, con la colaboración de Endesa

«Hay épocas del año en las que el suelo es verde, en otras amarillo, y luego castaño, o negro. Y también rojo, en algunos sitios, que es color de barro o de sangre sangrada. Pero eso depende de lo que en el suelo se ha plantado y cultiva, o aún no, o ya no, o de lo que por simple naturaleza ha nacido, sin mano de nadie, y acaba muriendo sólo porque le ha llegado su fin último…».

Son las tierras de Azinhaga evocadas por José Saramago mucho tiempo después. Allí nació hace un siglo, el 16 de noviembre de 1922. Un niño que un par de años más tarde llegó con su familia a Lisboa y, en las puertas de la adolescencia, no pudo terminar sus estudios porque debió trabajar para ayudar al sostén de la casa; un adolescente que soñaba con ser maquinista de tren y aviador militar, un joven aprendiz de cerrajero, un escribiente de la seguridad social, un periodista, un editor, «un chupatintas en último grado del escalafón»… Todo eso fue José Saramago que, tras una vida dura, sencilla, discreta y, a contracorriente de lo habitual, con 55 años empezó a publicar las novelas que lo llevarían a ser distinguido con el Premio Nobel de Literatura en 1998 por sus «parábolas sustentadas en la imaginación, la compasión y la ironía, continuamente nos permite, una vez más, aprehender una realidad esquiva”, según la Academia Sueca.

Saramago murió en la isla española de Lanzarote el 18 de junio de 2010. Dejó títulos como Levantado del suelo, El año de la  muerte de Ricardo Reis, La balsa de piedra, El evangelio según Jesucristo, Ensayo sobre la ceguera, Todos los nombres, La caverna, Ensayo sobre la lucidez, El viaje del elefante, Caín…

Es el escritor de mirada literaria noble y poética sobre la vida cotidiana, atento a contar las vidas humildes, denunciar las injusticias, reflexionar sobre la política, debatir sobre la ética de la vida individual y colectiva… El poeta, ensayista, periodista y narrador que muestra las encrucijadas de la realidad y los sueños y, recuerda, que pueden tener un punto de encuentro si el ser humano, de verdad, lo desea.

Más de media vida de una travesía personal, laboral y literaria con una gran sensibilidad por las gentes de donde procedía él, del campo y los menos favorecidos con quienes el mundo está en deuda porque son ellos los que dan de comer al mundo y ayudan a los poderosos y resuelven las infinitas pequeñeces de la que está construida la vida.

Con 24 años, a José Saramago el futuro se le asomó en 1947 en la Rua Luz Soriano, de Lisboa. Ese día se reunió con quien sería su primer editor, Manuel Rodrigues de editorial Minerva. Cerraron el trato de la publicación de su primera novela que el autor había titulado La viuda, pero que se cambió por el de Terra do pecado. La novela no fue muy bien y Saramago no volvió a publicar nada hasta 19 años después cuando en 1966 cuando sacó el poemario Os poemas possíveis. Con él empezó a salir del silencio, y en 1970 se animó con otro poemario: Probablemente alegría. Al año siguiente se acercó más a la narrativa con De este mundo y del otro, sus crónicas del diario  A Capital. Siguieron más crónicas y relatos, hasta que, en 1977, publicó la novela Manual de pintura y caligrafía. Abrió de nuevo esa puerta y en 1980, ya con 58 años, llegó Levantado del suelo. A partir de entonces un torrente de novelas que lo llevarían a obtener el Nobel en 1998.

