La fascinación por las naturalezas y bodegones de Giorgio Morandi
El crítico italiano crea un retrato afectuoso, íntimo y tangible sobre uno de los artistas más exquisitos del siglo XX. WMagazín, con apoyo de Endesa, publica varios pasajes de este libro, de editorial Elba, que arroja luz sobre la búsqueda de la pureza de Morandi a través del silencio y lo sencillo
Presentación WMagazín Uno de los artistas italianos y europeos más exquisitos del siglo XX es Giorgio Morandi (1890-1964). Su búsqueda de la pureza de la naturaleza a través del silencio y lo sencillo es captada por Luigi Magnani (1906-1984) en el libro Mi morandi que publica la editorial Elba. Es el acercamiento a un amigo que conoció en los últimos 25 años de la vida del artista y «tuvo ocasión de observar y escucharlo, de conocerlo, en suma, todo lo que se puede llegar a conocer un alma esquiva y refinada como la suya». El resultado de esa amistad y complicidad «es un retrato afectuoso, el más íntimo y tangible que existe sobre el artista, escrito desde una sensibilidad y erudición reservadas sólo a los sinceros amantes del arte».
WMagazín, con apoyo de Endesa, publica varios pasajes de este libro para iluminar aspectos clave de la obra de este artista fascinante. ¿Por qué Morandi es uno de los artistas más exquisitos del siglo XX? ¿Por qué fascinan sus naturalezas y bodegones? «Tenía como función aislar el objeto de su contexto natural, redimirlo de todas sus funciones prácticas para contemplarlo ‘en su puro ser’. Su pintura tiende a trascender el dato sensible, el aspecto en el que se percibe comúnmente el mundo exterior, obligándonos a volver a entrar en nosotros mismos, a reconocer en la obra de arte un valor expresivo, que aporta un significado más profundo», escribe el crítico italiano.
El libro lo completan las cartas que Morandi envió a Magnani: breves pero evocadoras, contenidas pero portadoras de una indudable estima, que, según la editorial, son un reflejo de la personalidad lúcida y austera que hay tras los objetos silenciosos de sus cuadros.
«La fascinación de Magnani por la ‘falta de contenido’ y la ‘forma’ de Morandi acerca su personalidad a la del director Michelangelo Antonioni, a la conciencia de la fundamental soledad del hombre y la capacidad de comunicarse sólo espiritualmente», escribe Stafano Raffi en el prólogo del libro.
A continuación puedes ver varios pasajes de Mi Morandi que arrojan luz sobre su obra:
'Mi Morandi'
Luigi Magnani
Todo, o casi todo, ha sido dicho sobre las estructuras formales y la concepción espacial de la pintura de Morandi, sobre su relación con la antigua tradición artística italiana y con la moderna, sobre las fases estilísticas que se suceden a lo largo del camino que había de llevarle, acaso el único italiano, después de Tiepolo, a la fama universal.
Ahora que se ha dicho todo, o casi todo, se podrá abordar al hombre Morandi sin temor a eludir, al menos aparentemente, esos valores morales básicos que la exégesis crítica ha reconocido justamente, y observar su personalidad desde otro punto de vista, tratando de captar lo que de humano ha encontrado expresión, a través de la forma, en su pintura.
El hombre Morandi es en realidad el hombre de su pintura, que deja traslucir su imagen noble, apacible y a la vez viril, a la que la muerte parece haber impreso un no sé qué de serio e inmutable, encierra además y manifiesta los matices más sutiles de su sentir íntimo. Y es en este sentido en el que podremos reconocer en cada una de sus obras un autorretrato.
