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El escritor polaco Joseph Conrad (1857 – 1924). /Imagen tomada de Wikipedia

Joseph Conrad: el escritor que mostró la oscuridad del alma humana y cambió la visión del mundo

Conmemoramos un siglo de la muerte, en 2024, del autor de clásicos como 'El corazón de las tinieblas', 'Lord Jim', y 'Nostromo'. Trazamos su radiografía vital y literaria a través de los voces de escritores en los prólogos de sus libros, de Pérez-Reverte a Juan Gabriel Vásquez

Joseph Conrad es un escritor de escritores, un autor para lectores a quienes les gusta ir más allá de la orilla donde los deja la escritura para adentrarse en el mundo abierto de la historia leída y en el del interior de cada uno. Józef Teodor Konrad Korzeniowski nació en Berdýchiv, antes imperio ruso y hoy de Ucrania, el 3 de diciembre de 1857 y murió en Bishopsbourne, Inglaterra, el 3 de agosto de 1924. Fue así porque, aunque pertenecía a una familia de la nobleza polaca, desde joven adoptó el inglés como su lengua literaria luego de un largo periplo vital. Al quedar huérfano, a los 16 años decidió viajar a Marsella donde tuvo su primer trabajo como marino. Después fue a Inglaterra, para eludir el reclutamiento del ejército zarista, donde obtuvo el título de Capitán Mercante de la Marina Británica, que le permitió recorrer el mundo, vivir aventuras impensables y conocer y escuchar mil historias. “A sus treinta y tres años, Conrad partió hacia el Congo Belga, siendo testigo privilegiado del ‘más vil de los saqueos de la historia de las exploraciones geográficas y de la conciencia humana’ (Last Essays), una experiencia irreversible que cambió por completo su visión del mundo”, recuerda la editorial Libros del Zorro Rojo.

Su primera novela fue La locura de Almayer, de 1895. Fueron unos años muy fructíferos con Un vagabundo de las islas (1896), El negro del ‘Narciso’ (1897), El corazón de las tinieblas (1899), Lord Jim (1900), La soga al cuello (1902), Nostromo (1904) y El agente secreto (1907). Después vendrían Suerte (1913), Victoria (1915) y La línea de sombra (1917). Entre medias cuentos como Juventud (1898).

André Gide describió que “Conrad sabe detenerse en el umbral de lo espantoso para que la imaginación del lector pueda jugar con libertad después de haberse acercado a la sugerencia del horror en una medida que juzgo insuperable”.

WMagazín conmemora el centenario de la muerte de Joseph Conrad, en 2024, repasando su vida y su obra a través de cinco apartados que ayudan a comprender mejor su literatura:

La vida, Sergio Pitol.

La inspiración, según Joseph Conrad.

La traducción, según Juan Gabriel Vásquez.

El lector, según Arturo Pérez-Reverte.

La ilustración, según Enrique Breccia.

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VIDA Y ALMA

Sergio Pitol en el prólogo de El corazón de las tinieblas (Siruela y Libros del Zorro rojo).

“Joseph Conrad es […] un novelista genial, una de las más altas cumbres de la literatura inglesa, y al mismo tiempo un escritor incómodo […]. Es distinto a sus contemporáneos […] por el tratamiento de sus temas, por la mirada con que contempla al mundo y a los hombres. Es un moralista a quien repugnan los sermones […]. Es el autor de extraordinarias obras de aventuras donde éstas terminan por convertirse en experiencias interiores […], hazañas que ocurren en los pliegues más secretos del alma. […] Es un “raro” en el sentido más radical de la palabra. Un novelista ajeno a cualquier escuela, que enriqueció a la literatura inglesa con un puñado de novelas excepcionales, entre otras”.

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LA INSPIRACIÓN

Joseph Conrad en el prólogo de Nostromo. Traducción: Alberto Adell (Alianza)

“El hecho es que en 1875, o 1876, siendo muy joven, en las Antillas o mejor en el golfo de México, ya que mis contactos con tierra eran breves, escasos e insignificantes, oí la historia de un hombre del que se decía haber robado él solo un cargamento de plata, en algún lugar del litoral de Tierra Firme, durante los disturbios de una revolución.

A primera vista, era algo como una hazaña. Pero no oí más detalles, y al no tener un interés especial en los delitos por sí mismos, no era probable que conservase aquél en la memoria. Y lo olvidé, hasta que veintiséis o veintisiete años después me topé justo con el mismo asunto en un manoseado volumen descubierto a la puerta de una librería de viejo. Era la autobiografía de un marinero norteamericano, escrita con la ayuda de un periodista. Durante sus andanzas, el marinero norteamericano había trabajado algunos meses a bordo de una goleta cuyo capitán y propietario era el ladrón del que yo había oído hablar en mi primera juventud. No me cabe duda de ello, porque resulta difícil que se diesen dos hazañas de este peculiar carácter en la misma parte del globo, y ambas como consecuencia de una revolución sudamericana.

