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El escritor Juan Villoro (Ciudad de México, 1956), en la serie Autorretrato artístico de un escritor/a de WMagazín. /Foto de Sofía Rivas – cortesía de Random House

Juan Villoro: “La belleza es la superación del dolor. La belleza es el alivio ante un mundo imperfecto”

AUTORRETRATO ARTÍSTICO DE UN ESCRITOR/A 12. El escritor mexicano recuerda cuáles son las artes, obras y creadores que más lo han influido. Es el autor de la temporada con cuatro libros de sus diferentes épocas, desde la recuperación de la original y divertida 'Materia dispuesta' (1997), hasta el emotivo y profundo retrato de su padre en 'La figura del mundo' (2023). Es el invitado a esta serie de WMagazín, con la colaboración de Endesa

En una casa rodeada de libros e ideas, fue, en el reverso de las cajitas de cerillos de su padre, que el niño Juan Villoro Ruiz descubrió la belleza de la pintura, pequeñas y cautivadoras reproducciones borrosas de obras de Turner, Monet, Picasso… Con esas imágenes hizo una pinacoteca. Ese recuerdo siempre ha acompañado al escritor mexicano y lo ha usado en algunos de sus libros.

Pero, antes que Monet y sus colegas entraran en su vida, su primer acercamiento a la belleza es el rostro de su madre, Estela Ruiz Milán. Luego, hacia los seis años, desde la ventanilla del carro en movimiento y el viento sobre la cara, el paisaje semidesértico de México donde más que arena y vacío, el niño Juan vio una vida abigarrada de vegetación y animales singulares como una gran escultura viva y hierática, al mismo tiempo, que, años después, llegará a su memoria con los Nocturnos de Chopin.

Es, hacia los 15 años, cuando llega el deslumbramiento de los libros, la lectura y la escritura. La vida sin brújula que creía tener se ajustó, todos los caminos, emociones e ideas pasadas y futuras, conscientes o no, confluyeron en los libros para leer y contar.

“La belleza es la superación del dolor. Cualquier cosa que nos redima del dolor nos da belleza. La belleza es alivio ante un mundo imperfecto”, afirma Juan Villoro (Ciudad de México, 1956), que se convierte en el autor del fin de año 2023 con cuatro obras de los tres tiempos de su vida, en librerías:

Pasado: las recuperaciones de sus dos primeras novelas: El disparo de Argón, de 1991 (Anagrama) y Materia dispuesta, de 1997 (Almadía).

Presente: la novedad de un libro conmovedor e inteligente sobre su padre, La figura del mundo (Random House).

Futuro: se imprimirá No fue penalti: una jugada en dos tiempos (Almadía), la obra creada, en 2022, para la plataforma digital de lectura, Scribd Original, sobre una de las grandes pasiones de Villoro: el fútbol.

Y, en 2024, celebrará veinte años de haber ganado el Premio Herralde de Novela con El testigo (Anagrama), que lo confirmó como uno de los escritores latinoamericanos contemporáneos de referencia.

Es Juan Villoro compitiendo consigo mismo. Periodista, novelista, cuentista, ensayista y dramaturgo, con varios de los premios literarios más destacados en español en cada uno de los géneros que practica: del Xavier Urrutia de Novela y el Internacional de Periodismo Rey de España, al Iberoamericano de Letras José Donoso y al Liber al Autor Hispanoamericano más Destacado.

El arco de su vida y sus intereses personales, intelectuales y literarios se aprecian en lo que va de Materia dispuesta a La figura del mundo. El primer libro es el reverso irónico y divertido de la novela de aprendizaje, un eco de la novela que, a los 15 año, lo enamoró de la literatura y le abrió un mundo. El segundo libro, es una mixtura literaria de gran altura que indaga en la figura de su padre, el filosofo zapatista Luis Villoro, para quien la solidaridad y la ejemplaridad ética deberían ser pilares de la humanidad. Un padre admirado y amado, de paternidad intermitente, pero abordado con la delicadeza y la profundidad tan presentes en la vida del autor.