Todo cuanto de una profunda cultura pictórica, entendida como originalidad y criterio selectivo seguro, puede amalgamarse en una naturaleza selecta y serle de estímulo fecundo, Morandi lo poseyó, lo vivificó, lo vigorizó, dándole una voz de entonación nueva, para hacer resonar el instrumento nacional de acordes inauditos. (…)
Originalidad y esencia del arte
La distancia que Morandi, como Cézanne, gusta de interponer entre él y el objeto, tenía como función aislar el objeto de su contexto natural, redimirlo de todas sus funciones prácticas para contemplarlo «en su puro ser». Su pintura tiende a trascender el dato sensible, el aspecto en el que se percibe comúnmente el mundo exterior, obligándonos a volver a entrar en nosotros mismos, a reconocer en la obra de arte un valor expresivo, que aporta un significado más profundo.
El lento proceso creativo de Morandi está de hecho dirigido a captar la magia de un cielo, el asombroso silencio y la natural solemnidad de una región que se había hecho en él memoria.
Un día ahora ya lejano, en Venecia, viendo a Morandi contemplando la reluciente extensión de la laguna, le pregunté por qué, si tanto le gustaba, no quería pintarla. «Verá –me dijo, señalando una casa que estaba detrás de nosotros–, si pudiera estar tres años asomado a esa ventana, quizá podría hacerlo»; es decir, si hubiera tenido el tiempo de hacerse una y misma cosa con aquella vista marina, esforzándose por despojar a la realidad existencial de todas las nociones de la propia inteligencia, por ignorar todo, por olvidar lo que sabía, por mirar con una mirada nueva e inocente, con esa «imaginación que hace el paisaje». Visión de Morandi que se manifiesta en una cierta disposición particular de espacios, líneas y tonos, en armonía con un canon estilístico al que retorna constantemente para aquilatar la bondad de su obra, extrayendo de ella orientación y estímulo de perfección. La originalidad de la visión, la esencia de su arte, que le permite reconocer en la realidad objetiva la imagen ideal que ya había tenido que extraer no sin dificultad de lo más profundo de sí mismo. (…)
Leopardi y Pascal como inspiradores
Leopardi, elegido por Morandi desde su primera juventud como su autor, fue su poeta más querido, su compañero inseparable. Todas las noches leía y meditaba sus versos, que debieron encontrar profunda resonancia en su alma, y aún hoy el libro de los Cantos, junto con los Pensamientos de Pascal, siguen junto a su cama, como un símbolo de esa íntima asociación, de la ininterrumpida conversación de sus espíritus, más allá de la vida.
En el tejido compositivo tanto verbal como pictórico de estos grandes espíritus, todo elemento superfluo que pueda oscurecer la pureza de su acento único se disuelve sin dejar rastro; el signo se hace imagen, la tensión formal se asocia con el rigor casi religioso que la sostiene, la expresión artística con una severa moralidad.
La visión que Leopardi tenía de la Naturaleza, el reconocerla partícipe y espejo de su íntimo sentir, encuentra reflejo en los paisajes de Morandi: al contemplarlos recordamos de forma espontánea «las calles doradas y los huertos […] y luego el monte», el sentimiento de «quietud muy profunda», «todo es paz y silencio y todo está acallado en el mundo…», la contemplación de los «espíritus sobrehumanos», que encuentran en esos cuadros una adhesión íntima y directa, como si se tratara de una transposición pictórica consciente de esa poesía, carente, sin embargo, de esa tensión emocional que «asusta» a Leopardi, de ese temblor que contemplando «el silencio eterno de esos espacios infinitos» espanta al alma de Pascal. (…)
La actualidad del artista
La crítica lo juzgó inactual, considerándolo ajeno a la nueva realidad social, no copartícipe o casi indiferente a las ideologías políticas surgidas en la posguerra, a los problemas y a las demandas que ella planteaba, y no menos a la búsquedas y a las nuevas tendencias estéticas; «inactual» lo fue, pero en el sentido del término dado por Nietzsche a esta palabra, designándola como la verdadera actualidad del artista, en una lucha silenciosa y obstinada contra la hostil incomprensión de los contemporáneos.
