La fuerza narrativa de ‘El poder del perro’, la novela de Savage, que dio a Jane Campion el Oscar a Mejor Dirección
WMagazín publica un pasaje clave de la novela, editada por Alianza. El escritor estadounidense da otra visión del wéstern centrada en las máscaras por los sentimientos homosexuales reprimidos de su protagonista. Despliega su experiencia de la vida en el Oeste y profundiza en el mundo interior de sus personajes
Presentación WMagazín Los premios Oscar 2022 han servido para rescatar, una vez más, un muy buen libro: la novela El poder del perro, de Thomas Savage, adaptada y dirigida por Jane Campion ganadora en la categoría de Mejor Dirección. Editada en España por Alianza Editorial, la obra del escritor estadounidense es un wéstern publicado en 1967 que ofrece otra mirada intimista sobre aquel mundo de hombres y testosterona. Desde la rudeza, humaniza los afectos, deseos y sentimientos de manera natural, y en esa exploración desenmascara un mundo interior lleno de represión frente a la homosexualidad.
WMagazín publica un pasaje de El poder del perro para apreciar el estilo de Savage y su profundo conocimiento de la vida ruda en esos ranchos y el manejo de la sensibilidad y sutilezas afectivas de sus personajes que llevarán al desenlace de la historia.
Thomas Savage (Estados Unidos, 1915-2003) publicó esa novela cuando el género por antonomasia del cine estadounidense estaba en el ocaso. Cuando aquel mundo que mitificó la creación de un país aún no se revisaba y parecía intocable. Savage sumerge al lector en el universo de los vaqueros del Oeste, de sus granjas, de la vida día a día, de seres ante los paisajes inmensos que recuerdan la soledad del espíritu humano. Como recomienda el protagonita Phil al joven Peter, es mejor que se haga con los quehaceres para que el día no se haga eterno. Y, poco a poco, en ese mundo masculino, áspero, de corazas ante los sentimientos se cuelan los temblores a contraconrriente de los afectos incontrolables, y afloran los secretos inconfesables.
Savage conoció ese mundo, pues creció en las montañas y labores de Idaho y Montana, se casó con Elizabeth Fitzgerald, se separó de ella para vivir un romance con un hombre durante varios años, tras la ruptura regresó a su hogar y escribió El poder del perro, su quinta novela, y vivió con su esposa hasta la muerte de esta en 1989.
Jane Campion adaptó la novela y dirigió la película llevándola a su terreno. El wéstern con combinaciones de otros generos a medida que avanza: del wéstern tradicional al romance sigiloso y la rendención con un final que cambia toda la perspectiva vista hasta ese momento, como en los recursos de los grandes cuentos.
En la película, Campion deja a un lado los primeros capítulos de la novela para llegar pronto al meollo de la historia. En Montana en 1925 viven los hermanos Burbank, Phil (Cumberbatch) y George (Plemons), opuestos y complementarios dueños de un gran rancho de ganado: Phil es un vaquero cruel y George parece más buena vida y amable. Un día George se casa con una viuda, Rose (Dunst) y Phil le hace la vida imposible cuando se instala en el rancho junto a su hijo, Peter (Smit-McPhee), un muchacho universitario de modales suaves. La presencia del vaquero Bronco Henry, ya fallecido, quien enseño a Phil y George todo lo que saben está presente en la vida de ellos, sobre todo de Phil que guarda un secreto sentimental. La persecusión que Phil ejerce sobre Peter, el hijo de su cuñada, poco a poco cambia y Phil parece empezar a ejercer la función que sobre él tuvo Bronco…
La película cuenta con las actuaciones de Benedict Cumberbatch, Jesse Plemons, Kirsten Dunst y Kodi Smit-McPhee.
El poder del perro tuvo 12 nominaciones a los Oscar, entre ellas Mejor Película, Dirección, Guion Adaptado, Actor y Actriz protagonista y Actores secundarios. Solo obtuvo el de Dirección porque la Academia se inclinó por CODA, una película de temática importante y necesaria, pero como obra de arte cinematográfica es del montón.
A continuación, un pasaje que ilumina toda la novela y la película en estilo narrativo y trama creadas por Thomas Savage:
'El poder del perro'
Por Thomas Savage
Eso era lo que hacían los chavales, apostar cuántos palos tenían que quitar antes de que los animales intentaran huir.