Desde su casa en Ciudad de México, delante de un gran biblioteca y vestido con un jersey rojo, Juan Villoro habla de cuándo y cómo las diferentes expresiones artísticas llegaron a su vida y el modo en que lo acompañan para crear. Aparece el gran narrador que es con gracia y hondura para la serie de WMagazín Autorretrato artístico de un escritor/a:

El escritor mexicano Juan Villoro y algunas de las obras y artistas clave en su vida: el libro 'De perfil', de José Agustín, pinturas de Turner, los Beatles, el semidesierto de San Luis Potosí y la película 'Ladrón de bicicletas', de De Sica, en la serie Autorretrato artístico de un escritor/a, de WMagazín.

Autorretrato artístico de un escritor/a: Juan Villoro

“Para mí todo empieza con la lectura. Para dedicarte a la escritura primero tienes que dedicarte a descubrir el placer de ser lector. En mi caso, esto llegó bastante tarde. Mis padres tenían libros en casa, no eran objetos extraños para mí, en el sentido de que formaban parte del mobiliario. Libros de filosofía e historia, los de mi padre; o de psicología los de mi padre. Algunos clásicos de la literatura. No eran libros para niños. En aquella época, en México, había pocas obras de este corte para los niños. Tampoco había un hábito muy común de acercar a los niños a las lecturas que tuvieran que ver con ellos. Sí leí algún libro de Julio Verne, o en la escuela Corazón: diario de un niño, de Edmundo de Amicis, libro lacrimógeno que hace sufrir muchísimo y, naturalmente, yo sufrí para aprobar la materia. No pensé que alguien leyera eso por gusto.

Luego pasé por el obligado expediente de entrar en contacto con un clásico. Uno de los grandes errores de nuestra educación, en nuestro idioma, ha sido que se pone, demasiado pronto, a lectores que no están capacitados para entender la dimensión de otra época, en contacto con épocas maravillosa, pero demasiado ajenas a la experiencia de los niños. A los doce años yo recibí el encontronazo del Mio Cid, una obra maravillosa de la lengua, pionera en la narrativa del idioma, pero me dieron en la escuela un ejemplar que no estaba adaptado para niños y me pareció una extravagancia enorme la de enfrentar ese mundo esforzado de la escritura en un lenguaje antiguo, a tal grado que llegué a pensar que todos los autores eran personas muertas. No concebí la idea de que la literatura formara parte de mi experiencia contemporánea.

No fue hasta las vacaciones previas al bachillerato cuando un amigo llegó con un libro que acababa de leer. Una novela del escritor mexicano José Agustín Ramírez, escrita en primera persona que se llama De perfil. Trata de la vida de un adolescente en Ciudad de México que se encuentra justo en las vacaciones previas al bachillerato. Es decir, el momento en el que yo estaba, y la ciudad donde vivía se vio reflejada en esta novela. Lo cual hizo que yo tuviera una especie de lectura en espejo y me incorporara de inmediato al mundo del protagonista de De perfil. No tiene nombre y, naturalmente, yo pensé que no lo tenía porque era yo. Me vi reflejado en la historia. Esto no solo me cautivó al revelarme que la literatura estaba hecha de materia viva, que podía incluir mi cotidianidad, sino que me dio una vocación y una determinación. Me hizo sentir que mis días sin rumbo, mi horizonte carente de toda brújula que yo tenía entonces, porque no sabía cómo enfrentar la amistad, el amor, la vocación, tantos ritos de paso de la adolescencia, podía ser extraordinariamente divertido o apasionante si yo sabía narrarlo.

Fue como encontrar no solo el sentido de un oficio, sino el sentido de una existencia. Suena grandilocuente, pero yo tuve una infancia bastante melancólica: era particularmente tímido, sensible, lo cual significa ser débil. No era de esas personas que se enfrentan en el patio del colegio y se vuelven populares. Tú sabes que, en América Latina, por desgracia, el verdadero currículum de la escuela no se gana en el aula sino en el patio donde se impone una ley machista, muchas veces, y yo fracasaba en esto. Entonces, encontrar una representación de la realidad que podía justificarme me hizo sentir que la vida valía la pena. Y valía porque mejoraba al ser escrita.