Más de media vida de una travesía personal, laboral y literaria brilló, definitivamente, en 1984 con El año que murió Ricardo Reis. Este es un viaje por ese José Saramago a través de pasajes de algunas de sus novelas (todas en Alfaguara) donde queda retratada su humanidad, sensibilidad y talento literario para imbricar sus intereses personales con el arte de escribir y seducir al lector:

José Saramago y algunas de sus novelas más significativas. /Foto Fundación Saramago

José Saramago en diez claves

Comienzo

«Tiene pocos libros en casa porque su sueldo es pequeño, pero ha leído en la Biblioteca Municipal del palacio de Galveias, tiempo atrás, todo cuanto ha podido alcanzar su comprensión. Todavía estaba soltero cuando un caritativo compañero de trabajo, oficial de segunda, de apellido Figueiredo, le prestó trescientos escudos para comprar los libros de la colección ‘Cadernos’ de la Editorial Inquérito. Su primera estantería fue una balda interior del aparador familiar. En este año de 1947 en el que estamos tendrá una hija, a la que medievalmente pondrá el nombre de Violante, y publicará la novela que ha estado escribiendo, esa que tituló A viúva pero que saldrá a la luz con un título al que no se acostumbrará nunca. Como en el tiempo que pasó en la aldea ya había plantado unos cuantos árboles, poco más le queda por hacer en la vida. Se supone que escribió este libro porque en una antigua conversación entre amigos, de esas que tienen los adolescentes, hablando los unos con los otros de lo que les gustaría ser cuando fuesen mayores, dijo que quería ser escritor», prólogo de la edición de La viuda (Alfaguara).

***

La viuda  (1947)

«Un asqueroso hedor a medicinas inundaba la atmósfera de la habitación. Se respiraba con dificultad. El aire, demasiado caliente, casi no llegaba a los pulmones del enfermo, cuyo cuerpo se perfilaba bajo la colcha desaliñada y desprendía un mareante olor a fiebre. De la habitación de al lado, amortiguado por el espesor de la puerta cerrada, llegaba un sordo rumor de voces. El enfermo balanceaba lentamente la cabeza sobre la almohada manchada de sudor, en un gesto de fatiga y sufrimiento. Las voces se alejaron poco a poco. Abajo, llamaron a una puerta y se pudieron oír las patas de un caballo. El ruido de la arena aplastada por el trote del animal aumentó de repente bajo la ventana de la habitación y desapareció enseguida como si los cascos pisasen barro. Un perro ladró.

Al otro lado de la puerta se escucharon pasos cautelosos y medidos. El pestillo de la cerradura chirrió ligeramente, la puerta se abrió y dejó paso a una mujer que se acercó a la cama. El enfermo, despierto de su modorra inquieta, preguntó, sobresaltado:

—¿Quién anda ahí? —Y después, fijándose—: ¡Ah, eres tú! ¿Dónde está la señora?

—La señora ha ido a acompañar al doctor a la puerta. No tardará…

La respuesta fue un suspiro. El enfermo se miró con tristeza las manos largas, delgadas y amarillas como las de una vieja».

***

Levantado del suelo (1980)

«Lo que más hay en la tierra es paisaje. Por mucho que falte del resto, paisaje ha sobrado siempre, abundancia que sólo se explica por milagro infatigable, porque el paisaje es sin duda anterior al hombre y, a pesar de tanto existir, todavía no se ha acabado. Será porque constantemente muda: hay épocas del año en las que el suelo es verde, en otras amarillo, y luego castaño, o negro. Y también rojo, en algunos sitios, que es color de barro o de sangre sangrada. Pero eso depende de lo que en el suelo se ha plantado y cultiva, o aún no, o ya no, o de lo que por simple naturaleza ha nacido, sin mano de nadie, y acaba muriendo sólo porque le ha llegado su fin último. No es éste el caso del trigo, que todavía con alguna vida es cortado. Ni el del alcornoque, al que vivísimo, aunque por su gravedad no lo parezca, le arrancan la piel. A gritos.

No le faltan colores a este paisaje. Pero no hablemos sólo de colores. Hay días tan duros como su frío, otros en que no se sabe de aire para tanto calor: el mundo nunca está contento, si lo estará alguna vez, tan cierta tiene la muerte. Y no le faltan al mundo olores, ni siquiera a esta tierra, parte que es de él y bien servida de paisaje. Si en las breñas muere un animal insignificante, olerá a la carroña de lo que muerto está. Cuando el viento amaine nadie notará ese olor, ni siquiera pasando al lado. Luego los huesos quedan limpios, les da igual, de lluvia lavados, de sol calcinados, y si el animal era pequeño ni a tanto llega porque llegaron los gusanos y los insectos sepultureros y lo enterraron».