Peter se puso de un lado de la pila, Phil del otro, y fueron quitando primero un palo y luego otro, poniéndolos a un costado; al final del décimo palo el conejo seguía allí, encogido, oculto debajo, esperando. A Phil le pareció verlo una vez; era probable que lo hubiera hecho, porque pocas veces le fallaban los ojos. Puedes apostar la vida a ello.
—Este cabroncete tiene agallas, ¿verdad? —dijo Phil, jadeando. Hacer hablar a Peter era como arrancar dientes. Había que lanzarle preguntas directas. Cuando Peter por fin hablaba, Phil tenía la curiosa sensación de que sus esfuerzos se veían recompensados.
—Supongo que sí tiene agallas —dijo Peter.
—Yo creía que a esta altura ya habría intentado fugarse
—dijo Phil.
Quitaron dos palos más; el segundo alteró el precario equilibrio de otros, que se derrumbaron como gigantescos palitos chinos y se ubicaron en una forma nueva. Debajo, seoyó un correteo enloquecido, ahogado por un trueno. ¿Y qué es esto? El conejo salió con una pata quebrada; avanzó lentamente, empujando la tierra con la pata sana, con mucha dificultad. Phil vio cómo Peter cogía al animalillo y se lo ponía sobre la parte interior del brazo.
—Los palos le cayeron encima —señaló Phil.
—Así parece —dijo Peter.
—Bueno, no dejemos que siga sufriendo —ordenó Phil—. Supongo que la manera más rápida es con un golpe en la cabeza. Qué extraño, ¿verdad? Si no hubiera tenido tantas agallas, no se habría lastimado.
—Eso parecería indicar que las cosas funcionan así—dijo Peter.
¿De modo que el chico era un poco filósofo? Phil sonrió.
—Eso parecería indicar que nunca se sabe —repuso.
Vio cómo Peter le acariciaba la cabeza al conejo, calmándolo, y que un instante después le retorcía el cuello, con una destreza tal que Phil no pudo no admirarlo; nunca había visto nada igual. Las patas traseras del conejo, libres de la tensión del cerebro después de que le hubieran cercenado la columna vertebral, se relajaron y se quedaron inmóviles en la mano del muchacho, mientras los ojos se ponían vidriosos ante la llegada de la muerte. ¡No había nada de sangre! Era Phil el que estaba ensangrentado, el que se había cortado con alguna cosa afilada.
Peter miró la sangre que manaba.
—Es un corte profundo —señaló.
—Pero qué demonios —dijo Phil con despreocupación, sacó la bandana azul y se enjugó la herida. Estalló un trueno cuyo eco resonó en todo el amplio valle; unas nubes negras taparon el sol. Phil se humedeció el dedo índice y lo levantó. Su saliva le hacía captar la brisa más ligera—. La tormenta no llegará hasta aquí. El viento viene del sur. Pero Phil se sentía frustrado y huraño. Lo del conejo no había salido bien. No había logrado capturar esa nostalgia que le pedía el corazón. Cuando volvieron al otro lado del pajar para terminar de almorzar, empezó a hablar nuevamente sobre Bronco Henry.
—No —dijo—. Cuando Bronco Henry llegó a esta zona, no sabía nada de cabalgar ni de enlazar. Sabía menos que tú, querido Pete. ¡Vaya, si tú ya sabes sentarte bien sobre un caballo! Pero, por Dios, sí que aprendió. Oh, me enseñó algunas cosas. Me enseñó que, si tienes agallas, puedes hacer cualquier jodida cosa, agallas y paciencia. La impaciencia es una mercancía cara, Pete. Me enseñó a usar los ojos, además. Mira hacia allí. ¿Qué ves? —Se encogió de hombros—. Ves la ladera de la colina. Pero cuando Bronco miraba allí, ¿qué crees que veía?
—Un perro —dijo Peter—. Un perro corriendo.
Phil lo miró fijo y se pasó la lengua por los labios.
—¡Qué demonios! —dijo—. ¿Lo ves ahora mismo?
—Lo vi cuando llegué aquí —dijo Peter.