Morandi sabía que su pintura nunca podría ser popular, ni quería que lo fuera. «Un poco de impopularidad es consagración», afirma Baudelaire. Había pintado y pintado para los pocos que sentía partícipes de su mundo. Âme sensible, se dirigió a las almas sensibles y, como Stendhal a los happy few, confió idealmente a ellas sus pinturas entonces incomprendidas. Incluso cuando su obra armó ruido, nunca infringió la disciplina de la más estricta reserva que se había impuesto a sí mismo en defensa de su santuario interior. Era muy cauto con la gente a la que daba sus cuadros, su reticencia a no hacerlo, su firme resistencia a entregarlos por el halago de una ganancia hacía que su compra fuera cada vez más difícil y codiciada. (…)
El arte de la mesura
«Nada en exceso»: el lema de la sabiduría antigua era también el lema de su arte. Este arte de la mesura, espontáneo en Morandi por serle innato, no sólo era una norma firme de su modo de trabajar, sino que adquiría también, como en los griegos, un alto valor moral para identificarse con su propia y vigilante conciencia del límite, que le impidió someterse a vanas ambiciones, a aspiraciones ilusorias. Evitando por su forma de ser lo vago e indeterminado, que tiende a destruir la forma, buscó y alcanzó en la finitud, asumida como posibilidad de perfección profesional, en la obra completa y rigurosamente determinada, la única forma concedida al hombre de hacer realidad su sueño de absoluto y de infinito. También para él como para Baudelaire, «el infinito está tanto en lo finito como en sus receptáculos». (…)
Lo particular como universal
Temas y motivos son recurrentes en Morandi como arquetipos, a la manera en que la Idea es recurrente para Platón en la multiplicidad fenoménica, como participación de lo particular en lo universal.
Esta idea generadora se encuentra expresada en la pintura de Morandi en formas y colores, que persiguen de distinto modo poner de manifiesto la simplicidad y el carácter absoluto de esa fecunda fase inicial. En efecto, cada uno de sus cuadros revela la fidelidad a la intuición que está en su origen, de modo que parece ser la consecuencia de muchos otros momentos creativos, cuyos precedentes están siempre integrados por los siguientes, de acuerdo con la ley misma de la creación, que es el resultado de muchas creaciones. (…)
La innata discreción y el amor a la soledad favorecieron en Morandi la disciplina del silencio. «Hay que guardar silencio tanto como sea posible y no conversar más que de la pintura», habría podido también él afirmar, parafraseando a Pascal. ¡La pintura! El único vínculo que lo unía a la tierra, la única añoranza de renunciar a ella. «Si supiera cuántas ganas tengo de trabajar… Tengo nuevas ideas que me gustaría desarrollar», fueron sus últimas palabras, recogidas por Roberto Longhi. Si Morandi impuso el silencio en su relación con los hombres, gustó de mantener un mudo coloquio con el mundo de la Naturaleza y supo reconocer, en cada uno de sus fenómenos, incluso en el más humilde, como en las virtudes curativas de una hierba, el misterio manifiesto de la ley inherente que los rige, en íntima correspondencia con su propio ser físico y moral.
Morandi parece haber establecido, en efecto, un pacto con los elementos originarios de la Naturaleza, a cuyo conocimiento había llegado, se diría, de manera directa, consciente de la íntima y secreta correspondencia entre las estructuras de la realidad fenoménica externa y la íntima de la sensibilidad humana, y del conocimiento, entre la imagen y la realidad objetiva. (…)
Naturaleza como espejo del alma
Como para Petrarca, también para Morandi la naturaleza no era más que el espejo del alma, un medio de expresión de sí mismo. Y sus cuadros, esas naturalezas muertas, esos paisajes, esas flores, conservando la huella indeleble de su más íntimo y peculiar sentir, son un testimonio perenne de la naturaleza sagrada de su inspiración, de la pura espiritualidad de su arte.
- Mi Morandi. Luigi Magnani. Prólogo de Stefano Raffi. Traducción de José Ramón Monreal (Elba).
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