Así empecé con 15 años. Ese es el gran descubrimiento de la lectura y de la escritura. Que ocurren de manera simultánea en mí. Pertenezco a la franja más inculta de todos los escritores que ha habido porque había leído un libro, verdaderamente, por gusto y ya quise escribir otro. Naturalmente tuve que ir leyendo muchas cosas a troche y moche. Encontré un taller literario gratuito en la Universidad Nacional, que daba un escritor ecuatoriano llamado Miguel Donoso Paredes. Nosotros le debemos muchísimo a los latinoamericanos y paisanos tuyos, desde Porfirio Barba Jacob, hasta Álvaro Mutis, García Márquez y Fernando Vallejo, que han transformado nuestra literatura, y este escritor ecuatoriano me acogió en su taller siendo yo muy joven.

Después de leer De perfil escribí un cuento, y con ese solitario ejemplo de mi escritura fui al taller. El maestro me preguntó cuántos cuentos había escrito, sorprendido de que llegara alguien tan joven. Y yo, para hacerme el prolífico, le dije que dos. Me pidió que se los llevara a la siguiente sesión. Escribí a toda velocidad un segundo cuento, que fue malísimo, pero el primero que había escrito con mayor impulso y de una manera más genuina le gustó. A él le pareció que ese primer cuento era el segundo y me dijo: ‘Se nota que este lo escribiste después, que ya te vas superando’, pero la verdad era al revés. Porque el segundo cuento, que para el maestro fue el primero, fue precipitado, demagógico, sobre unos mineros, yo estaba empezando a tener unas lecturas marxistas, en fin. Un desastre, pero el maestro me aceptó en el taller y ahí empezó mi trayectoria.

La belleza

Semidesierto de San Luis Potosí, en México.

Mi primer acercamiento a la belleza, no tengo la menor duda, es el rostro de mi madre. Lo cual me convierte en alguien absolutamente edípico. Era una mujer muy bella yo crecí con ella. Mi padre se fue de casa cuando yo era bastante chico, a los nueve años, pero ese primer rostro para mí es como el de una Madonna renacentista.

Otro impacto muy grande, y que para mí ha sido muy importante a lo largo de la vida, es el paisaje de semidesértico de México. Ese primer recuerdo es de cuando tenía unos seis años. Creo que todos nosotros tenemos un paisaje sentimental. Algo que te cala hondo, y cuando ves algo de manera parecida te conmueve de manera muy grande.

Una parte de mi familia viene de San Luis Potosí, se dedicaban a producir Mezcal. Cuando yo era niño iba de vacaciones a una hacienda en el desierto de San Luis. Mucha gente piensa que el desierto es exclusivamente la arena y un vacío. Pero pocas cosas son tan abigarradas, pobladas y ricas como el desierto de cactáceas que, además, se asocia mucho con lo mexicano: los nopales, los magueyes, todas las distintas variedades de las cactáceas. Este impacto de la vida congelada, árboles que no se mueven, árboles detenidos, como una especie de escultura vegetal. El tiempo hierático. Además, las cactáceas florecen una sola vez. Un lugar animado por perdices, codornices, coyotes, liebres, animales del desierto. Me ha pasado, al ir a un jardín botánico, en distintos lugares del mundo, al entrar al invernadero de las cactáceas sentir un impacto brutal. Y una de mis grandes emociones es combinar esto con la música.

Un amigo grabó todos los nocturnos de Chopin. Un día tomé la carretera nueva de Ciudad de México a Guajaca, y como esa carretera era bastante reciente, no atraviesa pueblos, sino que para ahorrar tiempo atraviesa el desierto que es de cactáceas. Y puse en el coche la grabación de Chopin con ese paisaje que para mí es la belleza vegetal máxima por entrañable, porque la siento propia. A veces te conmueve más lo que es tuyo. Dice Pessoa, en uno de sus heterónimos, ese poeta bucólico llamado Alberto Caeiro, más o menos así: El tajo es más bello que el río que corre por de mi pueblo / Pero el Tajo no es más bello que el río que corre por mi pueblo / Porque el Tajo no es el río que corre por mi pueblo… / Sus aguas van al mar y han salido los navegantes a conquistar el mundo…’. Hay un tipo de belleza que asumes como propia.