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El año de la muerte de Ricardo Reis (1984)

«Aquí acaba el mar y empieza la tierra. Llueve sobre la ciudad pálida, las aguas del río corren turbias de barro, están inundadas las arboledas de la orilla. Un barco oscuro asciende entre el flujo soturno, es el Highland Brigade que va a atracar en el muelle de Alcántara. El vapor es inglés, de la Mala Real, lo emplean para cruzar el Atlántico, entre Londres y Buenos Aires, como una lanzadera por los caminos del mar, de aquí para allá, haciendo escala siempre en los mismos puertos, La Plata, Montevideo, Santos, Río de Janeiro, Pernambuco, Las Palmas, por este orden o el inverso, y, si no naufraga en el viaje, tocará aún en Vigo y en Boulogne-sur-Mer, y al fin entrará Támesis arriba, como entra ahora por el Tajo, cuál de los ríos el mayor, cuál la aldea. No es grande el navío, desplaza catorce mil toneladas, pero aguanta bien el mar, como probó en esta misma travesía, en la que, pese al constante mal tiempo, sólo se marearon los aprendices de viajero transoceánico, o aquellos que, más veteranos, padecen de incurable fragilidad de estómago, y, por ser tan regalado y confortable en su arreglo interior, le ha sido dado, cariñosamente, como al Highland Monarch, su hermano gemelo, el íntimo apelativo de vapor de familia. Ambos están provistos de espaciosas toldillas para el sport y los baños de sol, se puede jugar, por ejemplo, al cricket, que, siendo juego campestre, se puede practicar también sobre las olas del mar, demostrándose así que nada es imposible para el imperio británico, si ésa es la voluntad de quien allí manda. En días de amena meteorología, el Highland Brigade es parvulario y paraíso de ancianos, pero no hoy, que está lloviendo y ya no vamos a tener otra tarde en él. Tras los cristales empañados de sal, los chiquillos observan la ciudad cenicienta, urbe rasa sobre colinas, como si sólo estuviera construida de casas de una planta, quizá, allá, un cimborrio alto, un entablamento más esforzado, una silueta que parece ruina de castillo, salvo si todo es ilusión, quimera, espejismo creado por la movediza cortina de las aguas que descienden del cielo cerrado».

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La balsa de piedra (1986)

«Cuando Joana Carda hizo una raya en el suelo con la vara de negrillo, todos los perros de Cerbère empezaron a ladrar, llevando el pánico y el terror a sus habitantes, pues se creía desde los tiempos más antiguos que, al ladrar allí animales caninos que siempre habían sido mudos, estaría pronto a extinguirse el mundo universal. Sobre cómo se había formado la arraigada superstición, o convicción firme, que es, en muchos casos, la expresión alternativa paralela, nadie hoy recuerda nada, aunque, por obra y fortuna de aquel conocido juego de oír el cuento y repetirlo con aire nuevo, las abuelas francesas solían distraer a sus nietos con la fábula de que, en aquel mismo lugar, comuna de Cerbère, departamento de los Pirineos Orientales, ladró, en eras griegas y mitológicas, un can de tres cabezas que al dicho nombre de Cerbero respondía si lo llamaba el barquero Caronte, su contratante. Otra cosa que tampoco se sabe es por qué mutaciones orgánicas habrá pasado el famoso y altisonante cánido hasta llegar a la mudez histórica y comprobada de sus descendientes de una sola cabeza, degenerados. No obstante, y este punto de la historia pocos lo ignoran, sobre todo si pertenecen a la vieja generación, el Cancerbero, que así en nuestra lengua se escribe y debe decirse, guardaba terriblemente la entrada del infierno, para que de él no osaran salir las almas y, en consecuencia, quizá por misericordia final de dioses ya moribundos, se callaron los perros futuros para toda la restante eternidad, a ver si con el silencio se apagaba la memoria de la infernal región».