El sujeto había conseguido efectivamente robar una gabarra con plata, y esto, parece ser, sólo a causa de la implícita confianza de sus patronos, que debían de ser jueces sumamente deficientes del carácter humano. En el relato del marinero, está pintado como un pícaro consumado, tramposo, estúpidamente cruel, grosero, de mísera apariencia, y en todo indigno de la grandeza que esta oportunidad le había proporcionado. Lo que resultaba interesante era que se ufanase a las claras de ello. (…)

La anécdota en su totalidad ocupa tres páginas de la autobiografía. Nada importante; pero al releerlas, la curiosa confirmación del puñado de palabras oídas casualmente en mis primeros años evocó el recuerdo de aquel lejano tiempo en que todo era tan nuevo, tan sorprendente, tan lleno de aventura, tan interesante; trozos de costas desconocidas bajo las estrellas, sombras de colinas a pleno sol, pasiones humanas en la penumbra, murmuraciones medio olvidadas, rostros borrosos… Quizá, quizá quedase algo en el mundo sobre lo que escribir. Pero al comienzo no vi nada en la simple historia. Un pícaro roba un gran paquete de un artículo valioso: así dice la gente. Esto puede ser cierto o no; y en ambos casos carece de valor en sí mismo. No me atraía inventar un relato detallado del robo, ya que como mi talento no iba por ese camino, creí que no merecía la pena el esfuerzo. Sólo cuando comencé a darme cuenta de que el ladrón del tesoro no tenía por qué ser necesariamente un perfecto sinvergüenza, que incluso podía ser un hombre de carácter, un protagonista y posiblemente una víctima durante las cambiantes circunstancias de una revolución, fue cuando tuve la primera visión de un país en penumbra que se convertiría en la provincia de Sulaco con su alta Sierra sombría y su neblinoso Campo como mudos testigos de sucesos derivados de las pasiones de los hombres sin visión para el bien y para el mal”.

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EL TRADUCTOR

Juan Gabriel Vásquez en el prólogo de El corazón de las tinieblas, bajo su traducción (Alfaguara)

“El corazón de las tinieblas es una de las ficciones más ambiguas, inasibles y enigmáticas de nuestra tradición, y el intento por usarla como arma arrojadiza o ilustración de convicciones previas termina siempre en fracaso. No, no hay que entrar en esta novela con ideas preconcebidas, ni tampoco, si me permiten ustedes, con resistencias prefabricadas; esta novela rechaza las simplificaciones y delata a los maniqueos, y lleva varias generaciones haciendo lo mismo. (…)

El corazón de las tinieblas se publicó en tres entregas, durante la primavera de 1899, y solo apareció como libro en 1902, pero yo tengo para mí que con esta novela breve comienza la literatura del siglo XX. La obra de Conrad es, junto con la de Henry James, una de las bisagras posibles entre la gran novela realista del XIX —los sospechosos habituales: Flaubert, Balzac, los grandes rusos— y el modernismo de Virginia Woolf, Joyce, Faulker e incluso Marcel Proust. En el siglo y cuarto que ha transcurrido desde entonces, la hemos leído en clave política, simbolista, impresionista y psicológica; la hemos considerado una de las grandes denuncias de los horrores del colonialismo y la hemos atacado por racista; hemos visto sus palabras como epígrafe de poemas extraordinarios y la hemos visto servir como tablero de instrucciones para una de las maravillas más imperfectas y desquiciadas de la historia del cine: Apocalypse Now. Pero El corazón de las tinieblas ha sobrevivido a malinterpretaciones, malversaciones y manipulaciones; por sobrevivir, ha sobrevivido incluso al entusiasmo de sus lectores más asiduos, entre los que me cuento, y al puñado de traducciones que se han hecho a mi lengua, a las cuales sumo ahora la mía. La tarea ha sido de una dificultad apasionante. He recordado en otra parte lo que decía Virginia Woolf: uno abre las páginas de Conrad y siente lo que debió de sentir Helena de Troya al verse al espejo, pues, sin importar lo que hiciera, nunca podría pasar por una mujer del montón. La prosa de Conrad es una aleación de metales diversos, de su polaco de aristócrata a su inglés de marinero, pasando por la lengua francesa que aprendió de una institutriz en su niñez protegida y que le dio acceso a una tradición novelística superior, en su opinión, a cualquier otra. Es una prosa extraña, que no parece de ninguna parte; si la lengua es la verdadera patria de un novelista, Conrad fue siempre un inmigrante en la suya. Traducir El corazón de las tinieblas es, entre muchos otros, el reto de conservar esa textura de extrañeza, la tensión entre la lengua sajona y las sonoridades latinas que le gustaban al autor francófilo, y la otra tensión, entre la lengua hablada —recordemos que Marlow cuenta su historia viva voce a los cuatro miembros de su público— y la elegancia de la dicción, que para Conrad era un valor irrenunciable”.

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EL LECTOR

Arturo Pérez-Reverte en el prólogo de Juventud (Edhasa)

“Pero nadie vive ni lee sin daños colaterales: a medida que la inocencia del muchacho lector y viajero se transformaba en la lucidez adulta que otorgan la carne, el diablo, los libros y los cielos sin dioses, algunos viejos amigos de lecturas juveniles dejaron de acompañarme. (…)  Tan sólo uno de ellos se mantuvo fiel, sin soltar mi mano y aferrado a mi corazón y mi cabeza.