—Bueno, volviendo sobre lo que estábamos hablando. Creo que un hombre necesita tener cosas en su contra.
Peter tenía las rodillas levantadas y las estaba rodeando con los brazos.
—Mi padre decía: obstáculos. Y había que apartarlos.
—Será otra manera de expresarlo. Bueno, Peter, tú tienes obstáculos, y eso es un hecho, mi pequeño Peter. —A veces incurría en modismos irlandeses, porque los irlandeses lo divertían, con su coraje, su rebeldía.
—¿Obstáculos? —Peter lo miró con ojos mansos.
—Tu mami, por ejemplo.
—¿Mi madre?
—Por cómo empina el codo. —Phil contuvo el aliento. ¿Habría dicho demasiado? ¿Demasiado pronto? ¿Habría alejado al muchacho antes de poder desplegar todo su plan? Sin dejar de sonreír, con una expresión agradable y comprensiva, se preguntó por qué había hablado de esa manera. ¿Tal vez lo había hecho por algún motivo que él mismo no comprendía plenamente? ¡Hijo de perra!
—¿Empina el codo? —preguntó Peter, fingiendo perplejidad, pensaba Phil, como si no conociera esa expresión.
—Bebe, Pete. Le da al alcohol. —El chico dio un respingo ante la palabra «alcohol». ¿Sería un poco fuerte esa palabra para él? Pero, maldita sea, ese respingo era precisamente lo que él necesitaba ver. Tal vez para calibrarlo, para juzgarlo. Y, cuando lo vio, supo que no había dicho demasiado, que decir demasiado se había vuelto imposible—. Supongo que sabrás que estuvo cocida medio verano.
—Sí. Sí, lo sé. Antes no bebía.
—Ah, ¿no? —Otra vez con un poco de acento irlandés, como para mantener las cosas en un nivel ligero. ¿Pero lo eran?
—No, nunca.
—¿Y tu papá, Pete?
—¿Mi padre?
—Tu padre. Tu papá. Entiendo que le daba duro a la botella. Al alcohol. ¿No, Pete? —A Phil el corazón le latía un poco más rápido. ¿Habría dicho demasiado? ¿El chico se ha- bía puesto tenso? Phil le sintió el gusto a su labio superior.
—Hasta el final —dijo Peter—. Luego se ahorcó.
Phil empezó a tocar al chico, pero luego retiró la mano y habló con voz más grave.
—Pobrecillo —dijo. Phil dibujó una sonrisa débil—. Las cosas te irán mejor.
—Gracias, Phil —murmuró Peter.
Las nubes de tormenta se alejaron, como había dicho Phil. Cuando volvían a través de una franja de artemisa que estaba en una esquina del prado, encontraron el nido abandonado de un gallo de las praderas, en el que no quedaba nada, salvo unas cáscaras de huevo. Uno casi nunca se cruza con el nido de un gallo de las praderas. Hay que mantener los ojos bien abiertos. Phil lo hacía siempre.
Y por eso, Dios bendito, mucho antes de llegar, se dio cuenta de que habían desaparecido los cueros del matadero. Phil tenía una mente fotográfica; cada detalle que pasaba ante sus ojos se grababa en lo profundo de esos oscuros recodos donde, para el resto de nosotros, flotan y se mueven a la deriva siluetas inútiles, delgadas como un pelo, donde se encienden y se apagan unas luces y donde se deslizan bultos amorfos.
Phil vio que los cueros habían desaparecido y vio rojo. Se paró sobre los estribos.
—¡Maldita sea! —dijo y azuzó al alazán, que avanzó hacia el establo dando fuertes zancadas.
—¿Phil? ¿Phil, qué ocurre? —preguntó Peter—. Phil, ¿algo anda mal?
—¿Mal? ¿Mal, por el amor de Dios? —exclamó Phil—. Ha desaparecido hasta el último condenado cuero. Ella sí que ha metido la pata esta vez.
—¿Crees que ha sido ella, Phil? ¿Que los ha vendido?
—Claro que sí, joder —dijo Phil—. ¡O tal vez los haya regalado!
—¿Por qué haría algo así, Phil? ¿Por qué? Ella sabía que los necesitábamos.