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El evangelio según Jesucristo (1991)

«El sol se muestra en uno de los ángulos superiores del rectángulo, el que está a la izquierda de quien mira, representando el astro rey una cabeza de hombre de la que surgen rayos de aguda luz y sinuosas llamaradas, como una rosa de los vientos indecisa sobre la dirección de los lugares hacia los que quiere apuntar, y esa cabeza tiene un rostro que llora, crispado en un dolor que no cesa, lanzando por la boca abierta un grito que no podemos oír, pues ninguna de estas cosas es real, lo que tenemos ante nosotros es papel y tinta, nada más. Bajo el sol vemos un hombre desnudo atado a un tronco de árbol, ceñidos los flancos por un paño que le cubre las partes llamadas pudendas o vergonzosas, y los pies los tiene asentados en lo que queda de una rama lateral cortada. Sin embargo, y para mayor firmeza, para que no se deslicen de ese soporte natural, dos clavos los mantienen, profundamente clavados. Por la expresión del rostro, que es de inspirado sufrimiento, y por la dirección de la mirada, erguida hacia lo alto, debe de ser el Buen Ladrón. El pelo, ensortijado, es otro indicio que no engaña, sabiendo como sabemos que los ángeles y los arcángeles así lo llevan, y el criminal arrepentido está, por lo ya visto, camino de ascender al mundo de las celestiales creaturas. No será posible averiguar si ese tronco es aún un árbol, solamente adaptado, por mutilación selectiva, a instrumento de suplicio, pero que sigue alimentándose de la tierra por las raíces, puesto que toda la parte inferior de ese árbol está tapada por un hombre de larga barba, vestido con ricas, holgadas y abundantes ropas, que, aunque ha levantado la cabeza, no es al cielo adonde mira».

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Ensayo sobre la ceguera (1995)

«Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el indicador del paso de peatones apareció la silueta del hombre verde. La gente empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas pintadas en la capa negra del asfalto, nada hay que se parezca menos a la cebra, pero así llaman a este paso. Los conductores, impacientes, con el pie en el pedal del embrague, mantenían los coches en tensión, avanzando, retrocediendo, como caballos nerviosos que vieran la fusta alzada en el aire. Habían terminado ya de pasar los peatones, pero la luz verde que daba paso libre a los automóviles tardó aún unos segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene que esta tardanza, aparentemente insignificante, multiplicada por los miles de semáforos existentes en la ciudad y por los cambios sucesivos de los tres colores de cada uno, es una de las causas de los atascos de circulación, o embotellamientos, si queremos utilizar la expresión común.

Al fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron bruscamente, pero enseguida se advirtió que no todos habían arrancado. El primero de la fila de en medio está parado, tendrá un problema mecánico, se le habrá soltado el cable del acelerador, o se le agarrotó la palanca de la caja de velocidades, o una avería en el sistema hidráulico, un bloqueo de frenos, un fallo en el circuito eléctrico, a no ser que, simplemente, se haya quedado sin gasolina, no sería la primera vez que esto ocurre».

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Todos los nombres (1997)

«Encima del marco de la puerta hay una chapa metálica larga y estrecha, revestida de esmalte. Sobre un fondo blanco, las letras negras dicen Conservaduría General del Registro Civil. El esmalte está agrietado y desportillado en algunos puntos. La puerta es antigua, la última capa de pintura marrón está descascarillada, las venas de la madera, a la vista, recuerdan una piel estriada. Hay cinco ventanas en la fachada. Apenas se cruza el umbral, se siente el olor del papel viejo. Es cierto que no pasa ni un día sin que entren en la Conservaduría nuevos papeles, de individuos de sexo masculino y de sexo femenino que van naciendo allá afuera, pero el olor nunca llega a cambiar, en primer lugar porque el destino de todo papel nuevo, así que sale de la fábrica, es comenzar a envejecer, en segundo lugar porque, más habitualmente en el papel viejo, aunque muchas veces también en el papel nuevo, no pasa un día sin que se escriban causas de fallecimientos y respectivos lugares y fechas, cada uno contribuyendo con sus olores propios, no siempre ofensivos para las mucosas olfativas, como lo demuestran ciertos efluvios aromáticos que de vez en cuando, sutilmente, atraviesan la atmósfera de la Conservaduría General y que las narices más finas identifican como un perfume compuesto de mitad rosa y mitad crisantemo».