La belleza es la superación del dolor. Cualquier cosa que nos redima del dolor nos da belleza. La belleza es alivio ante un mundo imperfecto.

 

La pintura

Obras como las de Turner, en el reverso de as cajas de cerillos Raleigh, coleccionó Juan Villoro, de niño.

 

Mi contacto con la pintura surgió de una manera muy curiosa: mi padre fumaba cigarros Raleigh sin filtro y los encendía con unos cerillos llamados Clásicos. Y se llamaban así porque tenía la reproducción de una obra maestra de la pintura. Imagínate lo que era eso: estamos hablando de una cajetilla apenas mayor que una estampilla de correos y con una calidad de impresión infame, pero ahí conocí a Turner, a Monet, a Picasso, a todos los pintores clásicos, y los empecé a coleccionar. Hice una pinacoteca totalmente desenfocada de pintura clásica. Recuerdo, por ejemplo, que uno de mis pintores favoritos, Turner, que de por sí tiene esos paisajes muy difuminados, generalmente, tormentas marinas, ahí era una mancha borrosa que yo trataba de descifrar, pero me parecía cautivador. Recuerdo, también, un cuadro de Aníbal cruzando los Alpes a lomos de un elefante. Eso se ha quedado muy impregnado. En una de mis novelas, La tierra de la gran promesa, el protagonista también encuentra la pasión por la pintura en estos cerillos.

 

La música

 

Detalle de la portada del disco de los Beatles ‘A Hard day’s night’ (1964).

Yo soy rehén de la música de rock. Mis padres se fueron a vivir a Guadalajara cuando yo era pequeño porque mi padre daba clases en esa universidad. Uno de mis primeros recuerdos, con unos dos años, es cuando mi madre me llevó al parque Alcalde, donde había una rockola y ponían música de rock and roll, de Elvis Presley, etcétera. Eso fue lo primero que escuché, y, dice mi madre, que me gustó. Luego en Ciudad de México, el impacto esencial de los Beatles y la contracultura fueron importantísimos para mí. Yo crecí al compás de los Rolling Stones, los Beatles… Todavía me sé de memoria los teléfonos de las estaciones de radio a las que hablaba para pedir canciones: 5211878 Radio Éxitos, 246590 La pantera de juventud. Entonces yo hablaba para pedir canciones de Led Zeppelin y grupos que me gustaban.

Me volví un fanático total de la música. No tenía suficiente oído para tocarla, pero el primer trabajo que tuve escribiendo fue en 1977, en un programa que se llamó El lado oscuro de la Luna, como el famoso disco de Pink Floyd, que ahora está cumpliendo cincuenta años. Escogimos este nombre porque queríamos presentar un tipo de rock que no estaba en las frecuencias comerciales. Nuestro eslogan era ‘La región desconocida de la música de rock’. Hubo un diálogo muy fecundo con la música de rock porque lo que pretendía el programa era tratar de mostrar cuál era el contexto y las razones por las que los grupos componían lo que componían, qué decían las letras de sus canciones, darle contenido narrativo a la música.

En la música, una de las cosas que cambiaron mucho en los años sesenta y setenta era que el rock estaba asociado a la contracultura, era una forma de comportamiento social: no bastaba con escuchar a los grupos, había que vivir conforme a lo que decían los grupos. Los compositores eran evangelistas que estaban transformando. Los Beatles compusieron en 1967 la canción She’s Leaving Home, Ella se va de casa, que trata de una chica que abandona a sus padres y busca su camino. Bastó que los Beatles cantaran esta canción para que millones de chicas se fueran de su casa. Los Beatles se fueron a la India a buscar nuevos mensajes y de inmediato la gente se interesó en la India. Había cambios de comportamiento que tenían que ver con dejarte el pelo largo, asumir una moda psicodélica, hablar de forma diferente, amar con otras causas y razones. Todo este manual de instrucciones que representaba la música fue importantísimo para transformar la vida de una generación, incluida la mía.