Ese compañero, ese amigo, fue y sigue siendo Joseph Conrad. Quizá por eso es el único del que tengo una fotografía enmarcada en mi biblioteca de trabajo, pues no me abandona y envejece conmigo, como si se tratase de un relato inverso de Oscar Wilde. Joseph Conrad, el polaco que primero habló francés y luego se convirtió en uno de los más grandes escritores en lengua inglesa, es además quien página a página me susurró desde muy pronto lo fundamental: que vivimos como soñamos, solos. Él fue quien sin saberlo anticipó los anhelos de aquel muchacho que, a partir de una biblioteca, por fin cruzó al otro lado del mar para librar sus propias batallas; y en cierta ocasión Conrad lo hizo con estas palabras: ‘Recuerdo mi juventud y la sensación, que nunca volverá, de que podría durar para siempre, sobrevivir al mar, a la tierra y a los hombres…’. Y también fue Conrad quien escribió, como si realmente conociera las tinieblas del corazón de aquel joven que un día miraría en torno, fatigado: ‘Toda pasión se ha perdido ahora. El mundo es mediocre, débil, sin fuerza. Y la locura y la desesperación son una fuerza. Por eso la fuerza es un crimen a los ojos de los necios, los débiles y los tontos…’. Por todo eso y por muchas cosas, libros, vida, magisterio, felicidad lectora, Joseph Conrad se ha ido convirtiendo para mí, con los años, en ese amigo leal que nunca deja de estar a tu lado en un temporal o un combate. En un viejo, respetado, querido ‘hermano de la costa’.

A propósito de eso, recuerdo una conversación con Javier Marías en uno de aquellos jueves en los que salíamos de la Real Academia dando un largo paseo antes de cenar juntos en el restaurante Lucio. (…) El caso es que una noche en particular hablamos de Conrad, señalando que nos parecía inagotable, más grande a cada relectura; y eso nos parecía curioso, al reconocer ambos que en la obra extraordinaria del marino polaco venían a converger, desde lugares casi opuestos, su admiración y la mía, con formas tan diferentes de contar y contarnos. Recuerdo que la conversación se prolongó durante toda la cena: Javier señalando la complejidad del idioma inglés de ese autor, y por eso mismo el placer que le supuso el reto de traducir El espejo del mar; y yo tratando de mostrar, con movimientos de las manos, la posición de uno de los barcos conradianos de nuestra juventud lectora, recurriendo a cuanto sé de maniobras a vela y viradas por avante para aclarar a Javier la importancia del sombrero blanco flotando en el agua de El copartícipe secreto. También me acuerdo de que hablamos sobre Nostromo, que ya no nos parecía tan ágil leída por tercera o cuarta vez; y de que Juventud es el relato que yo releo con más frecuencia cuando salgo al mar, disfrutándolo como si fuera un viejo ritual marino. Todavía en el restaurante, sin dejar el asunto, comentamos que para ambos Lord Jim seguía siendo la más clásica y característica de las novelas de Conrad, y acabamos desmenuzando La flecha de oro, esa historia de amor y juventud a cuya protagonista, la bella y enigmática doña Rita, tanto deben algunas de las mujeres de mis novelas y de mi vida. Todavía seguimos conversando sobre otras novelas de Conrad –Victoria, El rescate, El final de la cuerda– durante el último paso hasta la Plaza Mayor y las cercanías de su casa; y luego nos despedimos como siempre, como cada jueves, sin sospechar el incierto e implacable orden de las cosas. Hoy todavía lo recuerdo así, encendiendo solitario el último cigarrillo mientras yo me alejaba, con el punto rojo de la brasa avivado en mitad de la noche, desdibujado su rostro al otro lado de la línea de costa”.

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EL ILUSTRADOR

Enrique Breccia, en la edición de El corazón de las tinieblas (Libros del Zorro Rojo).

El arte de Enrique Breccia expresa con singular maestría las tensiones del relato conradiano entre las fuerzas latentes y brutales de la condición humana y las indomables tinieblas de la selva africana.

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2 comentarios

  1. Sergio, gracias, claro, ante todo. Pero no voy a hablar de lo que aquí escribiste sino de uno de tus libros sobre el tango bailado, que en verdad no consulté tanto porque yo quería saber qué había pasado para que de un momento a otro ya nadie, casi nadie, escribía letras de tango. Escribí un relato largo, no tan largo, con la invension de quién aún todas las mañanas tocaba el bandoneón y jamás demostró nostalgia, melancolía, tristeza, por algo que ya solo era privado-privado. Una entrevista inventada que nunca más encontré como la había terminado, y que incluí a tu libro como mí bibliografía consultada. En fin, la respuesta que encontré para algo que terminó sin la mitología de poder volver es lo que quiero compartir con vos, porque es lo más llamo, lo más cercano, aquello que yo anhelo o vos le ofrendas a otros tus palabras. Las letras se dejaron de escribir porque la historia de los hijos no es la historia de los padres. Abrazos! Grazie!

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