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La caverna (2000)

«El hombre que conduce la camioneta se llama Cipriano Algor, es alfarero de profesión y tiene sesenta y cuatro años, aunque a simple vista aparenta menos edad. El hombre que está sentado a su lado es el yerno, se llama Marcial Gacho, y todavía no ha llegado a los treinta. De todos modos, con la cara que tiene, nadie le echaría tantos. Como ya se habrá reparado, tanto uno como otro llevan pegados al nombre propio unos apellidos insólitos cuyo origen, significado y motivo desconocen. Lo más probable es que se sintieran a disgusto si alguna vez llegaran a saber que algor significa frío intenso del cuerpo, preanuncio de fiebre, y que gacho es la parte del cuello del buey en que se asienta el yugo. El más joven viste de uniforme, pero no está armado. El mayor lleva una chaqueta civil y unos pantalones más o menos conjuntados, usa la camisa sobriamente abotonada hasta el cuello, sin corbata. Las manos que manejan el volante son grandes y fuertes, de campesino, y, no obstante, quizá por efecto del cotidiano contacto con las suavidades de la arcilla a que le obliga el oficio, prometen sensibilidad. En la mano derecha de Marcial Gacho no hay nada de particular, pero el dorso de la mano izquierda muestra una cicatriz con aspecto de quemadura, una marca en diagonal que va desde la base del pulgar hasta la base del dedo meñique. La camioneta no merece ese nombre, es sólo una furgoneta de tamaño medio, de un modelo pasado de moda, y está cargada de loza. Cuando los dos hombres salieron de casa, veinte kilómetros atrás, el cielo apenas había comenzado a clarear, ahora la mañana ya ha puesto en el mundo luz bastante para que se pueda observar la cicatriz de Marcial Gacho y adivinar la sensibilidad de las manos de Cipriano Algor».

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El viaje del elefante (2008)

«Por más incongruente que le pueda parecer a quien no ande al tanto de la importancia de las alcobas, sean éstas sacramentadas, laicas o irregulares, en el buen funcionamiento de las administraciones públicas, el primer paso del extraordinario viaje de un elefante a austria que nos proponemos narrar fue dado en los reales aposentos de la corte portuguesa, más o menos a la hora de irse a la cama. Quede ya registrado que no es obra de la simple casualidad que hayan sido aquí utilizadas estas imprecisas palabras, más o menos. De este modo, quedamos dispensados, con manifiesta elegancia, de entrar en pormenores de orden físico y fisiológico algo sórdidos, y casi siempre ridículos, que, puestos tal que así sobre el papel, ofenderían el catolicismo estricto de don juan, el tercero, rey de portugal y de los algarbes, y de doña catalina de austria, su esposa y futura abuela de aquel don sebastián que irá a pelear a alcácer-quivir y allí morirá en el primer envite, o en el segundo, aunque no falta quien afirme que feneció por enfermedad en la víspera de la batalla. Con ceñuda expresión, he aquí lo que el rey comenzó diciéndole a la reina, Estoy dudando, señora, Qué, mi señor, El regalo que le hicimos al primo maximiliano, cuando su boda, hace cuatro años, siempre me ha parecido indigno de su linaje y méritos, y ahora que lo tenemos aquí tan cerca, en valladolid, como regente de españa, a un tiro de piedra por así decir, me gustaría ofrecerle algo más valioso, algo que llamara la atención, a vos qué os parece, señora».

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