Creo que el principal cambio social es que tarde o temprano la música de rock, la contracultura, se fueron mediatizando y convirtiendo en una expresión comercial y artística, las dos cosas. Hoy en día hay muchísimas variantes de la música pop, entre ellos el rock heredero de aquellos grupos de entonces, pero no es tan inmediata la relación entre escuchar una música y cambiar una forma de vida. Por supuesto, hay gente que sigue influyendo de manera masiva a sus escuchas, tanto en la salsa como en la cumbia, el reguetón, el flamenco y las nuevas fusiones. Pero esa transformación que vivieron las tribus urbanas en los años sesenta y setenta, que luego se potenció en nuestro idioma, sobre todo con el rock en español, abanderado por Argentina, fue grande.

 

El cine

Fotograma de la película ‘Ladrón de bicicetas’, de Vittorio De Sica.

 

Con el cine me he llevado muy bien, en principio como un entretenimiento. Me encantaron películas como ¡Hatari!, de cacería, situada en África, con John Wayne. Una película entusiasmante sobre personas que iban a cazar animales no para matarlos, sino para los zoológicos. Otra es El tigre de bengala o El Perro salvaje, de Walt Disney. Estas películas me gustaban más que las de dibujos animados.

Ese fue el inicio del cine como espectáculo. Luego descubrí que existían los cine clubes. Y, curiosamente, el más importante de todos, estaba en manos de un sacerdote dominico, fray Julián Pablos. Era muy amigo de Luis Buñuel, que fue un eminente hereje; pero de qué te sirve ser hereje si no tienes un oponente. Entonces, uno de sus mejores amigos era un sacerdote para pelearse a gusto con él. Incluso se quedó con las cenizas de Buñuel. Fue su asistente en varios proyectos, y tenía un gusto cinematográfico excelso.

En el centro cultural de los dominicos hacía una curaduría impecable de cine de autor de los años sesenta. Ahí vimos a Vittorio de Sica, a Fellini, a Pasolini, a Antonioni, a Godard, a Truffau, a Buñuel, a muchísimos. Me cautivó el cine. Incluso, en una época, pensé estudiar cine. Me alcancé a inscribir en una escuela de cine en Italia, y aquí en México en la Academia Dante Alighieri para estudiar italiano, porque yo quería ser guionista y había una escuela que estaba asociada con los estudios de Cinecittà, en Roma, donde estudió García Márquez, porque su ídolo era Cesare Zavattini, el gran guionista de Vittorio De Sica. Pero era muy caro el viaje, a mis padres les pareció absurdo porque yo apenas tenía como 18 años y no querían que me fuera tan joven a Italia.

Fui mucho tiempo gran aficionado al cine de autor. A medida que el cine retorna a ser ante todo un espectáculo escasean los autores con propuestas tan interesantes como las que hubo en aquellos años. Pero me mantengo como un aficionado, ya no como un cinéfilo empedernido. Pero esta novela que mencionaba, La tierra de la gran promesa, está protagonizada por un cineasta y el título proviene de una película de Andrzej Wajda, que era la que se estaba exhibiendo cuando se incendió la Cineteca Nacional, en 1982. De modo que ha habido un continuo diálogo con el cine.

Mi película favorita, por escoger una, es Ladrón de bicicletas, de De Sica. Y si tuviera que escoger otra sería El ángel exterminador, de Buñuel”.

***

En cambio, el baile no es lo suyo. En ese momento aparece el Juan Villoro más sincero, divertido, irónico, narrador y con el que ofrece su mejor autorretrato de cómo afronta la vida:

“En Colombia la música y el baile son una religión. Tuve una novia colombiana a la que quise mucho y a la que puse en vergüenza numerosas veces. Algunos amigos colombianos me dijeron que yo bailaba la salsa como si fuera una marcha escocesa; y, tristemente, tenían razón. Soy pésimo para bailar, me encanta que otros bailen, pero hay algo peligroso: Me gusta bailar, me gusta bailar mal, pero necesito de la tolerancia de alguien que me siga el juego y me perdone que no sea yo buen bailarín”.

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Serie Autorretrato artístico de un escritor/a

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