—Porque estaba borracha. Totalmente ciega. Cocida. Vaya, hijo, habría pensado que tú sabías, por esos libros que te dejó tu papá, que tu mamá tiene, cómo se dice, una personalidad alcohólica. En esos libros tuyos seguro que está justo en la letra P.
—Phil… ¿No vas a decirle nada?
—¿Decirle algo? —ladró Phil—. No diré nada. No me interesa. Pero seguro que el hermano George sí lo hará. Ya es hora de que ese sujeto se entere de algunos hechos, por llamarlos de alguna manera.
Entraron en el largo y oscuro establo que olía a polvo y
estiércol y heno. Sí, y a años. Una luz pálida caía como cuchillos desde las ventanas enloquecidamente altas.
—¿Phil?
Phil tenía la lengua hinchada de ira.
—¿Sí?
Y entonces, el chico le tocó el brazo; se lo tocó.
—Phil… Yo tengo cueros crudos para terminar la cuerda.
—¿Tú tienes cueros crudos? ¿Qué haces tú con cueros crudos?
Y la mano del chico seguía donde estaba.
—Corté algunos, Phil. Quería aprender… a trenzar como tú. Por favor, coge lo que tengo. —Estaban uno frente al otro y la mano del chico seguía justo donde la había posado—. Tú has sido bueno conmigo, Phil.
Coge lo que tengo. Has sido bueno. En ese momento y en ese lugar que olía a años Phil sintió en la garganta lo que había sentido antes una vez y que Dios sabía que jamás había esperado ni querido volver a sentir, puesto que perderlo te destroza el corazón.
Oh, por supuesto. Era posible que la oferta del chico no fuera más que una manera vulgar de salvarle el pellejo a su madrecita. ¡Pero quería trenzar como él! ¡Qué otra razón podía tener el chico para acumular cueros crudos si no fuera que quería trenzar como él! ¡Emularlo! ¿Por qué otro motivo habría cortado tiras de cuero crudo? El chico quería convertirse en él, fundirse con él, de la misma manera en que Phil, en una sola ocasión, había querido unirse a alguien, y ese alguien ya no estaba, había muerto arrollado mientras Phil, con veinte años, lo vio todo sentado en la baranda del corral de los caballos salvajes. Ah, Dios, Phil casi había olvidado lo que el roce de una mano podía hacer y su corazón contó los segundos en los que la mano de Peter estaba sobre él y se regocijó por la calidad de esa presión. Le decía lo que su corazón necesitaba saber.
Por favor. ¿Acaso el Destino, porque un hombre tiene que creer en algo, acaso el Destino no había querido que el chico lo contemplara en su desnudez en ese rincón oculto que sólo conocían George y él… y Bronco Henry? De la misma manera, él había contemplado la desnudez del chico durante aquella eternidad en la que había caminado orgulloso y vulnerable delante de las tiendas abiertas, soportando las mofas y el desprecio, como un paria. Pero Phil sabía y Dios sabía que él sabía lo que era ser un paria, y aborrecía el mundo, por si el mundo lo aborrecía primero a él.
Habló con voz ronca.
—Eso es condenadamente amable de tu parte, Pete. —Y deslizó su largo brazo sobre los hombros del chico. Una vez, antes de aquel día, se había sentido tentado, y había desistido, porque él siempre había jurado, por aquella vieja lealtad, que jamás volvería a tomar esa iniciativa—. Te diré una cosa. De ahora en adelante, todo irá viento en popa para ti. Y fíjate que voy a trabajar y terminar la cuerda esta noche. Y, Pete, ¿quieres mirar mientras lo hago?
Así que, esa noche, el chico miró cómo Phil la terminaba, sin prestar atención a la herida reciente de la mano.
Peter también se sentía conmovido. De una manera asombrosa que iba mucho más allá de sus súplicas paganas, su pobre madre le había frustrado su propio plan y, allí de pie, sintiendo la mano que le apretaba el hombro, le pareció oír una voz que le susurraba que él era todo lo especial que creía ser.
- El poder del perro. Thomas Savage. Traducción de Eduardo Hojman (Alianza).
***
Suscríbete gratis a la Newsletter de WMagazín en este enlace.
Te invitamos a ser mecenas de WMagazín y apoyar el periodismo cultural de calidad e independiente, es muy fácil, las indicaciones las puedes ver en este enlace.